No debemos obligar a pagar por los errores de los especuladores a quienes pagan impuestos, entre los cuales hay gente que vive de alquiler o que no ha hecho ninguna locura intentando hacerse rico.
La Cámara de Representantes de Estados Unidos aprobó recientemente dos proyectos legislativos para reanimar el mercado inmobiliario e hipotecario. Proliferan las críticas a las malas decisiones de prestamistas y bancos, que comparten la culpa de la crisis del mercado financiero. Las normas para conceder créditos se relajaron o, incluso, se abandonaron, creando una demanda exagerada de compradores de viviendas, lo que disparó los precios. Y tanto los inversores como los constructores pensaron que el auge inmobiliario continuaría para siempre, pero la burbuja explotó y ahora las pérdidas son impresionantes.
Sin embargo, de lo que muchos en Washington no se han dado cuenta es de que la intervención gubernamental es la causa de la actual crisis económica: los tipos de interés artificialmente bajos fijados por la Reserva Federal alimentó un crédito fácil que fomentó un voraz apetito por los préstamos, mientras las decisiones de compra y de crédito se basaban en condiciones de mercado irresponsablemente manipuladas por el Gobierno.
Pero un componente clave de toda administración financiera privada es detectar situaciones económicas insostenibles o falsificadas, procediendo a ajustar los riesgos asumidos. Muchos bancos no lo hicieron y ahora pretenden que los contribuyentes les resuelvan sus problemas con sus impuestos. Eso es totalmente injusto, pero el Congreso está esforzándose por complacerlos.
Los dos proyectos que se discuten en el Congreso combaten la crisis de manera equivocada, tratando de tapar todo con rescates del Gobierno y una mayor intervención. Una de las propuestas aboga por dedicar hasta 300.000 millones de dólares para refinanciar las hipotecas de viviendas que corren riesgo de ser embargadas. Otros 15.000 millones de dólares serían concedidos a autoridades locales para que sean empleados en la compra y renovación de viviendas embargadas para revenderlas o alquilarlas. Felizmente, el presidente Bush ha prometido vetar esas leyes. No es ni fiscal ni moralmente deseable socializar de esa manera las pérdidas de empresas e inversores privados.
La verdadera solución es que el Gobierno se deje de intentar gestionar la economía hasta el más mínimo detalle y permita que el mercado se ajuste, por muy doloroso que resulte para algunos. No debemos obligar a pagar por los errores de los especuladores a quienes pagan impuestos, entre los cuales hay gente que vive de alquiler o que no ha hecho ninguna locura intentando hacerse rico. Es una idea espantosa tratar de extender y profundizar aún más esta crisis financiera. Socializar las pérdidas produciría consecuencias no previstas que le darían nuevas excusas al Gobierno para aumentar su intervención.
Así crecen los gobiernos, alegando que están corrigiendo errores previamente cometidos, mientras castigan constantemente a los contribuyentes. El mercado necesita disponer de la oportunidad de corregirse a sí mismo y el Congreso debe evitar empeorar la situación, aparentando que realiza un rescate.
Las emociones al poder
El problema no es que la oferta y la demanda sean una explicación complicada. El problema es que no constituyen una explicación emocionalmente satisfactoria. Para que lo sea necesitaría de melodrama, de héroes y de villanos.
Algunos piensan que la razón por la que la opinión pública entiende mal tantos asuntos es que éstos son demasiado "complejos" para la mayor parte de los votantes. ¿Es eso cierto?
Si así fuera, la razón por la que los altos precios de la gasolina han provocado tanto alboroto en los medios y en la política es que resulta muy complicado entender los motivos por los que esto sucede. Pero ¿acaso es tan difícil de entender es el hecho de que China y la India, dos países en rápido desarrollo económico con una población ocho veces mayor que la de Estados Unidos, están incrementando la demanda mundial de petróleo?
El problema no es que la oferta y la demanda sean una explicación complicada. El problema es que no constituyen una explicación emocionalmente satisfactoria. Para que lo sea necesitaría de melodrama, de héroes y de villanos.
Está claro que muchas personas prefieren culpar al presidente Bush. Otras se inclinan por echarle la culpa a las compañías petrolíferas, que desde hace tiempo vienen siendo los malos favoritos de la izquierda. Los políticos entienden el juedo, de modo que convocan con cierta frecuencia a los directivos de estas empresas ante comités del Congreso para que así la televisión pueda emitir sus denuncias por la "avaricia" de estas compañías y sus exigencias de una investigación federal que "llegue al fondo de este asunto".
Esto sí que resulta emocionalmente satisfactorio, lo cual es la razón por la que se hace. Para cuando la última investigación federal concluya sin descubrir nada que pruebe las fechorías que se supone son la causa del elevado precio de la gasolina, la atención de la mayor parte de la opinión pública estará en otra parte. Los periódicos que publicaron las primeras acusaciones incendiarias con grandes titulares de portada llevarán la noticia de que las investigaciones finalizaron sin ningún hallazgo como faldón en alguna página par.
Es lo que ha pasado al menos una docena de veces a lo largo de las últimas décadas. De modo que es probable que suceda de nuevo.
¿Y qué hay de esos beneficios "obscenos" de las petroleras de los que tanto oímos hablar? Un economista se preguntará: "¿Obscenos comparados con qué?" ¿Con las inversiones realizadas? ¿Con las que hacen falta para realizar prospecciones, extraer y refinar nuevas reservas petrolíferas? Plantear preguntas como estas es uno de los principales motivos de que los economistas nunca hayan sido demasiado populares, porque frustran los deseos de la gente de explicaciones emocionalmente satisfactorias.
Si la "avaricia empresarial" es la explicación del alto precio de la gasolina, ¿por qué los impuestos que recauda el Estado no son una señal aún mayor de "avaricia" de los políticos? Al fin y al cabo, estos tributos contribuyen más al precio de la gasolina que el margen de beneficios de las compañías petrolíferas.
Cualesquiera que sean los méritos o deméritos de la propuesta de John McCain de suspender temporalmente los impuestos federales a la gasolina, lo que seguramente conseguiría es que los precios bajaran más que mediante la confiscación de los beneficios de las petroleras. Pero no resultaría tan emocionalmente satisfactoria.
Está claro que el senador Barack Obama es quien mejor comprende las necesidades emocionales de la gente y por eso pretende subir los impuestos a las compañías petrolíferas. El que esto haga que dispongamos de más gasolina o que su precio baje es un problema que los economistas deben arreglar. El trabajo de un político es obtener más votos y la manera más eficaz de conseguirlo es convertirse en el héroe que nos salva de los villanos.
Todos hemos escuchado alguna vez aquello del "séptimo de caballería al rescate". ¿Pero alguna vez ha oído hablar de los economistas al rescate? Mientras que estos hablan de la oferta y la demanda, los políticos hablan de compasión, "cambio" y de estar del lado de los ángeles del cielo, al mismo tiempo que se oponen a otorgar permisos para nuevas prospecciones petrolíferas, como llevan haciendo desde hace años. ¿Algún economista ha atraído alguna vez el tipo de multitudes entusiastas que convoca Barack Obama, o al menos las más reducidas audiencias de Hillary Clinton o John McCain?
Si usted quiere reunir masas enfervorizadas, no se moleste en estudiar Económicas, que sólo le hará pasar desapercibido. Dígale a la gente lo que desea escuchar, que no es nada sobre la oferta y la demanda. No es que sean demasiado complejas. Simplemente no son emocionalmente satisfactorias.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario