domingo, julio 03, 2011

Chávez y la inesperada metáfora

Crónicas americanas

Chávez y la inesperada metáfora

Gina Montaner

&quote&quoteHugo Chávez ha estrenado el gesto arrugado que infunde el miedo a la muerte. Una nueva mueca que lo confina a dar la batalla por su salvación. Es la oportunidad de que los venezolanos recuperen la vida.

Hugo Chávez apareció en la televisión venezolana con el semblante pálido y desencajado. Ya no era el machazo vociferante, enamorado de su palabrería y retando a los enemigos con expresiones soeces. Con la voz quebrada, no lanzó un encendido "Patria o muerte, venceremos". Y es que no era apropiado convocar a la de la guadaña, sino mantenerla lejos y espantar el olor a ceniza de la enfermedad que acecha. Con la boca encogida, el gobernante venezolano por fin escupió la verdad de un secreto que no se podía sostener por más tiempo: tiene cáncer y está recibiendo tratamiento para combatir el avance de las células malignas.

Por una vez desde que llegara al poder en 1998, fue escueto y se comportó como todo hijo de vecino cuando se enfrenta a un revés de este calibre. Frente a millones de televidentes, Chávez aceptó humildemente su mortalidad. De sopetón, la irrupción de un padecimiento cuyo alcance continuamos ignorando, lo ha obligado a abandonar sus maneras de chulo de barrio. El gesto trémulo no podía ocultar el temor que produce saberse con fecha de caducidad. Ni asomo del sujeto candanguero en los infinitos Aló Presidente dominicales aderezados con corridos mexicanos. Su comparencia en La Habana era un Réquiem acompañado de violoncello.

Lástima que todo este tiempo el líder bolivariano se haya intoxicado con las lecturas de Noam Chomsky y Eduardo Galeano. Pena por este militar cuyo héroe es Fidel Castro, ese otro enfermo del cuerpo y del alma, que hoy hace las veces de médico brujo en la convalecencia que comparten. Ojalá hubiese caído en sus manos el clásico de Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas. Pero qué iba a saber este golpista de lo que la reconocida intelectual escribió a finales de los años setenta sobre el estigma del cáncer y la noción errónea de que se trata de una vergonzante maldición que hay que ocultar para no sufrir el ostracismo social. Sontag, que libró su lucha particular contra este mal con las armas de la transparencia y la divulgación, vivió una vida larga y plena, consciente de que el hermetismo y las mentiras sólo contribuyen a minar el espíritu y la carne.

Si alguna vez Chávez hubiese tenido un instante de introspección en vez de alimentar su vena autoritaria y pendenciera, el sino de su mandato habría sido bien distinto. Al principio contó con la adhesión de millones de venezolanos fatigados por la corrupción de los partidos tradicionales. Tristemente, este personaje narcisista y fanfarrón quiso ser el protagonista absoluto de su revolución socialista del siglo XXI, acompañado de aliados siniestros como los hermanos Castro, Daniel Ortega, Gadafi o el mismísimo Ahmadineyad. El eje del mal como metáfora de la enfermedad ideológica hasta hacer metástasis en la dialéctica de la materia.

En esta ocasión, un demudado mandatario no se atrevió a invocar la muerte y se limitó a decir "retornaré", a modo de mensaje críptico a un pueblo que se ha hundido en el laberinto de su confusión. Ironías de la vida, mientras recibe los mejores y más exclusivos tratamientos en Cuba, en su país los médicos han iniciado una huelga por las pésimas condiciones de los hospitales públicos. Hoy Venezuela es una nación a la deriva con un presidente ausente y muy enfermo, más preocupado por su supervivencia y la continuidad de su mandato que por la precaria situación del pueblo que lo eligió.

¿Se puede uno enfermar por ósmosis? El debilitamiento político y físico de Chávez ha coincidido con el ocaso de su maestro. Tanta es su identificación con la cienciología castrista que en la hora de su afección se mira en el espejo del anciano enfermo que le ha cedido el trono a su hermano menor, Raúl. ¿Se acerca el momento de nombrar vicepresidente a Adán, ideólogo de la familia Chávez Frías? Hace tan solo unos días su hermano mayor declaró que la lucha armada no es descartable para asegurar la continuidad del chavismo. El fantasma de la sucesión dinástica y la lucha por el poder anda suelto en Venezuela.

Hugo Chávez ha estrenado el gesto arrugado que infunde el miedo a la muerte. Una nueva mueca que lo confina a dar la batalla por su salvación. Es la oportunidad de que los venezolanos recuperen la vida. Ojalá que no desperdicien la lección de esta inesperada metáfora.

El nacimiento de la OTAN

LOS ORÍGENES DE LA GUERRA FRÍA

El nacimiento de la OTAN

Por Emilio Campmany

Está extraordinariamente extendida la idea de que la OTAN fue inventada por los norteamericanos para disponer de un instrumento con el que controlar Europa Occidental. El mito añade que, sin la OTAN, el oeste de Europa habría evolucionado hacia una sociedad de tercera vía, a mitad de camino entre el capitalismo salvaje de los EEUU y el comunismo feroz de la URSS, y que se habría proclamado militarmente neutral.

La leyenda ha hecho creer que, sin la OTAN, toda Europa Occidental habría sido como Suecia. Pero la verdad es que la OTAN no fue una imposición de los estadounidenses a los europeos, sino el instrumento con que éstos lograron comprometer a unos reacios Estados Unidos en la defensa de Europa, ante la amenaza que constituía la Unión Soviética. Los historiadores revisionistas de izquierdas de los años sesenta y setenta afirman que la URSS nunca fue una amenaza. Los europeos de entonces sí la percibieron como tal, y se dieron cuenta de que los únicos con medios suficientes para defenderlos eran los Estados Unidos de América. La herramienta para hacerlo fue la OTAN. Veamos cómo nació.

Unos Estados Unidos renuentes

Al terminar la guerra, la opinión pública estadounidense quería dos cosas: que retornaran sus chicos y que el país volviera a aislarse de ese mundo tan cruel que había al otro lado de los dos océanos que los protegían. La desmovilización fue radical. El ejército norteamericano pasó en 1945 de tener 12 millones de hombres a contar con menos de millón y medio. Se abolió el servicio militar obligatorio y se volvió al sistema de reclutamiento voluntario. Es verdad que Pearl Harbor había demostrado que los dos océanos ya no eran tan eficaces como barreras de protección frente a enemigos exteriores. Pero ahora los Estados Unidos tenían la bomba. Nadie se atrevería a atacarlos teniendo que arrostrar el riesgo de una represalia tan brutal. La bomba infundió a los americanos la seguridad que hasta entonces les habían conferido sus dos océanos. Como ocurrió en 1918, volvió a campear el aislacionismo.

De hecho, en las elecciones de mitad de mandato, en 1946, vencieron los republicanos, que se hicieron con sendas mayorías en las dos Cámaras. El GOP es tradicionalmente más aislacionista que el Partido Demócrata. Así que, cuando Truman se convenció –viendo lo que ocurría en Europa del Este, en Grecia, en Turquía y en Irán– de la naturaleza expansionista del régimen soviético, el gran problema que tuvo que enfrentar, a partir de principios de 1947, fue la presencia de un Congreso hostil a la excesiva implicación de los Estados Unidos en los asuntos del mundo.

Unos europeos asustados

Cuando terminó la guerra, la URSS era vista con cierta simpatía, tanto en Europa como en América. Los partidos comunistas europeos, muy comprometidos con la Resistencia (aunque sólo después de que Hitler invadiera Rusia), se habían ganado un enorme prestigio. El único que olfateó el peligro desde antes de que terminara la contienda fue Churchill. Sin embargo, fue el viejo león quien había firmado con Stalin en 1944 el pacto de los porcentajes, con el que se habían repartido Europa en esferas de influencia a espaldas de Roosevelt. Pero el miedo empezó a cundir, no tanto porque el Ejército Rojo amenazara con no respetar lo pactado y lanzarse a la conquista de Europa Occidental, sino porque Stalin encontró que nada le obligaba a impedir que los partidos comunistas de Occidente se hicieran con el poder allí donde las urnas o las circunstancias se lo permitieran.

Especialmente inquietante para los británicos fue lo ocurrido en Grecia, donde la revolución comunista y la imposibilidad de sofocarla con medios locales llevó a la intervención norteamericana, en febrero de 1947, lo que dio lugar al nacimiento de la Doctrina Truman, esa que propugnaba que los Estados Unidos acudieran en auxilio de todo pueblo que viera amenazada su libertad por el comunismo. En Grecia, Stalin fue estrictamente neutral, como le había prometido a Churchill, y dejó que sus camaradas helenos fueran aplastados sin que el Ejército Rojo moviera un músculo. Ahora bien, Stalin no pudo impedir (o no quiso, a ojos de los británicos) que Tito, muy independiente de Moscú, ayudara a los comunistas griegos.

