Guatemala: ¿Sandra + Baldizón?
Por Estuardo Zapeta
“Selecciona bien a tus enemigos, no vaya a ser que terminen siendo tus aliados,” y “escoge bien a tus aliados, no vaya a ser que terminen siendo tus enemigos”. Esa parece ser la sentencia en la cual se encuentran ambos competidores en “segunda vuelta” para la presidencia en Guatemala.
Pero el caso del candidato Baldizón parece ser el más interesante, primero por una cuasi alianza ya proyectada para “segunda vuelta” con la ex candidata del oficialismo, Sandra Torres, y, segundo, por la extraña alianza lograda en el “con-grueso” con partidos como la UNE, la Gana, el Pan y la UCN de Alfonso Portillo.
Esos dos hechos hacen que la ciudadanía levante las pestañas y muestre un gran signo de interrogación en la cara, al mismo tiempo que la memoria nos regresa de sopapo a aquellos años de “trincas infernales”.
Parece que la “alianza” de Baldizón en el Congreso fue forzada a partir de la poca cantidad de alcaldes con los que su partido cuenta, y la ilusión que produce una buena cantidad de “diputados” tanto vigentes como electos y reelectos.
Ese número de diputados pueden ser una ilusión óptica.
Pero el caso que más cuestiona la ciudadanía es la posible alianza de Baldizón con Sandra. El voto “anti-sandrista” sigue siendo fuerte, y no parecería extraño que sea el Otto quien capitalice ese sentimiento.
La duda de los votantes podría ir más o menos en la siguiente línea: “Si Sandra apoya a Baldizón, y, digamos, él gana la Presidencia, entonces sería Sandra quien seguiría gobernando por cuatro años más por medio de él. Si lo hizo por medio de Colom, nada le impide hacerlo por medio de su paisano y ex colega de partido”.
La capacidad de Sandra para mutar y destronar está ya comprobada; si no me cree, pues sólo basta con ver el “divorcio por amor” para considerar los atrevimientos de este personaje autodefinido como “madre soltera con cuatro hijos”.
Por su parte Baldizón, sí necesita de Sandra; no ella a él, de la misma manera que Colom sin ella no es nadie. Entonces, lo más probable es que ella y él sean fuertes oponentes en las siguientes elecciones, y si miro “la cosa” desde el punto de vista estratégico, lo lógico sería para ella destronar a Baldizón desde ahorita, con algún presunto “apoyo”, para quitárselo del camino de una vez (Como otrora lo hiciera la Nineth con la Rigoberta al haberla lanzado a la candidatura presidencial, y se la quitó de una vez del camino).
Los “líderes” están mal asesorados, y los “gringos” que trajeron no conocen las finuras ni el “logrolin” en estos trópicos mortales, y cobran un ojo de la cara.
Así que el dilema es para el mismo Baldizón, ya que Sandra está en la posición ideal. Él necesita de ella, ella puede acercase a él pero para “co-gobernar” de llegar a ganar, o para “estrakiárselo” de una vez como fuerte contendiente en las siguientes elecciones.
En cualquier escenario, ella gana, él pierde, y Otto se lleva el voto. A Baldizón, entonces, le convienen “aliados” menos costosos y menos peligrosos.
En la lucha contra el terrorismo, el gobierno parece siempre concentrarse en las cosas equivocadas
El 10º aniversario del 11 de septiembre ilustra claramente la extendida utilización de los horribles ataques para obtener rédito político. La primera promesa que hizo Barack Obama como presidente fue la de cerrar la contaminada por la tortura prisión de Guantánamo. Aunque este podría haber sido un paso significativo hacia el abandono del comportamiento ilegal de la administración de George W. Bush, Obama lo ha convertido en un acto meramente simbólico—e incluso éste ha sido obstaculizado por el Congreso al bloquear la transferencia de los prisioneros desde Guantánamo para que sean juzgados por tribunales civiles en el continente.
