viernes, febrero 29, 2008

EL LEGADO KEYNESIANO EN EL LARGO PLAZO PDF Imprimir E-Mail
por Charles Philbrook * -

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A qué economista no le gusta citar esta frase que los hechos han terminado por deslustrar: “En el largo plazo, todos estamos muertos”. En la mayoría de los casos, sin embargo —y como es de esperarse—, no están al tanto del contexto en el cual ésta se da.
Todo parece indicar que el primer barón Keynes de Tilton la usó por primera vez en su libro “A Tract on Monetary Reform” [1923] para defender la intervención estatal en la lucha contra la inflación. Y luego, años después, ya por los treinta (esta vez en plena Depresión), para justificar un creciente endeudamiento público. Un periodista acucioso, en una conferencia de prensa en la cual el economista argüía lo importante de un mayor gasto público —con el ánimo de sostener la demanda—, preguntó sobre las consecuencias futuras de semejante política, y Keynes no dudó un instante en lanzar la frase a la posteridad. En otras palabras (dio a entender), a quién le importa; que sean las futuras generaciones las que busquen la solución a estos problemas.

Todos los excesos especulativos de los que los acólitos del keynesianismo buscan culpar a los mercados, tienen sus orígenes en la naturaleza termófila del gasto público (desde mediados de los setenta) y en la política monetaria expansiva de los bancos centrales, la cual con el tiempo sólo ha llevado a institucionalizar un malsano déficit entre el ahorro y la inversión. Esto es lo que sabemos sobre el gasto de todos los gobiernos en relación al total de ingresos mundiales: que en los últimos veinticinco años se disparó de un 20% a un 60% [“Mapping the Global Capital Market”, McKinsey Global Institute, 2006]. Y esto es lo que sabemos con respecto a la liquidez global, medida en función a la base monetaria de los Estados Unidos y a las reservas internacionales de todos los bancos centrales: que en los últimos veinticinco años ha crecido, en promedio, a una tasa anual de 9%; es decir, tres veces más rápido que el PBI mundial, calculado en función a la paridad del poder adquisitivo [“World Economic Outlook”, IMF, April 2007].

A lo dicho, dos observaciones: por un lado, si el gasto público crece mucho más rápido que la economía global en su conjunto (de la cual se obtienen los ingresos fiscales), y el consumo privado crece a la misma velocidad, es decir, el gasto público no lo desplaza, ¿de dónde sale esa mayor capacidad de gasto? Y por otro lado, ¿por qué no cae la inversión? No cae la inversión, no disminuye el gasto público y éste no desplaza al consumo privado porque los bancos centrales se encargan de que así no sean las cosas. Al tener el monopolio de la base monetaria y de la tasa referencial en la economía tienen la prerrogativa de convertir una producción futura en un consumo presente. Más aún: la política monetaria hace de puente inter temporal entre uno y otro y, claro, cuando el consumo presente supera largamente la producción futura, la crisis financiera —eventualmente— se materializa. Eso es lo que estamos viviendo; y eso es lo que buscan atribuirle al ‘libre mercado’. El ciclo económico, en buena cuenta, no es otra cosa que una sobre producción por encima del crecimiento potencial de la economía, que luego se purga del sistema con una recesión. La Reserva Federal, al haber declarado ilegales las recesiones, lo único que ha conseguido es magnificar todos los excesos del ayer.

La rúbrica del sistema de precios

Cada vez que un banco central sube y baja la tasa de interés referencial provoca ruidos económicos que reverberan en todo el sistema. Al ser esta tasa el precio de la variable más importante en la economía, cabe preguntarse, ¿no es mejor, acaso, que sea un planificador central, y no el mercado, el que se encargue de fijar este precio?

Una de las historias más hermosas y de lo más didácticas del papel que juega el sistema de precios en la producción de un bien equis, la da este ensayo de Leonard E. Read, “I, Pencil”, que aparece por primera vez en la edición de diciembre de 1958 de la revista The Freeman. Es la historia de un lápiz cualquiera y empieza con esta soberbia afirmación: “No hay una sola persona sobre la faz de la tierra que sepa cómo fabricarme”. Para empezar, el árbol del cual sale la madera de la cual se hace el lápiz tiene que ser cortado y transportado en camiones. Cientos, sino miles, intervienen en la producción de las sierras y en el ensamblaje de los camiones que se usan en la conversión del árbol en listones de madera. A la madera, una vez que ya tiene la forma de un lápiz, se le aplican seis capas de laca en base a aceite de ricino. La varilla delgada en forma cilíndrica, que es con la que se escribe, está hecha de grafito y arcilla, los cuales se mezclan con hidróxido de amonio en el proceso de refinación. La parte de metal, en la cual se fija el borrador, es una aleación de zinc y cobre —y huelga decir que miles participaron en la etapa de prospección, exploración, extracción y transporte de estos minerales—. Finalmente, el borrador es una reacción química producto de la combinación de la semilla de aceite de colza y el cloruro de azufre. “Después de todo lo dicho”, termina diciendo el lápiz, “¿alguno de ustedes cree que exista alguien que sepa cómo fabricarme?” Y si no existe nadie capaz de producir algo tan simple (podríamos agregar), ¿cómo hacemos para llegar a dar forma a cosas muchísimo más complejas? Por decir, ¿una computadora, un automóvil, un transbordador espacial?

Lo que esta historia busca transmitir es cómo el intercambio voluntario permite que miles de personas que no se conocen cooperen entre sí. Y el mecanismo que permite que lo hagan es, precisamente, el sistema de precios. Son tres las funciones interrelacionadas que este sistema cumple: un aumento sólo en el precio del lápiz, y no de los insumos, le dice al empresario que produzca más; si son los insumos y no el lápiz lo que sube, eso lo obliga a buscar métodos de producción más eficientes. Y si produce más y es más eficiente, pues una mayor distribución del ingreso se llevará.

Una y otra vez, cada vez que se ha buscado interferir con este sistema, ya sea para hacerlo ‘más justo’ o más eficiente o menos ‘salvaje’, lo único que se ha conseguido es romper ese mecanismo de transmisión de información. O empiezan a escasear los bienes (como pasa en Venezuela con los bolivarianísimos productos de primera necesidad) o se produce en exceso (como pasa en los Estados Unidos con las casas, los automóviles, muchos bienes durables y una serie de productos financieros).

Por lo tanto, son dos los caminos que se le presentan al gobernante “informado”. Puede optar por la planificación central del precio de tal o cual producto, y vivir con las consecuencias; o puede optar por la no intervención del Estado en la economía, y beneficiarse de sus frutos. Lo que no puede hacer es elegir la intervención en la economía y luego culpar al mercado de las consecuencias. Si lo hace, se convierte en esclavo de Guntha Kipte, quien decía que en todas las cosas siempre hay tres opciones: el sí, el no y la abstención. Excepto en ésta: uno escoge la verdad o se engaña a sí mismo. Al final, siempre son dos los caminos.

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