En definitiva, el problema al que se enfrentaban los británicos era que, dentro de su supuesta esfera de influencia en Europa Occidental, era posible que algunos países cayeran bajo el influjo de Moscú sin necesidad de que Stalin moviera un dedo, a base de imponerse los comunistas locales a los demás partidos. Eso era lo que había ocurrido en Europa del Este. En la mayoría de los casos, gracias a que el Ejército Rojo estaba acantonado en los suburbios de las grandes ciudades, pero hubo otros, como en Checoslovaquia y Yugoslavia, en que los comunistas gobernaron con el beneplácito del pueblo, sin necesidad de que los rusos impusieran nada. Lo mismo que había ocurrido en estos países, y que a punto estuvo de ocurrir en Grecia, podía ocurrir en Italia o, lo que sería terrible para Gran Bretaña, en Francia. La demostración de que esa era la táctica ideada en Moscú para, sin dejar de respetar lo acordado durante la guerra, hacerse con el poder en todo el continente fue la fundación de la Cominform, en septiembre de 1947. La Cominform no fue más que la heredera de la Comintern, es decir, el instrumento con el que Moscú pretendía que todos los partidos comunistas del mundo ajustaran sus estrategias a sus intereses.

La Unión Europea Occidental

Es curioso que fueran precisamente los británicos, gobernados desde el final de la guerra por los laboristas y sin un poderoso partido comunista en su sistema político, los primeros en alarmarse.

Si pudiera señalarse a una sola persona como responsable del nacimiento de la OTAN, ésa sería Ernest Bevin, el secretario del Foreign Office del Gabinete Attlee. El primer paso que dio fue el de suscribir un tratado defensivo con Francia. Dunkerque se firmó en marzo de 1947, poco después de que los británicos reconocieran a Washington su incapacidad de controlar la situación en Grecia y Turquía, pero bastante antes de que naciera la Cominformy los comunistas franceses e italianos empezaran a movilizarse contra sus respectivos Gobiernos de derecha y de centro.

De hecho, para los franceses Dunkerque fue un tratado antialemana, y es dudoso que los ingleses estuvieran pensando más en Rusia que en Alemania en fecha tan temprana. Fuera como fuese, unos meses más tarde el temor a Alemania había desaparecido, y se hizo evidente que la amenaza real era la URSS. Ante el temor que inspiraba el gigante comunista, los británicos convencieron a los pequeños países del Benelux para que se unieran a la alianza defensiva que había formado Francia y Gran Bretaña un año antes. En marzo de 1948 se firmó el Tratado de Bruselas, por el que se creó la Unión Europea Occidental (UEO), una alianza defensiva en la que cada miembro se comprometía a asistir militarmente a cualquiera de los otros que se viera atacado. Este tratado sí estaba ya claramente dirigido a defenderse de la Unión Soviética, aunque no se la mencionara.

Pero desde marzo de 1947 a marzo de 1948 habían pasado muchas cosas: la creación de la Cominform,revueltas y desórdenes protagonizados por los comunistas italianos y franceses de manera coordinada (finales de 1947) y, sobre todo, el golpe de estado de febrero de 1948 en Checoslovaquia. Nuevamente, como en 1938, el país centroeuropeo volvió a ser la gota que colmó el vaso.

La OTAN

Bevin era perfectamente consciente de que la UEO nada podía hacer contra el Ejército Rojo. La defensa del oeste de Europa ya no podía basarse en sus propias capacidades y era necesario implicar a los Estados Unidos. A ello se puso el político laborista inglés con todas sus fuerzas.

El escollo no iba a ser la Administración Truman sino el Senado, plagado de republicanos aislacionistas deseosos de recortar el gasto, empezando por el militar. No obstante, Truman contó con un fantástico aliado en la colina del Capitolio, el senador republicano por Michigan Arthur Vandenberg. Se trataba de conducir a los Estados Unidos a firmar una alianza defensiva con países de Europa Occidental. Estados Unidos nunca había hecho tal cosa, y mucho menos con los poco fiables países europeos. Es cierto que había suscrito una especie de tratado de defensa mutua en Río de Janeiro con varios países latinoamericanos en septiembre de 1947, pero su ratificación no planteó problemas porque el Tratado de Río fue contemplado como una actualización de la Doctrina Monroe, que pretendía impedir toda influencia europea en el hemisferio occidental.

El plan era que Estados Unidos y Canadá integraran, junto con los miembros de la UEO, una estructura de seguridad colectiva atlántica. La idea era crear una organización de seguridad que, como la creada en Río, se ajustara a lo que el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas había previsto, esto es, una organización regional de seguridad colectiva no dirigida contra nadie en especial.

Mientras tanto, el bloqueo de Berlín y la agresividad que entonces demostró la URSS permitieron que el 11 de junio de 1948 el Congreso aprobara la resolución Vandenberg, por la que se autorizaba al Gobierno a integrarse en esta clase de organizaciones regionales de seguridad colectiva. Y el 28 de ese mismo mes se aprobó la Selective Service Act, que volvió a instaurar el servicio militar obligatorio.

