lunes, febrero 20, 2012

El descontento hacia la guerra contra las drogas crece en México

por Ted Galen Carpenter

Ted Galen Carpenter es vicepresidente de Estudios de Defensa y Política Exterior del Cato Institute y autor o editor de varios libros sobre asuntos internacionales, incluyendo Bad Neighbor Policy: Washington's Futile War on Drugs in Latin America (Cato Institute, 2002).
Cuando el presidente mexicano Felipe Calderón lanzó una ofensiva militar contra los poderosos carteles de la droga en diciembre de 2006, su estrategia gozaba de un amplio apoyo doméstico. Pero su estrategia de confrontación no ha resultado como se esperaba. Al menos cuarenta mil —y de acuerdo a por lo menos una estimación tal vez hasta cincuenta y dos mil— personas han muerto por causa del incremento en la violencia durante los últimos cinco años. Esta desagradable realidad ha causado que importantes segmentos de la población mexicana y, tal vez más importante aún, que líderes políticos del país, gradualmente se hayan desencantado de la guerra contra las drogas.


Habían señales de un creciente descontento incluso desde 2008. Rubén Aguilar, el anterior director de comunicaciones del presidente, sorprendió a su ex jefe y otros miembros del Partido de Acción Nacional (PAN) cuando propuso negociar con los carteles, permitiéndoles esencialmente realizar sus negocios a cambio de que se comprometan a dejar de realizar secuestros, torturas y escalofriantes asesinatos. Aguilar incluso estaba dispuesto a considerar la legalización de las drogas. “No vamos a eliminar el narcotráfico”, dijo en una entrevista para un diario mexicano, pero “podemos reducir la violencia con la cual busca mejorar sus espacios de operación”. Como mínimo, predijo que las negociaciones conducirían a unas “reglas del juego” menos destructivas entre los carteles.
Otros partidarios del cambio empezaron a hablar en público también. “Los mexicanos están perdiendo la esperanza y es urgente que el congreso, los partidos políticos y el presidente reconsideren esta estrategia”, dijo el senador Ramón Galindo, un partidario de Calderón, meses después de la entrevista de Aguilar. Galindo puede que tenga una perspectiva especial para estar alarmado debido a su condición de ex alcalde de Ciudad Juárez, la cual se ha convertido en el epicentro de las matanzas desde que Calderón llegó a la presidencia. En la legislatura de Chihuahua, el estado en donde se encuentra Ciudad Juárez, se realizó un debate en julio de 2009 acerca de si la estrategia de Calderón había sido “un fracaso total”.
El gobierno y la gran mayoría de sus aliados políticos tomaron duras represalias en contra de los primeros críticos y rechazaron toda sugerencia acerca de intentar llegar a un acuerdo con los carteles para reducir la violencia. Un importante diputado del congreso mexicano descalificó la propuesta de negociaciones de Aguilar llamándola “una locura”. Otro dijo: “No se puede negociar con criminales, mucho menos con [poderosas] organizaciones criminales”. Calderón rechazó la sugerencia. “Mi gobierno”, exclamó, “no negocia ni negociará alguna vez con organizaciones criminales”. Prometió “no solo confrontarlas sino derrotarlas con toda la fuerza del Estado”.
Pero las cosas han empeorado para el asediado presidente desde que le propusieron por primera vez que llegue a un acuerdo con los carteles o de que adopte una política de apaciguamiento. No solo que ha continuado creciendo la alarmante cantidad de víctimas en 2010 y 2011, sino que la violencia también se ha esparcido más allá de los lugares habituales —las ciudades en la frontera con EE.UU.— hacia áreas anteriormente pacíficas. Ese desarrollo ha profundizado los sentimientos de frustración y preocupación entre los mexicanos comunes y corrientes y aquellos que conforman la élite del país.
La deserción más destacada de los partidarios de la guerra contra las drogas ha sido el predecesor de Calderón, Vicente Fox. En una conferencia anti-crimen en agosto de 2011, Fox dijo que él quería “iniciar un debate público” acerca de dos ideas relacionadas: primero que el gobierno mexicano debería “hacer un llamado a los grupos violentos para llegar a una tregua”, y segundo, que el gobierno debería “evaluar la conveniencia de una ley de amnistía”.
Esas declaraciones amplifican la crítica que el ex presidente había expresado acerca de la estrategia de Calderón desde agosto de 2010, cuando Fox publicó un ensayo en su blog personal haciendo un llamado a que se legalicen las drogas. Si esos comentarios no fueron suficientes para indicar la completa ruptura de Fox con las políticas de su sucesor, también pidió una pronta retirada  de las fuerzas armadas de las misiones internas de seguridad. Y en una advertencia final dirigida a Calderón, Fox aseveró que la violencia desenfrenada estaba perjudicando la reputación del país a nivel internacional y socavando la legitimidad del gobierno a nivel doméstico. Enfatizó que “la primera responsabilidad del gobierno es proveer seguridad para las personas y sus posesiones”. Pero “hoy, vemos que, desafortunadamente, el gobierno mexicano no está cumpliendo con esa responsabilidad”.
