¿Qué es la guerra?, otra vez
11 de septiembre de 2001; Estados Unidos se tambalea herido por un
ataque directo y brutal. En pleno desconcierto mundial, con medio mundo
pegado al televisor, George Bush abría, quizá sin saberlo, el debate
estratégico del siglo XXI; sus palabras resuenan aún en las mentes de
los europeos herederos del 11M y del 7J: “estamos en guerra”. Palabras
que transmitían una determinación moral tanto como una indeterminación
conceptual; tras diez años de pacificaciones, la palabra guerra
reaparecía ante una opinión pública que se colapsa ante su sola
mención. Desde entonces, la pregunta que ha obsesionado a filósofos,
historiadores y analistas se nos hace presente una y otra vez, en una
sociedad demasiado hedonista y despreocupada para pensar en ello; ¿qué
es la guerra?
¿No parece clara la definición de guerra como “choque armado entre
unidades políticas organizadas”? Definición que parece válida, pero que
desata los problemas en cascada; ¿qué es un choque?¿son armas la guerra
psicológica o la propaganda?¿a partir de que momento puede hablarse de
una unidad política?¿qué grado de organización es necesario para
considerarla como tal? Los aviones estrellándose contra las Torres
Gemelas, las mochilas estallando en el metro de Londres o el
hombre-bomba entrando en hoteles de lujo en Bali parecen tener poco que
ver con los fusileros de Waterloo, las trincheras de Verdun o el Africa Korps de
Rommel. En vano buscaremos notas diplomáticas, uniformes visibles,
tratados de paz. Diferencias tan radicales que nos colocan ante una
disyuntura teórica radical; o la IV Guerra Mundial no es una guerra, o aquello que el europeo heredero del Derecho de Gentes y del Derecho Internacional tiene en mente no es la guerra.
Huérfanos de respuesta, analistas e intelectuales vuelven la vista a
la historia, y constatan en efecto que la guerra moderna parece haber
llegado a su fin, precisamente con su total perfeccionamiento. Y en la
reflexión sobre la guerra moderna, la figura de Clausewitz reaparece
entre tambores de guerra; el fin de la era clausewitziana parece tan
evidente que conviene sospechar; ¿cuál es, si es que queda algo de él,
el legado de Clausewitz?
¿La muerte de Clausewitz?
Si Clausewitz no pudo mirar más allá de los conflictos de su
tiempo, su figura no tendría mayor altura que la de Jomini o Bülow, o
Mahan o Douhet en el siglo de la guerra marítima y aérea. Si Clausewitz
fue únicamente un observador de la guerra napoleónica entre estados
europeos, tendría valor para el historiador; no para el teórico o el
estratega ávido de principios en la era del terror. Cuanto más
reduzcamos al prusiano a las circunstancias particulares en que pensó la política y la guerra y no qué pensó de ellas, su valor irá disminuyendo.
¿Qué es la guerra? En el arranque de Vom Kriege, Clausewitz
establece la principal definición de la obra, a partir de la cual se
desarrolla el resto de su Tratado: “La guerra es un acto de fuerza para
imponer nuestra voluntad al adversario” (Vom Kriege, I, 1, §2)
Violencia, objetivo, finalidad; he aquí los
rasgos que definen la guerra. En primer lugar, la esencia de la guerra
es el uso de la fuerza, la violencia; en segundo lugar, la violencia no
tiene otro objetivo que la imposición, la derrota del enemigo; en tercer
lugar, la imposición viene determinado por el objeto de la voluntad. Al
comienzo de su análisis, Clausewitz se muestra rotundo; la guerra es un
duelo (Zweikampf). Definición tan abstracta como descarnada, que
no convencerá ni a la impaciencia del teórico ni al pacifismo del
ingenuo; éste se escandalizará de una definición por otro lado neutra.
Premeditadamente, Clausewitz asimila la guerra al duelo; dos
luchadores, frente a frente, con el único objetivo de doblegar la
voluntad del adversario. Nada que ver con nociones políticas o
estratégicas; ni rastro de Bonaparte o Federico el Grande en una
definición ahistórica. No hay referencias al mundo político que
Clausewitz vivió. ¿Por qué? Voluntariamente ha despejado toda
circunstancia variable en busca de la naturaleza pura de la guerra.