Con estos dos instrumentos legales, el vicesecretario de Estado, Robert Lovett, se puso a negociar la integración de los norteamericanos en la organización creada por el Tratado de Bruselas. Los europeos estaban ansiosos de comprometer a los norteamericanos en su defensa, así que aceptaron todas sus exigencias. La mayor fue la extraña redacción que finalmente tuvo el artículo 5 del Tratado de Washington, mucho más vago que el equivalente en el Tratado de Bruselas: obliga a prestar ayuda al aliado atacado, pero no exige que tal ayuda sea militar; además, restringe al Atlántico Norte el área en que hay obligación de auxilio.

Además, los norteamericanos exigieron la presencia de Portugal, Islandia y Dinamarca, porque sus territorios (en el caso de Portugal, las Azores; en el caso de, Groenlandia) eran necesarios para el correcto funcionamiento de un sistema de comunicaciones interaliados. Noruega, que había sido tentada por los soviéticos, para horror de los británicos, fue también incorporada, como lo fue Italia, lo que, a pesar de la diatriba en el Parlamento de Palmiro Togliatti, fue un gran éxito del Gobierno italiano, que logró que su país pasara de potencia derrotada a potencia aliada.

El 4 de abril de 1949 se firmó en Washington el Tratado del Atlántico Norte. El Senado norteamericano lo ratificó, y Truman lo firmó, el 25 de julio. Así nació la OTAN, la eficacísima organización militar que, sin pegar un tiro, supo mantener a raya a los soviéticos y en última instancia ganarles la Guerra Fría.

Estados Unidos, dueños y señores de Latinoamérica

LOS ORÍGENES DE LA GUERRA FRÍA

Estados Unidos, dueños y señores de Latinoamérica

Por Emilio Campmany

Los Estados Unidos nacieron al mundo como colonia independizada de la metrópoli. Es natural, pues, que fuera anticolonialista por principio. Sin embargo, el crecimiento de su poder económico y militar tenía necesariamente que otorgarle inclinaciones imperialistas.

La guerra que ganaron a España en 1898 los convirtieron en una suerte de potencia colonial de corte tradicional en Cuba y en Filipinas. Y su expansión comercial hizo de ellos un competidor de los tradicionales imperios coloniales europeos, especialmente el británico, en Extremo Oriente y en Latinoamérica.

Allí, los Estados Unidos sucedieron a los ingleses en esa especie de colonialismo blando que éstos habían venido ejerciendo en las antiguas posesiones españolas y portuguesas, de forma que se respetaba su independencia formal pero se establecían lazos comerciales que de facto sometían a las repúblicas latinoamericanas a cierta dependencia comercial. Los estadounidenses no fueron más considerados que los británicos, se arrogaron incluso el papel de policía continental, ahogando desórdenes y obligando a los Estados a cumplir sus obligaciones financieras y comerciales con las compañías privadas norteamericanas.

La llegada de Roosevelt a la Casa Blanca en 1933 mejoró las cosas gracias a su política de Buena Vecindad, en parte obligada por la llegada de Hitler al poder, en ese mismo año. La nueva Alemania se reactivó como potencia comercial. En Latinoamérica vivían un millón de alemanes, en su mayoría empresarios, y existía en Washington el fundado temor de que los germanos pudieran hacerse con parte de la tarta comercial que hasta ese momento habían disfrutado los estadounidenses.

La política de Roosevelt dio resultado. Los Estados Unidos conservaron los lazos comerciales con Latinoamérica, y cuando –en diciembre de 1941– fueron atacados por los japoneses y los alemanes les declararon la guerra, toda América se puso de su lado: de hecho, todas las repúblicas latinoamericanas declararon, antes o después, la guerra a Alemania. En su mayor parte se trató de apoyos morales, pero Brasil y México llegaron a enviar tropas, y el primero autorizó a los norteamericanos el empleo de la estratégica base de Natal, en el extremo más oriental de América del Sur.

Así pues, en la inmediata posguerra la posición de los Estados Unidos en el hemisferio era privilegiada. Su gran necesidad de materias primas durante el conflicto hizo que los lazos económicos con la mayoría de los países al sur de Río Bravo se estrecharan. La guerra además borró todo rastro de la presencia comercial británica y alemana. El único lugar donde los Estados Unidos no eran bien vistos era Argentina.

