La casa de Molière
El País, Madrid
A fines de los años cincuenta, cuando
vine a vivir a París, aunque uno fuera paupérrimo podía darse el lujo
supremo de un buen teatro, por lo menos una vez por semana. La Comédie Française
tenía las matinés escolares, no recuerdo si los martes o los jueves, y
esas tardes representaba las obras clásicas de su repertorio. Las
funciones se llenaban de chiquillos con sus profesores, y las entradas
sobrantes se vendían al público muy baratas, al extremo que las del gallinero
—desde donde se veía sólo las cabezas de los actores— costaban apenas
100 francos (pocos centavos de un euro de hoy). Las puestas en escena
solían ser tradicionales y convencionales, pero era un gran placer
escuchar el cadencioso francés de Corneille, Racine y Molière (sobre
todo el de este último), y, también, muy divertido, en los entreactos,
escuchar los comentarios y discusiones de los estudiantes sobre las
obras que estaban viendo.
Desde entonces me acostumbré a venir regularmente a la Comédie Française
y lo he seguido haciendo a lo largo de más de medio siglo, en todos mis
viajes a París: Francia ha cambiado mucho en todo este tiempo, pero no
en la perfecta dicción y entonación de estos comediantes que convierten
en conciertos las representaciones de sus clásicos.
Vine también ahora y me encontré que la
Gran Sala Richelieu estaba cerrada por trabajos en la cúpula que tomarán
todavía más de un año. Para reemplazarla se ha construido en el patio
del Palais Royal un auditorio provisional muy apropiadamente llamado el Théâtre Éphémère.
El local es precario, el frío siberiano de estos días parisinos se
cuela por los techos y rendijas y los acomodadores (nunca había visto
algo semejante) nos reparten a los ateridos y heroicos espectadores unas
gruesas mantas para protegernos del resfrío y la pulmonía. Pero todos
esos inconvenientes se esfuman cuando se corre el telón, comienza el
espectáculo y el genio y la lengua de Molière se adueñan de la noche.
Se representa Le Malade imaginaire,
la última obra que escribió Jean-Baptiste Poquelin, que haría famoso el
nombre de pluma de Molière, y en la que estaba actuando él mismo la
infausta tarde del 17 de febrero de 1673, en el papel de Argan, el
enfermo imaginario, víctima de lo que los fisiólogos de la época
llamaban deliciosamente “la melancolía hipocondríaca”. Era la cuarta
función y el teatro llamado entonces del Palais Royal estaba repleto de
nobles y burgueses. A media representación el autoritario y delirante
Argan tuvo un acceso de tos interminable que, sin duda, los presentes
creyeron parte de la ficción teatral. Pero no, era una tos real, cruda,
dura e inesperada. La función debió suspenderse y el actor, llevado de
urgencia a su casa vecina con una vena reventada por la violencia del
acceso, fallecería unas cuatro horas después. Había cumplido 51 y, como
no tuvo tiempo de confesarse, los comediantes de la compañía formada y
dirigida por él, junto con su viuda, debieron pedir una dispensa
especial al arzobispo de París para que recibiera una sepultura
cristiana.
Buena parte de esos 51 años de
existencia se los pasó Molière viviendo no en la realidad cotidiana sino
en la fantasía y haciendo viajar a sus contemporáneos —campesinos,
artesanos, clérigos, burócratas, comerciantes, nobles— al sueño y la
ilusión. Las milimétricas investigaciones sobre su vida de ejércitos de
filólogos y biógrafos a lo largo de cuatro siglos arrojan casi
exclusivamente las idas y venidas del actor J.B. Poquelin a lo largo de
los años por todas las provincias de Francia, actuando en plazas
públicas, patios, atrios, palacios, ferias, jardines, carpas, y, luego
de su instalación en París, escribiendo, dirigiendo y encarnando a los
personajes de obras suyas y ajenas de manera incesante. Y, cuando no lo
hacía, contrayendo o pagando deudas de los teatros que alquilaba,
compraba o vendía, de tal modo que, se puede decir, la vida de Molière
consistió casi exclusivamente —además de casarse con una hija de su
amante y producir de paso unos vástagos que solían morirse a poco de
nacer— en vivir y difundir unas ficciones que eran unos espejos risueños
y deformantes, y, a veces, luciferinamente críticos de la sociedad y
las creencias y costumbres de su tiempo.