Ha eliminado de su análisis el espacio, el tiempo, el carácter de los
actores enfrentados; toda circunstancia que no responda únicamente a la
esencia de la guerra. Y lo que queda de todo ello es una definición, de
la que se extrae una inquietante consecuencia: “la aplicación de la
fuerza no admite ningún límite lógico” (VK, I, 1, §3).
Clausewitz busca mostrar el concepto de guerra, universalmente
válido, por encima de las circunstancias históricas determinadas; por
encima del tipo de actores enfrentados, del tipo de armamento empleado,
de la táctica y de la estrategia. Encuentra aquello que es común a todo
ello, y lo encuentra en el enfrentamiento violento con vistas a un fin.
Aprendiendo de él, la pregunta acerca de la IV Guerra Mundial debe
comenzar por la misma pregunta acerca de la guerra; por encima de
consideraciones tácticas, estratégicas, jurídicas o políticas, la
cuestión es si la definición clausewitziana es válida tanto para los
siglos prehistóricos como para la era del 11S.
La guerra es un enfrentamiento violento que busca poner de rodillas
al adversario y dictarle nuestra voluntad. Afirmación rotunda que valió
al prusiano un lugar en el banquillo de los acusados de la historia;
acusado de militarista, brutal y partidario de la aniquilación del
adversario. Pero Clausewitz va más allá de esta definición monista
de la guerra. Será posteriormente cuando Clausewitz introduzca las
circunstancias que previamente ha dejado de lado, y advierta: “una
declaración de este tipo sería una abstracción que en nada afectaría al
mundo real” (VK, I, 1, §6) En su lugar establece una definición dialéctica;
tal guerra absoluta no se da en la realidad, donde la política, el azar
o los imprevistos definen unas guerras reales donde la violencia pura
queda diluida; de hecho, la guerra absoluta se opone a la guerra real;
mantiene su naturaleza, pero en contacto con la realidad, se opone a
ella. En la realidad, observa Clausewitz, las guerras no son un puro uso
de la violencia; múltiples circunstancias impiden que su lógica
destructiva llegue a su extremo. El concepto de guerra no es la guerra
real.
Ahora bien, ¿cómo conectar la figura abstracta de la guerra con las
guerras reales de la historia? No puede ser sino mediante aquellos
elementos que se encuentren universalmente en toda guerra pero que al
mismo tiempo la particularicen, “como un todo, en relación con las
tendencias que predominan en ella” (VK, I, 1, §28). Elementos que son
bien conocidos por los expertos; el odio, la libre actividad del alma,
el entendimiento. El primero afecta principalmente al pueblo; el segundo
al Ejército y su Jefe; el tercero al gobierno político:
“Estas tres tendencias, que se manifiestan con fuerza de leyes,
reposan profundamente sobre la naturaleza del sujeto y, al mismo tiempo,
varían en magnitud (...) el problema consiste en mantener a la teoría
en equilibrio entre estas tres tendencias” (VK, I, 1, §28)
Es aquí donde la reflexión teórica deja paso al análisis histórico;
¿Cómo conceptualizar la IV guerra mundial desde el análisis de una obra
que muchos dan ya por muerta? Subrayando lo evidente; en cuanto guerra
poseerá la naturaleza de toda guerra, sus leyes y principios; en cuanto
IV, sus características serán forzosamente distintas a las anteriores.
Es decir, incluirá pasiones, libre actividad del alma y conocimiento
político, pero con unas connotaciones distintas a las hasta ahora
conocidas.
El terrorismo o las pasiones desatadas
En la era de la información, Cancillerías y Estados Mayores buscan
trazar mediante análisis y ordenadores las líneas maestras y los modelos
de los conflictos futuros tanto como la guerra del presente. Pero a
menudo tales demostraciones racionales olvidan “el odio, la enemistad y
la violencia primitiva de su esencia, que deben ser considerados como un
ciego impulso natural” (VK, I, 1, §28). La enseñanza es evidente; en
cada caso, la guerra enciende las pasiones del pueblo. Ni el más potente
ordenador ni el más curioso satélite pueden conocer o prever su
desarrollo; mucho menos dominarlos.