Había razones de todo tipo para este desencuentro. Siendo Argentina un país integrado por una masa de inmigrantes europeos sin apenas población indígena, es fácil que se sintiera más próxima a las naciones de donde procedía la mayoría de sus habitantes, Alemania, Italia y España. Pero, sobre todo, importa el hecho de que la economía argentina no era complementaria de la de los Estados Unidos, sino que más bien competía con ella. Además, su ejército tenía inclinaciones fascistas y dio un golpe de estado en 1943. Los Estados Unidos y el resto de países latinoamericanos, con México a la cabeza, boicotearon al nuevo Gobierno, pero las presiones fueron insuficientes para derrocar al régimen militar.

El Tratado de Río. La nueva versión de la Doctrina Monroe

Conforme se aproximó el final de la guerra, se fue haciendo necesario diseñar las relaciones de la superpotencia americana con el resto de países del hemisferio occidental. En el nuevo orden mundial no cabían los viejos imperios coloniales, pero tampoco las antiguas estructuras de dominio comercial.

Roosevelt diseñó un nuevo esquema basado en el viejo sueño wilsoniano de la Sociedad de Naciones. Ya no sería posible basar la política exterior en las negociaciones diplomáticas secretas, el equilibrio de poder y las esferas de influencia. Los conflictos se resolverían pacíficamente. Lo novedoso en Roosevelt respecto al programa de Wilson al final de la Primera Guerra Mundial fue la introducción de un elemento de realismo político, los Cuatro Policías (Estados Unidos, Gran Bretaña, China y la URSS), que se ocuparían de velar por la paz y castigar a los que la perturbaran. En este cuadro no había mucho espacio para la Doctrina Monroe. Si nadie iba a tener ya esferas de influencia, Estados Unidos no podía pretender reservarse para sí el continente americano.

La idea de renunciar a la doctrina Monroe no gustó en el Departamento de Estado. Así que sus funcionarios se pusieron a trabajar para resolver el problema. La solución fue la de introducir en la carta fundacional de las Naciones Unidas la posibilidad de que existieran organizaciones de seguridad regional. Ese fue finalmente el contenido del famoso artículo 51, que se introdujo en la Carta durante la Conferencia de San Francisco (1946). Ese artículo ha servido para crear un sinfín de organizaciones (entre otras, la OTAN) que desmienten el sistema originario de seguridad mundial vigilada por los Cuatro Policías, que terminaron siendo cinco por la incorporación a última hora de Francia. Pero el 51 nació para dar carta de naturaleza al Tratado de Río, que firmó el 2 de septiembre de 1947 la práctica totalidad de los Estados americanos. En virtud del mismo, cualquier ataque a uno de los firmantes ha de ser considerado un ataque a todos ellos, o sea, la típica alianza defensiva.

Sabemos que la OTAN no fue un invento de los Estados Unidos para controlar Europa, sino una idea de los europeos para protegerse de la URSS. Pero el Tratado de Río sí fue una idea estadounidense para controlar el hemisferio occidental. La prueba es que, mientras la OTAN tuvo que superar el grave escollo del aislacionismo del Partido Republicano y de parte del demócrata, Río no tuvo el menor problema para ser ratificado. Y si su firma se retrasó algo fue por resolver el problema planteado por Argentina.

La República Austral había declarado la guerra a Alemania, pero sólo unos meses antes de la rendición del Reich. La URSS, de hecho, vetó su acceso a las Naciones Unidas. Los norteamericanos lograron que fuera admitida, pero a cambio la URSS obtuvo que sus repúblicas de Bielorrusia y Ucrania tuvieran un voto cada una, como si fueran países independientes. Este gesto fue apreciado en Buenos Aires. Luego, el recrudecimiento de las tensiones entre la URSS y los Estados Unidos hizo el resto. Como pasó con Franco unos años más tarde, el visceral anticomunismo del general Perón permitió que se superaran todos los obstáculos.

Todo esto explica la política de los Estados Unidos respecto de su hemisferio, pero no termina de aclarar por qué Latinoamérica en bloque se entregó a la tutela del gigante norteamericano.

Las razones de Latinoamérica

Ya hemos dicho que, durante la guerra, los países latinoamericanos exportaron buena parte de su producción de materias primas a los Estados Unidos, y que sus compradores europeos dejaron de serlo. El final del conflicto implicó también la reducción drástica de pedidos. Latinoamérica se había quedado con un solo cliente, que era muy rico y que pagaba al contado, pero que no dejaba de ser uno solo. La esperanza de estos países era que, en la posguerra, los Estados Unidos siguieran siendo el carro que tirara de sus atrasadas economías. Y, de hecho, pidieron ser tratados como Europa Occidental, con un paralelo Plan Marshall que les ayudara a salir del atraso. Les fue negado por Truman con el irrebatible argumento de que el Marshall estaba pensado para países arrasados por la guerra y que Latinoamérica no la había padecido, más bien se había beneficiado de ella.

