Eficiencia económica
por Peter Van Doren
Peter Van Doren es Editor, Revista Regulation del Cato Institute.
No hay necesidad de buscar en las oscuras profundidades de la sociología o psicología para explicar por qué los estadounidenses son menos entusiastas que los europeos acerca de la eficiencia energética y de la conservación. Los precios energéticos son más altos en el extranjero que en EE.UU., lo cual conduce naturalmente a más demanda en el mercado, y en la política, de productos y servicios eficientes en el uso de energía.
Los estadounidenses valoran adecuadamente tanto la eficiencia económica como la libertad. En la mayoría de los casos estos dos valores son bien servidos por mercados en los cuales los individuos son libres de escoger qué productos compran y cómo estos son usados. Sólo cuando los precios dejan de reflejar el costo total de un bien o servicio es que la libertad y la eficiencia entran en conflicto.
Algunos argumentan que los consumidores intercambian de manera incorrecta altos costos iniciales de producción por bajos costos de operación, y que los estándares simplemente reflejan el resultado que los consumidores elegirían si ellos entendiesen cuánto dinero ahorrarían comprando este o ese aparato ahorrador de energía. Pero si “mejores trampas” ahorran dinero a los consumidores en un tiempo razonable, entonces los fabricantes seguramente tienen los incentivos para publicitar este hecho y aumentar sus ventas.
Por otra parte, la aseveración de que los consumidores como grupo actúan irracionalmente incluso cuando las señales precisas de precio están en juego es simplemente una variación del argumento más general de que los burócratas pueden asignar los recursos más eficientemente que los actores del mercado. Sabemos que, en general, eso no es cierto, entonces es adecuado el escepticismo en este caso.
Otros argumentan que los precios del agua y de la electricidad son demasiado bajos porque no reflejan los costos totales de producción, especialmente los costos asociados con los daños ambientales. Los estándares por lo tanto reflejan los tipos de productos que los consumidores comprarían si los precios fuesen más altos como para reflejar esos costos.
El argumento es convincente pero exagerado. Según estimaciones recientes, los economistas sugieren que los precios de la electricidad tendrían que aumentar 1,4 centavos por kilovatio-hora desde su precio actual de 9,1 centavos por kilovatio-hora para incluir los daños ambientales. Eso no es suficiente para que valga la pena, desde un punto de vista económico, comprar muchos de los electrodomésticos y focos ahorradores de energía, adorados por los potenciales reguladores.
No obstante, la mejor manera de abordar este problema —si eso es lo que vamos a hacer— es simplemente aumentar los precios de la electricidad mediante algún tipo de impuesto para conseguir los precios “correctos” y luego dejar que los actores del mercado decidan cómo reaccionar de la manera más eficiente. Los estándares para los electrodomésticos son menos efectivos porque afectan solamente a un segmento de los consumidores de electricidad. Además, al reducir los costos de operación de los electrodomésticos, los estándares de hecho inducen un mayor consumo de electricidad comparado con un escenario con precios más altos.
Puede que valga la pena para algunos (o para muchos) la conservación y ellos son libres de comprar productos que reflejen eso. Pero la coerción estatal no debería ser utilizada para imponer este objetivo a otros. Los precios que reflejan los costos proveen suficientes incentivos.
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