¿Puede afirmarse que este primer elemento de la trinidad política
está hoy en desuso? El odio que muestran las manifestaciones islamistas
en Gaza o Teherán bastaría para convencer a los escépticos; ciegos de
ira, millones de personas celebran, desde Marruecos a Pakistán las
carnicerías de Al-Qaeda. En la época de la Revolución en los Asuntos Militares
no podemos olvidar que, bajo satélites y vehículos no tripulados, la
guerra se libra en las barriadas de las ciudades islámicas, en
panfletos, mezquitas y páginas web, donde las voluntades se
inflaman cada día; las pasiones y los sentimientos desatados se
presentan tanto como causa y como efecto de los crímenes yihadistas.
Pero, si la guerra es un choque de voluntades, ¿cómo negar que se
libra tanto en Faluya como en los televisores de Nueva York, Madrid o
Londres? El 11M mostró el verdadero papel de los sentimientos primarios
en la ilustrada Europa, que invirtió la lógica de la hostilidad y
la volvió contra sí misma. Pero si occidente comete el error de olvidar
que el éxito o el fracaso de una guerra depende de la educación de las
pasiones, Al-Qaeda no comete tal fallo; la propaganda en los medios y
las bombas en Bali o Bagdag van dirigidas contra las mentes
occidentales. Estados Unidos perderá la guerra en Washington, no en
Bagdag o Kabul. Occidente podrá destruir campamentos, aeródromos o cazar
terroristas en lejanas montañas; pero localizará el conflicto tanto
como el yihadismo lo globalizará. De nada valdrá ganar allí si se pierde aquí.
todo estará perdido en el momento en que el divorcio entre gobernados y
gobernantes sea irreversible, cuando la hostilidad se encauce en la
dirección equivocada.
Cuando, como en marzo de 2004, las masas se lancen a la calle
contra sus gobernantes y no contra sus gobernados, este tercer elemento
de la trinidad clausewitziana, desatado e ingobernable, arrastrará
consigo a los otros dos; entonces asistiremos a la definitiva derrota en
la IV Guerra Mundial. Pesadilla futura que encierra una evolución
histórico-estratégica del terrorismo; ante una opinión pública cada vez
más acostumbrada a los crímenes terroristas, la lógica de la propaganda
eleva la apuesta cada vez más a su extremo; para resultar rentables, los
muertos deben elevarse de la misma forma que lo hace la insensibilidad
occidental. La dialéctica de las pasiones en la IV Guerra Mundial parece
indicarnos tiempos peores.
La IV guerra Mundial; el reino del azar
Pero error no cometido por Clausewitz sería reducir la guerra a uno
sólo de sus elementos; las pasiones. Éstas afectan a la sociedad; como
parte de ella, también a sus Fuerzas Armadas. El prusiano tuvo el
acierto de incluir las fuerzas morales en la reflexión estratégica.
Después y al contrario, el combate pareció diluirse en variables
logísticas, económicas, geométricas. Los siglos XIX y XX parecían los
siglos de los cálculos racionales; de recursos, de población, de fuerzas
armadas: el azar era difícilmente observable a simple vista en las
Ardenas, en Midway o en la crisis de los mísiles; mucho menos en la era
de las bombas inteligentes. Pero sobre el terreno, el militar de todos
los tiempos lo tendrá muy claro, en el siglo XV o en el XXI; “la guerra
es el reino de la incertidumbre” (VK, I, 3).
Pero si la guerra es el reino del azar, ¿cómo no concluir que en la guerra contra el terrorismo –ante un enemigo que se esconde demasiado cerca y demasiado lejos,
con una estrategia flexible de continente a continente, con una táctica
distinta de ciudad a ciudad- aumenta el papel del azar y de los
imprevistos? Las palabras de Clausewitz resuenan con fuerza en
ejércitos, servicios secretos y cuerpos de policía de todo el mundo; en
la IV Guerra Mundial, más que nunca, “todas las acciones se desenvuelven
en una suerte de media luz que, como la niebla o la luz de la luna,
infunde en las cosas una apariencia grotesca y una envergadura superior a
la real” (VK, II, 2). Superior e inferior, corrigiendo a Clausewitz:
inferior el 11S, el 11M, el 7J; superior en la búsqueda de las ADM de
Sadam.