Pero el problema no era sólo económico. Durante el período de entreguerras el comunismo había arraigado en buena parte de Latinoamérica. La Comintern, hasta su disolución –en plena contienda–, se había preocupado de vigilar su ortodoxia, y la URSS tenía en el continente numerosas legaciones diplomáticas. Las elites latinoamericanas consideraban el movimiento una amenaza directa a sus privilegios, además de peligrosamente subversivo. A tal efecto, estimaron que la protección de la poderosa superpotencia del norte era esencial, por eso firmaron el Tratado de Río.

La miopía norteamericana

Durante la guerra, el Departamento de Estado mostró su preocupación por la expansión del comunismo en el continente. Pero la doctrina oficial de la Administración Roosevelt era que las relaciones con la URSS eran buenas y que el comunismo no entrañaba peligro alguno.

Al finalizar el conflicto los movimientos comunistas seguían allí, en toda Latinoamérica. Es cierto que Truman no era tan optimista como Roosevelt acerca de las intenciones de Stalin. Pero también lo es que los análisis, en esencia correctos, de George Kennan le convencieron de que Stalin no tenía intención de extender la revolución al hemisferio occidental. El diplomático norteamericano destinado en la embajada de Moscú creía que la prioridad del Stalin de la posguerra era asegurarse alrededor de la URSS un espacio de seguridad, antes que dedicarse a apoyar a cualquier movimiento comunista que surgiera en cualquier lugar del mundo. Que su pensamiento era ése lo demostraba la política de apoyo al Kuomintang, a cambio de Mongolia y de Manchuria, en perjuicio del Partido Comunista Chino. Sin embargo, Truman no se dio cuenta de que eso no significaba renunciar a largo plazo a la revolución universal. Stalin, como buen marxista-leninista, estaba convencido de que el comunismo sólo sobreviviría si se extendía a todo el mundo: de no hacerlo, las potencias capitalistas, tarde o temprano, tratarían de sofocarlo allí donde hubiera triunfado. No arriesgaría la posición de la URSS por extender el comunismo a Grecia, Francia o Italia, y mucho menos por verlo hacerse con el poder en el hemisferio occidental. Pero cuando la URSS hubiera afianzado sus posiciones e igualado el poderío nuclear norteamericano, haría lo posible por extender la revolución comunista, especialmente en los lugares más inclinados a ello. Latinoamérica sería uno de ellos.

Truman llegó a Río a firmar el tratado muy poco después de haber proclamado su doctrina. Los Gobiernos latinoamericanos lo recibieron creyendo que se les podría aplicar también a ellos y que eran, por tanto, titulares de toda la ayuda económica que los Estados Unidos pudieran prestarles para defenderse del peligro comunista. Truman equivocadamente creyó que tal peligro no existía sin comprender que no era tanto que no existiera... como que no era inminente.

Cuando, en los años cincuenta, la URSS estuvo en disposición de promover la revolución comunista por todo el continente en un terreno especialmente abonado, gracias no sólo al abandono de Washington, sino a la torpeza de las elites latinoamericanas, fue demasiado tarde. Entonces no hubo más remedio que emplearse a fondo e intervenir militarmente o apoyar regímenes abominables. Al final, la Guerra Fría se ganó, pero Latinoamérica y los Estados Unidos todavía están pagando los errores cometidos al final de la década de los cuarenta. Ahí está sobre todo Cuba para atestiguarlo, pero no hay que olvidar los regímenes que padecen Venezuela, Ecuador, Bolivia o –ahora– Perú. Es lo que podría llamarse una historia de ocasiones perdidas.

La contienda electoral en Argentina

La contienda electoral en Argentina: El territorio

Cristina Kirchner Por Jorge Fontevecchia

Perfil

En El arte de la guerra, Sun Tzu describe nueve variedades de territorios. “Dispersivo”: el propio. “Fronterizo”: el del enemigo, donde se realizan penetraciones superficiales. “Clave”: el que ambos bandos consideran igualmente ventajoso ocupar. “Abierto”: de comunicación, donde todos pueden acceder. “Focal”: el que está rodeado por otros y quien consiga primero el control logrará el apoyo de los vecinos. “Comprometido”: aquel que se ha penetrado profundamente y continúa siendo hostil. “Difícil”: el que tiene trampas y engaños (en sentido literal: desfiladeros, pantanos, etc.). “Cercado”: aquel donde su ingreso es restringido y su salida es tortuosa porque una pequeña fuerza del enemigo puede golpear a otra más grande. “Desesperado”: el territorio donde sólo se sobrevive si se lucha con mucho coraje.