Cuando leyó el ensayo del blog, Calderón podría ser perdonado si hubiese respondido: “¿incluso tu, Fox?” Y los sentimientos del presidente hacia su predecesor sin duda no mejoraron el siguiente año cuando Fox sugirió que el gobierno debería considerar una tregua con los carteles y cuando en octubre nuevamente hizo un llamado público para que se legalicen las drogas en un foro de políticas públicas auspiciado por el Cato Institute, organización que ha criticado frontalmente la guerra contra las drogas.
Pero Fox parece reflejar mejor que Calderón la tendencia en la opinión pública e incluso en la opinión de las elites. Varios hechos indican que Fox difícilmente es el único miembro de la élite política de México que quiere un cambio de política drástico con respecto a la guerra contra las drogas. Un reporte de 2010 de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, conformada por más de una docena de ex líderes políticos, diplomáticos y otros dignatarios, criticó firmemente la guerra contra las drogas. Tres líderes de esa comisión, incluyendo el ex presidente mexicano Ernesto Zedillo, luego publicaron un artículo en el Wall Street Journal. Ellos expresaron su tesis de manera categórica. “La guerra contra las drogas ha fracasado”, agregando que “Las políticas prohibicionistas basadas en la erradicación, la interdicción y la criminalización del consumo simplemente no han funcionado. La violencia y el crimen organizado asociados con el narcotráfico siguen siendo problemas críticos en nuestros países”.
Que Zedillo haya firmado ese artículo —así como también el todavía más prestigioso reporte de la Comisión Global de Políticas de Drogas, publicado en junio de 2011— es una indicación más de que el descontento hacia la guerra contra las drogas está creciendo dentro de la élite política mexicana. El PRD, el tercer partido más importante en la competencia política triangular del país, ha hecho un llamado a que se legalicen las drogas. Santiago Creel, un importante candidato presidencial, recientemente expresó que retiraría a las fuerzas armadas de la lucha contra los carteles de la droga si fuese presidente.
Irónicamente, conforme el desencanto con la guerra de Calderón contra las drogas crece en México, el respaldo del gobierno de EE.UU. para esa estrategia parece estarse intensificando. No solo la administración de Obama ha continuado financiando la Iniciativa de Mérida —iniciada en 2007— con miles de millones de dólares, sino que las agencias de inteligencia de EE.UU. han proporcionado información a las fuerzas de seguridad mexicanas para que estas realicen redadas contra líderes de alto perfil de los carteles. Recientemente, hay indicios de una tendencia hacia medidas mucho más directas. La administración de Obama ha permitido que la policía y las fuerzas armadas de México utilicen territorio estadounidense como puntos de partida para las redadas de carteles que se encuentran dentro de México. El ejemplo más gráfico del creciente respaldo de EE.UU. a la estrategia de Calderón fue la confirmación en marzo de 2011 de que los aviones estadounidenses sin piloto Predator y Global Hawk estaban sobrevolando territorio mexicano para localizar sospechosos de narcotráfico y rastrear sus movimientos. Lo que molestó particularmente a los críticos en el congreso mexicano y a gran parte de la prensa fue que esos aviones sin piloto habían estado operando desde hace al menos dos años, sin que nadie fuera del gobierno de Calderón hubiese sido informado.
Brad Barker, presidente de la Corporación HALO, una empresa privada de seguridad que estuvo involucrada en el programa de aviones sin piloto, puede haber revelado sin darse cuenta cuán amplia es la participación de Washington en México. Indicando que su empresa y otras estaban rastreando tanto vehículos como personas, Baker dijo: “Ha habido un aumento considerable de agentes allí”.
Esa es una estrategia riesgosa. Dadas las conocidas sensibilidades nacionalistas de los mexicanos, un respaldo así de firme de una estrategia de línea dura en contra de los carteles podría causar grandes problemas en las relaciones bilaterales. Esto es todavía más probable si las políticas de Washington y la opinión pública de México se están moviendo en direcciones opuestas con respecto a la conveniencia de librar una vigorosa guerra contra las drogas. Los líderes estadounidenses necesitan estar mucho más conscientes de lo que se está pensando en México. La presidencia de Calderón se acaba el próximo otoño y Washington fácilmente se podría encontrar a solas, respaldando una política que ya no goza del respaldo de los mexicanos o del nuevo liderazgo del país.

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