Estratégicamente, en el Pentágono o tácticamente en Bagdag, la IV
Guerra Mundial es la guerra de lo imprevisible, de lo desconocido, de la
apariencia grotesca y amorfa. también para Al-Qaeda; la estrategia de
la persuasión funcionó en España, no en Estados Unidos tres años antes
ni en Gran Bretaña un año después. Pidiendo lo que hoy parece tan
imposible como necesario, Clausewitz advierte; “se exige un juicio
sensato y perspicaz, una inteligencia entrenada en desvelar la verdad”
(VK, I, 3). Pero si la IV Guerra Mundial es la guerra donde lo
desconocido e imprevisible hacen más difícil la orientación –táctica y
estratégica-, para afrontarlo será necesario la “capacidad para elevarse
por encima de los peligros más amenazadores” (VK, III, 6). Es decir,
audacia, valor. Así, valor y capacidad para detectar los peligros y
amenazas sin tiempo para reflexionar sobre ello, se nos aparecen,
también hoy, como indispensables en la guerra contra el terrorismo.
¿Cómo olvidar que la resolución, el golpe de vista y el valor y la
audacia constituyen las virtudes necesarias de unos jefes de guerra
enfrascados en una lucha antiterrorista que se extiende desde Tora Bora a
Lavapiés? El humo de las bombas yihadistas se acumula cada mes ante
nuestro ojos. Esta vez, la inteligencia humana se apoya en la
artificial; la RMA juega a favor de un occidente altamente tecnificado.
Ventaja indudable que no será suficiente sin el valor de afrontar las
reformas y las acciones necesarias, y que nos remite a las palabras del
prusiano. Para no perder, será necesario “en primer lugar una
inteligencia que, hasta en las horas más negras, conserve algún destello
de la luz interior que conduce a la verdad; y en segundo lugar, el
valor de seguir esa débil luz lleve a donde lleve” (VK, I, 3). Al
contrario que los pacifistas que sueñan con un futuro dorado, la IV
Guerra Mundial nos lleva, inexorablemente, a un futuro incierto.
Entender la política en la era del terror
¿Pudo prever Clausewitz la guerra nuclear, la Iniciativa de Defensa Estratégica, el vuelo de los predator
sobre Afganistán? Sin duda, no. ¿Pudo prever el huracán
nacionalsocialista que nubló un siglo después de su muerte la mente de
sus compatriotas, o el yihadismo que amenaza con incendiar El Cairo o
Islamabad? La respuesta sería de nuevo negativa. Pero pudo intuir, y de
hecho lo hizo, las dos fuerzas históricas que subyacen a ambos hechos:
La sociedad moderna, con su burocracia y su industrialización creciente; la fuerza de las políticas revolucionarias e ideológicas.
“La guerra no es más que la continuación de la política por otros
medios” encierra algo más que una cita elegante. Buceando en la
política, Clausewitz distingue entre política subjetiva y política
objetiva. Si la primera remite a los objetivos del Jefe de gobierno, la
segunda remite al conjunto social en el que se conciben. La guerra
moderna es la continuación de la sociedad moderna; la leva en masa
la continuación de la Revolución francesa; la guerra de la información
la de la sociedad de internet, Al Jazeera y la CNN. La IV guerra mundial
adquiere el carácter de la sociedad en cuyo seno se desarrolla; global,
tecnológica, hiperinformada. La burocracia hace posible la maquinaría
militar y policial occidental al tiempo que la frena, aliándose con el
terrorista que vuela de un continente a otro organizando atentados sutil
y rápidamente. La tecnología posibilita la búsqueda del terrorista allí
donde se encuentre; pero también juega a favor de éste, que organiza
los crímenes desde la otra punta del globo. Es en esta sociedad donde se
libra la guerra contra el terrorismo, y donde se ganará o se perderá.