Por eso Sun Tzu recomendaba: “No luche en territorio dispersivo. No se detenga en uno fronterizo. No ataque a un enemigo que ocupó primero un territorio clave. En uno abierto no permita que sus fuerzas se dispersen. En territorio focal celebre alianzas con los vecinos. En uno comprometido, caiga allí para saquear. En uno difícil, apresure el paso. En uno cercado, invente estratagemas. Y en un terreno desesperado, luche con valentía”.

¿Cuál de estas nueve categorías le cabe al territorio de la provincia de Buenos Aires visto desde la perspectiva de la Presidenta, visto desde la de Scioli y visto desde la de los barones del Conurbano?
A 159 años de que Rosas fuera derrotado en la batalla de Caseros, la provincia de Buenos Aires continúa siendo el territorio desde donde se controla todo el país. Aun sin la Capital Federal, la provincia concentra el 40% de todos los habitantes del país y su Conurbano –sin contar a quienes viven en la Ciudad de Buenos Aires– es una de las diez mayores urbes del mundo.

Al asumir en 2003, y para ponerse bien a salvo de la experiencia de De la Rúa con Ruckauf y Duhalde, Néstor Kirchner cortó la relación entre La Plata y el Conurbano. Los intendentes del Gran Buenos Aires pasaron a depender directamente de él y el gobernador de la provincia pasó a controlar un territorio provincial que comenzaba recién a más o menos setenta kilómetros de la Capital Federal.

La primera avanzada fue reducir el poder del gobernador de la provincia. En la segunda fase, ahora, se reduce el poder de los barones del Conurbano y prácticamente se elimina cualquier vestigio de autonomía del gobernador confinándolo a una función casi protocolar. Con la construcción de las listas de candidatos del oficialismo, Cristina Kirchner –con la invalorable asistencia de Carlos Zannini– intenta terminar de adueñarse de la provincia.

A pesar de que se ha venido repitiendo “la Presidenta tiene votos propios y no precisa del aporte especial del gobernador o de los intendentes”, su lógica no es sólo política. Hay una lógica económica: si el Gobierno nacional es quien financia el déficit de la provincia de Buenos Aires y las obras que inauguran los barones del Conurbano, es ella la verdadera soberana de ese territorio. Cómo una provincia que produce más del 50% del total de la riqueza de un país es a la vez una de las más pobres fiscalmente es otra cuestión.

Scioli, en su peor semana (“quien se hace felpudo no debe quejarse si lo pisotean”, dijo Duhalde de él), y los ¿ex? barones del Conurbano llamados anteayer “carcamanes” por Hebe de Bonafini e –irónicamente– “carmelitas descalzas” por Boudou, en su nuevo rol de compañero de Cristina, deberían acomodarse a la realidad. Y preparar mucho valor porque pelean en un territorio “desesperado”.

En El arte de la guerra también había recomendaciones comunes a los nueve territorios: “Aprópiese de los campos fértiles para abastecer a sus tropas con provisiones en abundancia”; “lleve a sus tropas a una posición sin escapatoria así cuando enfrenten una situación desesperada –al no tener salida– se mantendrán firmes y nada temerán”; tanto cuando invade como en territorio propio “lograr sus objetivos depende de la capacidad de amedrentar a sus oponentes”; al capturar el territorio, “distribuya recompensas sin respetar las prácticas consuetudinarias y haga públicas las órdenes que imparta sin tener en cuenta los precedentes”; “atemorice al enemigo e impida que sus aliados se unan con él”.

Néstor Kirchner era un buen discípulo de Sun Tzu. Cristina Kirchner aspira a superarlo.

Los servicios de protección en el anarco-capitalismo

Fernando Herrera

Los servicios de protección en el anarco-capitalismo

Uno de los problemas clásicos del anarco-capitalismo, quizá el problema por excelencia, es el cumplimiento de las normas. No se olvide que el servicio público por excelencia, aquel que aceptan los liberales clásicos para el Estado mínimo, es precisamente la provisión de servicios de justicia y protección. Es la causa original del Estado: despojémonos de la posibilidad de ejercer la violencia y otorguémosla todos a esta entidad como única forma realista de convivir.

¿En qué consisten los que llamo servicios de justicia y protección? Son aquellos que nos permiten asegurar que se cumplen los contratos y que se respetan nuestros derechos de propiedad. En una sociedad anarco-capitalista, ninguna de estas circunstancias se puede dar por supuesta, como tampoco el suministro de agua o que dispongamos de ropa. La forma concreta en que estas necesidades se satisfagan es asimismo imprevisible para la teoría económica. Lo único que sabemos es que existe tal necesidad (por la observación empírica) y que es el libre mercado el mejor mecanismo para garantizar su satisfacción (por la teoría económica).