Llegó
a ser muy famoso y considerado por unos y otros el más grande
comediante de la época, insuperable en el dominio de la farsa y el
humor, pero, detrás de la risa, la gracia y el ingenio que a todos
seducían, sus obras provocaron a veces violentas reacciones de las
autoridades civiles y eclesiásticas —el Tartufo fue prohibido
por ambas en varias ocasiones— y el propio Luis XIV, que lo admiraba e
invitó a su compañía a actuar en Versalles y en los palacios de París y
alrededores ante la corte, y fue a menudo a aplaudirlo al teatro del
Palais Royal, se vio obligado también en dos ocasiones a censurar las
mismas obras que en privado había celebrado.
El enfermo imaginario no tiene la complejidad sociológica y moral del Tartufo, ni la chispeante sutileza de El Avaro, ni la fuerza dramática de Don Juan,
pero entre el melodrama rocambolesco y la leve intriga amorosa hay una
astuta meditación sobre la enfermedad y la muerte y la manera como ambas
socavan la vida de las gentes.
Cuando escribió la obra, estaba de moda
—él había contribuido a fomentarla— incorporar a las comedias números
musicales y de danza —el propio Rey y los príncipes acostumbraban a
acompañar a los bailarines en las coreografías— y la estructura original
de El enfermo imaginario es la de una opereta, con coros y
bailes que se entrelazan constantemente con la peripecia anecdótica.
Pero en este excelente montaje del fallecido Claude Stratz, esas
infiltraciones de música y ballet se han reducido, con buen criterio, a
su mínima expresión.
Paso
dos horas y media magníficas y, casi tanto como lo que ocurre en el
escenario, me fascina el espectáculo que ofrecen los espectadores: su
atención sostenida, sus carcajadas y sonrisas, el estado de trance de
los niños a los que sus padres han traído consigo abrigados como osos,
las ráfagas de aplausos que provocan ciertas réplicas. Una vez más
compruebo, como en mis años mozos, que Molière está vivo y sus comedias
tan frescas y actuales como si las acabara de escribir con su pluma de
ganso en papel pergamino. El público las reconoce, se reconoce en sus
situaciones, caricaturas y exageraciones, goza con sus gracias y con la
vitalidad y belleza de su lengua.
Viene ocurriendo aquí hace más de cuatro
siglos y ésa es una de las manifestaciones más flagrantes de lo que
quiere decir la palabra civilización: un ritual compartido, en el que
una pequeña colectividad, elevada espiritual, intelectual y
emocionalmente por una vivencia común que anula momentáneamente todo lo
que hay en ella de encono, miseria y violencia y exalta lo que alberga
de generosidad, amplitud de visión y sentimiento, se trasciende a sí
misma. Entre estas vivencias que hacen progresar de veras a la especie,
ocupa un papel preponderante aquello a lo que Molière dedicó su vida
entera: la ficción. Es decir, la creación imaginaria de mundos donde
podemos refugiarnos cuando aquel en el que estamos sumidos nos resulta
insoportable, mundos en los que transitoriamente somos mejores de lo que
en verdad somos, mundos que son el mundo real y a la vez mundos
soberanos y distintos, con sus leyes, sus ritmos, sus valores, su
música, sus ideas, sostenidos por una conjunción milagrosa de la
fantasía y la palabra.
Pocos creadores de su tiempo ayudaron tanto a los franceses, y luego al mundo entero, como el autor de El enfermo imaginario,
a salir de los quebrantos, las infamias, la coyunda y las rutinas
cotidianas y a transformar las amarguras y los rencores en alegría,
esperanza, contento, a descubrir la solidaridad y la importancia de los
rituales y las formas que desanimalizan al ser humano y lo vuelven menos
carnicero. La historia, más que una lucha de religiones o de clases, ha
opuesto siempre esos pequeños espacios de civilización a la barbarie
circundante, en todas las culturas y las épocas y a todos los niveles de
la escala social. Uno de esos pequeños espacios que nos defienden y nos
salvan de ser arrollados del todo por la estupidez y la crueldad
oceánicas que nos rodean es éste que creó Molière en el corazón de París
y no hay palabras bastantes en el diccionario para agradecérselo como
es debido.
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