Por eso, en segundo lugar, ¿cómo no recordar que Clausewitz es
perfectamente consciente del poder de las pasiones revolucionarias en la
Francia de su cautiverio? Nadie negará el logro clausewitziano de
introducir la moral y las fuerzas morales en el debate estratégico;
pocos recuerdan que el espíritu del pueblo constituye una de las fuentes
de tales fuerzas. Entusiasmo, fervor fanático y fe constituyen el
espíritu del que se nutren los combatientes.
Principio tan válido en el año 1806 como en el 2005. La IV guerra
mundial, como la segunda y la tercera, parece desencadenada en nombre de
una nueva ideología; en 1939 el nacionalsocialismo y el stalinismo
incendiaron el continente; tras la aniquilación del primero, el segundo
se perpetuó durante cincuenta años. Pero al sacrificio en nombre de la
raza y del proletariado sigue hoy el sacrificio en nombre de la gran umma;
pidiéndolo todo, Ben Laden no pide nada (A. Glucksman). Esta ideología
moviliza a los jóvenes musulmanes, en Lavapiés o en Ammán, con el mismo
ímpetu que Clausewitz observó en las calles francesas inflamadas por la
revolución; pero si ésta formaba filas de fusileros frente al otro
ejército, la ideología yihadista lanza terroristas suicidas contra
mujeres y niños.
El paradigma constitucional-pluralista se enfrenta a una ideología
que interpreta este mundo exclusivamente en función de lo trascendente;
imperativo último que parece dejar atrás el imperativo de la lucha
proletaria o la lucha racial. Todo está permitido cuando es Alá quien
exige los sacrificios. La locura política de Al-Qaeda no excluye la
plena racionalidad estratégica; de los fines a los medios, la barbarie
está plenamente justificada desde una concepción política tan absoluta
como necesaria.
Desde el otro lado, las democracias liberales oponen una política
de la debilidad, del apaciguamiento y de la renuncia a un futuro que
parece no importarles demasiado. Desarme moral que amenaza con
convertirse en desarme político y estratégico. El lector informado
llegará a este punto desanimado y pesimista; ¿cómo no observar con
preocupación la despreocupación europea y el desánimo norteamericano?
Europa se revuelve indignada contra el papel norteamericano que ella
misma ha renunciado a representar; como en los peores tiempos de la
guerra fría, los europeos acuden al Tío Sam como niños asustadizos, entre el lloro y el pataleo.
Esta es la política que está en juego en la IV Guerra Mundial, y
que se impone a los gobernantes, en el Eliseo, en La Moncloa o en la
Casa Blanca. Los gobernantes, los jefes de los ejércitos comandan unas
sociedades altamente tecnificadas, burocratizadas y contradictorias;
¿cómo no ser conscientes de que la complejidad de la diplomacia
internacional, de las sociedades occidentales se plasma sobre las arenas
iraquíes tanto como la complejidad étnica, religiosa o política de
Irak? Complejidad en los fines tanto como en los medios y las
circunstancias, que se plasma en la dificultad norteamericana para
solucionar la pacificación iraquí tanto como en la división entre los
antiguos aliados. Por eso, la claridad intelectual y moral parece hoy
una exigencia para los gobernantes occidentales.
La inteligencia y el valor son virtudes que corresponden tanto al
militar sobre el terreno como al gobernante en su despacho; en la obra
de Clausewitz, la responsabilidad del político, en lo alto de la
jerarquía estratégico-política, es la más alta. Inteligencia para
calibrar, en las más diversas circunstancias, las más imprevisibles
consecuencias; valor reflexivo para afrontar las decisiones más
difíciles a los problemas más difíciles, “para que no degenere en
estallidos insensatos de pasión ciega” (VK, III, 6).
La IV Guerra Mundial pone de nuevo en juego las pasiones del
pueblo, el valor y la inteligencia del ejército, la capacidad de los
gobiernos de hacer frente a la amenaza. Desde el otro lado, Al-Qaeda
hace los deberes; inflama pasiones, prepara guerrilleros y terroristas,
infiltra a los suyos en gobiernos y organizaciones. Ventaja indudable
sobre un occidente que se dedica a unas cuestiones semánticas que no
dejan de ser necesarias.