Dicho esto, lo primero que cabe decir es que el coste de estos servicios habrá de ser asumido por los beneficiarios de los mismos. Dicho de otra forma, el coste de defender mi propiedad me corresponde a mí únicamente, y no debería poder imponérselo a la sociedad, como de hecho ocurre en presencia de Estado. Lo mismo cabe decir de los costes asociados a la vigilancia y cumplimiento de un contrato.

Si analizamos ahora la decisión del individuo, básicamente confronta dos posibilidades: 1) auto-suministrarse los servicios de protección; 2) contratar con un tercero dichos servicios. Esta decisión no ofrece peculiaridades respecto a otras decisiones del individuo, y se tomará en función de su análisis coste-beneficio subjetivo. Por ejemplo, normalmente no defendemos nuestro billetero mediante un escolta privado; según el valor que demos a nuestro vehículo, somos más o menos reacios a dejarlo en la calle...

La casuística es, como suele ocurrir, muy variada. Por un lado, tenemos a los traficantes de drogas, que se confeccionan su ejército privado para defender sus propiedades (de hecho, muchas grandes empresas tienen sus propios servicios de seguridad) y hacer cumplir sus contratos, en un ejemplo de "tomarse la justicia por su mano"; por otro lado, existen individuos sin propiedad alguna que defender, y que no precisan este tipo de servicios.

Una vez el individuo decide cómo suministrarse los servicios de protección y justicia, surge la pregunta decisiva: ¿cómo se solucionan los conflictos entre individuos? ¿Será siempre por la fuerza? Y de nuevo nos vemos abocados a un análisis coste-beneficio, a realizar en este caso probablemente por empresas especialistas en el suministro de servicios de protección.

Y es que el uso de la fuerza es también costoso. Alguien con un ejército privado puede tratar de apoderarse de los bienes de mi casa, y seguramente lo conseguiría a la vista del servicio de protección que yo me puedo permitir. Es evidente que este acto suyo no es legítimo, pero también lo es que el coste que le supondría el allanamiento de mi morada con sus mercenarios es muy superior al beneficio que obtendría de mis bienes robados. En estas condiciones, parece que ese robo le habrá salido deficitario.

Para compensar los costes de la fuerza, deberá invadir con su ejército propiedades mucho más valiosas que mi casa, las cuales, precisamente por ello, estarán mejor protegidas. A su vez, esto tenderá a hacer crecer los costes de la fuerza necesaria, hasta posiblemente hacer indeseable la invasión en caso alguno.

En estas condiciones de libre mercado, ¿es realista pensar que un individuo va a invertir sus recursos en hacerse con un servicio de protección tal que le permita violentar las propiedades de otros? ¿No creerá que es mejor dedicar dichos recursos a actividades que generen riqueza, la forma más segura de ganar dinero en el mercado no intervenido, en vez de a tomarla por la fuerza?

Aún asumiendo que, por las razones expuestas, no es eficiente para los individuos el uso de la violencia para conseguir sus fines en el libre mercado, sigue existiendo la posibilidad de conflictos por así llamarlos legítimos, en que cada parte cree tener la razón. ¿Se habrá de dirimir dicho conflicto por la fuerza?

Ya se ha dicho que el uso de la fuerza tiene un coste elevado, por lo que las partes tenderán a evitarlo si les es posible. La solución en este caso es acudir de común acuerdo a un juez o a un árbitro, y aceptar el dictamen de este sujeto como vinculante. Como digo, harán eso a priori, al percibir que la solución por la fuerza les puede resultar más costosa.

Pero, claro, una vez dirimido el litigio, la parte perdedora puede tener poderosos incentivos a retomar al uso de la fuerza para evitar las consecuencias de la sentencia. ¿Cómo se evita esto en el anarco-capitalismo? En principio, lo normal es que los individuos en conflicto tengan contratados los servicios de protección con un tercero, por lo que serían estas empresas especializadas las que, en todo caso, tendrían que usar de la fuerza para dar servicio a su cliente. Y no cabe duda de que, ante las perspectivas del alto coste de este uso, la iniciativa empresarial encontraría vías mucho más baratas para solucionar este hipotético problema, como demuestra la teoría económica.

En suma, las reflexiones anteriores apuntan a que la consecución del respeto a los derechos de propiedad y a los contratos pactados no sería un problema insoluble para el anarco-capitalismo. Como, por cierto, no lo es la provisión de ningún otro servicio tendente a satisfacer las necesidades de los individuos. Por mucho que se empeñen los defensores del Estado, no hay razones irrefutables para pensar que los servicios de protección y justicia sean intrínsecamente diferentes a los otros productos y servicios que proporciona el mercado, ni, por tanto, que se hayan de extraer del ámbito benéfico del mismo.

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