Guantánamo no es más que una prisión que simboliza la entrega por parte de los EE.UU. de sospechosos de terrorismo a prisiones en el extranjero, manteniéndolos indefinidamente sin juicio y los derechos de los que gozan los detenidos, torturándolos, y luego juzgándolos por ante tribunales militares irregulares que no cumplen con los estándares estadounidenses o internacionales de justicia. Incluso en el mejor de los casos de que el Congreso permita a Obama cerrar Guantánamo, estas políticas horrendas continuarán o seguirán teniendo el potencial para continuar.
Aunque Obama terminó con la tortura estadounidense, en casos especiales, la CIA puede entregar prisioneros—es decir, transferirlos a países que los torturen—a fin de que los Estados Unidos puedan mantener sus manos limpias. Además, pocos días antes del 10º aniversario del 11/09, John Brennan, el principal asesor de Obama en la lucha contra el terrorismo, replicó al Congreso y dijo que ningún nuevo recluso será trasladado a Guantánamo, pero que podrían ser puestos bajo custodia militar y llevados a los Estados Unidos para ser juzgados por un tribunal militar. Además, la administración parece estar de acuerdo con la detención sin juicio de sospechosos de terrorismo indefinidamente, si hay pruebas insuficientes para juzgarlos en una corte civil o un tribunal militar—lo que sigue siendo una violación del antiguo derecho de habeas corpus. También, para eludir el envío de detenidos a Guantánamo—y por lo tanto evitar ser bloqueados para trasladarlos a los tribunales civiles—la administración recientemente interrogó a Ahmed Warsame, un líder de al-Qaeda en la Península Arábiga, durante dos meses a bordo de un buque de la Marina de los EE.UU. antes de enviarlo a Nueva York para un juicio civil. Creo que permanecer sin los derechos de los detenidos durante dos meses es mejor que carecer de ellos por tiempo indefinido, algo que muchos sospechosos de terrorismo aun tienen que enfrentar. Por lo tanto, simplemente cerrar Guantánamo pero continuar con la detención prolongada o indefinida sin juicio, la entrega a terceros, la posible tortura, y los tribunales militares irregulares en otras partes no es una mejora tan grandiosa, pero es un hueso que Obama puede arrojar a la izquierda sin ser llamado “blando con el terrorismo”.
En el frente de la seguridad nacional, el gobierno también pretende hacer algo para tranquilizar a un público aún nervioso. El gobierno pasó a una alerta elevada en el 10º aniversario, con policías pululando por todas partes en el centro de Washington, DC, y otras ciudades. Sin embargo, varios días antes, Brennan indicó correctamente que al-Qaeda por lo general ataca cuando se encuentra operativamente preparada, no en los aniversarios importantes.
Janet Napolitano, la Secretaria de Seguridad Interior de Obama, sostuvo recientemente que, “Estamos avanzando hacia un enfoque de inteligencia basado en el riesgo de cómo revisamos [a los pasajeros que realizar vuelos]”. Después de 10 años, el gobierno se encuentra ahora sólo “avanzando” al utilizar un enfoque tan obvio. Lo que no se dice es que el enfoque que el gobierno usó antes (y que en verdad sigue utilizando) es el de poner en marcha medidas de seguridad de alta visibilidad que hacen más para disipar los temores del público que para frustrar a los terroristas—por ejemplo, el requisito de que los pasajeros se quiten los zapatos cuando atraviesan la línea de detección. Napolitano opinó que “la solución para muchos si no todos estos inconvenientes es una mejor y mejor tecnología”. No, señora Napolitano, la solución no es crear estúpidos procedimientos de seguridad que agobian a los ciudadanos mientras resuelven únicamente una amenaza de bajo nivel. Ella también arremetió contra el hecho de exceptuar a los niños y ancianos de las requisas, ya que los malhechores podrían aprovechar estas brechas en la seguridad. Pero al tratar de alcanzar el riesgo cero—que es lo que el Gobierno sólo pretende hacer—las absurdidades se acumulan porque se añaden procedimientos que rara vez son reevaluados.