Conclusión; la guerra es un camaleón
¿Es la IV Guerra Mundial realmente una guerra? Si seguimos a
Clausewitz, la guerra es un camaleón (VK, I, 1, §28), en cada caso
adquiere unas características diferentes, y en cada guerra formas
distintas. El intento clausewitziano es filosófico más que estratégico:
busca la esencia de la guerra, su naturaleza; ésta no es otra que el uso
de la violencia, el objetivo de la fuerza, la voluntad última del duelista.
Toda guerra es un acto de fuerza para doblegar al adversario. A partir
de ahí, la guerra es un camaleón; adquiere formas distintas, según
múltiples factores; el tiempo, el espacio, los imprevistos.
Y los actores nacionales. Pero la guerra entre Estados no pertenece a la esencia de la naturaleza de la guerra,
que es lo que realmente interesa al prusiano. El lector lo encontrará
en su análisis en un momento posterior. Eso no significa que el militar
prusiano, director de la Escuela de Guerra de Berlín y combatiente en
Jena, no piense la guerra en términos estatales y nacionales; no podía
ser de otra forma, de la misma manera que Aristóteles no pudo pensar la
política más que encarnada en la polis. Sin embargo, si
Clausewitz ha sido válido alguna vez, lo seguirá siendo tanto ahora como
en 1831. Incluso es posible que, en la IV Guerra Mundial, sea no sólo
válido, sino imprescindible.
Pasiones, libre actividad del Jefe militar, conocimiento político
constituyen los tres aspectos bajo las que aún hoy se diferencian las
guerras: En la era de la propaganda y los mass-media, las pasiones
alcanzan un valor incuestionable; en la era del terrorismo aquí y allí,
responsables militares y policiales urgen, más que nunca, valor e
inteligencia. Cualidades que, en la mente del gobernante político, se
suman a la responsabilidad de tomar decisiones en una era oscura.
Clausewitz no pudo pensar el 14M, la telefonía móvil, el secuestro de
aviones, la hegemonía de la República Imperial, o la Constitución
Europea. Pero proporcionó los elementos presentes en toda guerra,
pasada, presente y futura, incluida la IV Guerra Mundial. El odio parece
hoy incuestionable; la dificultad del arte de la guerra evidente; la
necesidad de un entendimiento político profundo y responsable urgente.
Por encima de todo ello, la guerra, aún hoy sigue siendo lo que
siempre ha sido, desde la època de las hordas barbaras a la era de la
inteligencia artificial; un choque de voluntades que busca doblegar al
adversario. La RMA y la red terrorista no cambia una naturaleza eterna;
“La invención de la pólvora y el constante perfeccionamiento de las
armas de fuego bastan por si mismas para demostrar que el avance de la
civilización no ha logrado alterar ni desviar la tendencia a destruir al
enemigo, que es el núcleo de la idea misma de guerra”.(VK, I, 1, § 3)
Desde los ingenieros degollados en directo en Bagdag al pánico en las ciudades europeas o norteamericanas, Al-Qaeda muestra la violencia en su estado más puro;
los escombros de la zona cero y los hierros retorcidos de Atocha se
acercan al acto puro de la violencia, al golpe directo, brutal,
destinado a doblegar al adversario. Por eso la segunda pregunta nos
muestra directamente su respuesta; ¿acaso no resulta evidente que el
yihadismo trata de imponer su voluntad a las sociedades occidentales?
Abandonando a su suerte a los iraquíes, Al-Qaeda se felicita de la
victoria de marzo de 2004; tal victoria no es sino un paso más en la
construcción del Gran Islam, desde Yakarta a Córdoba; la voluntad política, ideológica o teológica
de las redes yihadistas resulta evidente para todo aquel que se asome a
sus documentos. La IV Guerra Mundial parece así una guerra en estricto
sentido clausewitziano; ¿Acaso no es evidente que las soflamas y las
carnicerías yihadistas son actos de fuerza destinados a doblegar la voluntad de occidente?
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