Frances Townsend, asesora de seguridad nacional en la administración Bush, admitió: “Cuando implementamos la prohibición de las 3 onzas (88.72 centímetros cúbicos) de líquido en el verano de 2006, ¿pensé que sería algo para siempre? No. Tiene que ver con la complacencia y la pereza de la burocracia”. Dada la admisión de Townsend, ¿no deberíamos preguntarnos además qué valor hubiese tenido una prohibición temporal sobre los envases de líquidos mayores de tres onzas?
La moraleja de esta historia es que el gobierno rara vez hace bien las cosas en la lucha contra el terrorismo. Pero dada esta lamentable trayectoria, ¿por qué los estadounidenses siguen teniendo tanta confianza en las medidas de seguridad y justicia del gobierno adoptadas para la lucha contra los terroristas?
Ivan Eland es Asociado Senior y Director del Centro Para la Paz y la Libertad en The Independent Institute en Oakland, California, y autor de los libros Recarving Rushmore: Ranking the Presidents on Peace, Prosperity, and Liberty, The Empire Has No Clothes, y Putting “Defense” Back into U.S. Defense Policy.
Keynesianismo: Teoría y práctica
por Gabriela Calderón de Burgos
Gabriela Calderón es editora de ElCato.org, investigadora del Cato Institute y columnista de El Universo (Ecuador).
Guayaquil, Ecuador— En 2009 el congreso estadounidense aprobó la Ley de Recuperación y Reinversión de EE.UU. (ARRA), conocida popularmente como el paquete de estímulo fiscal. Este “estímulo” consistía de $787.000 millones de gasto público. Unos estudios de los economistas Garrett Jones y Daniel Rothschild, recientemente publicados por el Mercatus Center, han analizado lo que ocurre cuando se lleva el keynesianismo de la teoría a la práctica.1
Según la teoría de la administración de Obama este programa “crearía o salvaría” 3,5 millones de empleos durante los próximos 2 años y evitaría que la tasa de desempleo se ubique por encima de 8,5%. De hecho, dijeron que con ARRA el desempleo disminuiría a 7,25% para fines de 2010. No obstante, el desempleo se ha mantenido en 9% o más con la excepción de 2 meses durante el periodo febrero 2009-agosto 2011.2
La teoría de los keynesianos nos dice que el gasto público durante una recesión puede tener un “efecto multiplicador”, por el cual un dólar de gasto público aumenta rápidamente el tamaño de la economía en un dólar o más. La teoría neoclásica nos dice que los empleos simplemente son transferidos del sector privado al sector público de manera que no hay creación neta de empleos. Jones y Rothschild aseveran que aunque ninguna de estas dos caricaturas es completamente cierta, si hay una que se aproxima más a la realidad.
Los investigadores entrevistaron a administradores y empleados de cientos de empresas, instituciones sin fines de lucro y gobiernos locales que recibieron fondos de ARRA. Su estudio concluye: “Contratar no es lo mismo que crear empleos netos. En nuestra encuesta, solamente 42,1 por ciento de los trabajadores contratados por organizaciones que recibieron fondos ARRA después del 31 de enero de 2009, estaban desempleados en el momento en que fueron contratados. Más de ellos fueron contratados directamente de otras organizaciones (47,3 por ciento de los trabajadores post-ARRA), mientras que una pequeña porción estaban estudiando (6,5%) o no formaban parte de la fuerza laboral (4,1%)”.
Como en varios casos los empleos financiados con fondos de ARRA pagarían salarios más altos, muchos trabajadores abandonaron posiciones en el sector privado para pasar a formar parte del público. Por ejemplo, un contratista público empleó a un vicepresidente de un banco privado y a un administrador de una tienda de ventas al público.
En otras ocasiones la presión del gobierno federal de que el gasto se realice rápidamente resultó en casos ridículos como aquel de las baldosas pequeñas. Un contratista público que instalaba baldosas en edificios públicos dijo que había planeado colocar baldosas tradicionales de cuatro pulgadas, pero la agencia del gobierno que lo contrató requirió que utilice baldosas más pequeñas y con una combinación más complicada de colores. El contratista advirtió que esto incrementaría sus costos –solamente en mano de obra en un 50%. Pero de esta manera el dinero de ARRA se gastaría más rápido.
En la mayoría de los casos el estímulo transfirió empleos de una organización a otra en lugar de resultar en una creación neta de empleos y no derivó en el uso eficiente de los recursos. En vez incrementar el gasto público, la economía hubiese estado mejor si el gobierno hubiese mejorado los incentivos para que las personas inviertan más, creando empleos netos nuevos y optimizando la asignación de los recursos.
El Salvador: Ya no tenemos reyes
por Manuel Hinds
Manuel Hinds es ex Ministro de Finanzas de El Salvador y co-autor de Money, Markets and Sovereignty (Yale University Press, 2009).
Hay dos maneras de ver los impuestos. Una los ve como pagos que los ciudadanos tienen que hacer al gobierno, independientemente de lo que éste haga con el dinero. La otra los ve como el pago que la sociedad hace a su sirviente, el gobierno, para que le provea ciertos servicios que privadamente no se pueden conseguir. Estas dos maneras de ver los impuestos evidencian dos visiones totalmente opuestas del estado. En la primera, el estado tiene derechos propios, que sobrepasan cualesquiera que puedan tener los ciudadanos. En la segunda, los únicos que tienen derechos son los seres humanos, los ciudadanos, y lo que el estado hace no lo hace por tener derechos sino por la autoridad que los ciudadanos le han otorgado.
De eso se trató la independencia. Antes del 15 de septiembre de 1821, nosotros no teníamos derechos. Todos los tenía la monarquía absoluta española. La protección a la vida y a la propiedad, y a las escasas libertades que teníamos, las teníamos por gracia del Rey, no por ser derechos humanos inalienables. Si el Rey decidía ponernos más impuestos, nuestra actitud debía ser la de agradecer que no nos ponía más, ya que, por derecho divino certificado por la Iglesia Católica, el Rey era el dueño de todos los derechos y nosotros no teníamos ninguno. Los movimientos de independencia en todas las Américas se rebelaron no sólo contra la dominación de una potencia extranjera sino, fundamentalmente, contra esa concepción del estado absolutista, dueño de todos los derechos y poderes. El objeto crear un estado con una autoridad limitada que sólo se justifica en función de los servicios que va a prestar a la sociedad.
Los dos siglos que han pasado desde entonces han visto una lucha continua para volver realidad estos principios. El proceso se aceleró con el fin de la guerra de los ochentas, cuando las instituciones democráticas comenzaron a funcionar y se volvió impensable la toma del poder por medios diferentes a las elecciones libres. La libertad de prensa floreció en donde había dominado la represión, y las fundaciones de un estado de derecho se fueron volviendo más firmes.
Pero este proceso ha traído nuevos retos. El peligro planteado por facciones que quieren perpetuarse en el poder no ha desaparecido, sino que ha cambiado de forma. Antes, el peligro estaba encarnado en oficiales militares que podía usar el ejército para instalarse, ellos o sus compañeros, para siempre en el gobierno. Ahora el peligro ha tomado la forma de grupos que pueden usar el poder económico del estado para lograr los mismos propósitos. En vez de un ejército, su arma principal es la manipulación de un gasto público cada vez mayor para volverse populares, usando el viejo principio populista de darle pan y circo a la gente para que acepten cualquier tiranía.
Para lograr sus objetivos, estos grupos desearían regresar a la vieja concepción del poder absoluto del estado, y a su derecho de poner los impuestos que le den la gana sin tener que justificarlos con servicios brindados a la sociedad. Es con esta arcaica concepción del estado que el gobierno actual pretende forzar el aumento de los impuestos, arguyendo que el gobierno salvadoreño recibe menos impuestos que otros gobiernos —como si el presidente Mauricio Funes fuera el Rey, tuviera derecho de que sus súbditos le den todo el dinero que desee y se quejara de que le están dando menos que a los reyes vecinos.
Es hora que todos, y el gobierno en particular, nos demos cuenta de que fue en contra de esto que nos independizamos, que ya no tenemos reyes absolutos (ni de otros tipos), y que si el gobierno quiere aumentar los impuestos primero tiene que entregar los servicios que debería estar rindiendo con los impuestos actuales —y dar cuentas claras de cómo se ha usado ese dinero.
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