martes, noviembre 18, 2008

13 de diciembre de 2007

Otra vez peligra la democracia en Nicaragua

por Carlos Alberto Montaner

Carlos Alberto Montaner es periodista cubano residenciado en Madrid.

''El peor de todos es Daniel Ortega'', me dijo un presidente latinoamericano presente en la sonada Cumbre Iberoamericana de Chile. ''¿Peor que Chávez?'' —pregunté incrédulo. ''Peor'' —me respondió. ''Más tosco, más ignorante, y sin esa espontánea comicidad folclórica de matón de zarzuela que tiene el venezolano''. Y enseguida aclaró: "La riña entre el rey español y Chávez fue motivada por la desesperación que produce un señor que no conoce el silencio, pero Ortega se dedicó a insultar a España y a los españoles. Por eso el rey se levantó y se marchó. Chávez devariaba. Ortega injuriaba''.

Creo que el asunto es aún más grave. El presidente Daniel Ortega, que es incapaz de olvidar, y mucho menos de aprender, trata de regresar a los años ochenta, cuando instaló en Nicaragua una sucursal de Cuba, irresponsablemente se convirtió él mismo en un protagonista de la guerra fría dentro del bando soviético, dispersó por el mundo a los empresarios, y precipitó al país en un conflicto armado que costó miles de muertos y centenares de miles de exiliados, mientras empobrecía hasta los huesos a una sociedad que previamente había sido golpeada por el somocismo durante cuarenta años.

El síntoma más evidente de esta terca vocación autoritaria ha sido su reciente insistencia en la creación de un organismo paramilitar llamado Consejos del Poder Ciudadano, formado por civiles sandinistas, pese al rechazo de la mayoría parlamentaria nica. Cuando los congresistas votaron una ley que prohibía la constitución de ese peligroso instrumento de opresión, parecido a los Comités de Defensa de la Revolución cubanos, Ortega amenazó con gobernar por decreto y utilizó al presidente de la Asamblea —sandinista— y a una instancia judicial bajo su control para tratar de burlar la soberana autoridad del cuerpo legislativo.

Pero no toda la experiencia ha sido negativa. La buena noticia es que la bancada democrática de ese parlamento, formada por el Partido Liberal Constitucionalista, la Alianza Liberal Nicaragüense y la Alianza Movimiento Renovador Sandinista, logró constituir un frente para impedir la regresión estalinista de Ortega. Y ya era hora, porque, pese a las diferencias que separan a estos grupos, los rasgos que los unen, especialmente el respeto por las libertades individuales, son mucho más importantes, y lo que está en juego es la posibilidad de que Nicaragua vuelva a caer en una etapa de atropellos y violencia política que ya parecía superada.

La clave de la supervivencia de la democracia en ese país acaso está en la unión del fragmentado partido liberal, dos tendencias que cuentan con más del cincuenta por ciento de apoyo popular. Y el elemento fundamental que explica esa división es el destino del ex presidente Arnoldo Alemán, condenado por los tribunales, pero mantenido fuera de la cárcel por un pacto con los sandinistas que hizo posible que Ortega regresara al poder y Alemán continuara en libertad.

¿Cómo puede frenarse a Ortega, recomponer el mapa político y proteger la democracia? Los liberales nicaragüenses estudian una pragmática fórmula que parece razonable: decretar una amplia amnistía que ponga fin a las persecuciones judiciales y así privar a Ortega de la capacidad de chantaje que ejerce sobre los líderes políticos de la oposición. Es verdad que esta solución contiene elementos negativos, pero no se puede poner en peligro a todo un pueblo por meter en la cárcel a un político acusado de corrupción.

En todo caso, este triste episodio debería servir como punto de partida de un radical propósito de enmienda de toda la clase política nicaragüense, y especialmente de los liberales. Es verdad que en los tres gobiernos postsandinistas el país dio un cambio tremendo en el orden material y en el clima de libertades que se logró forjar, pero la inescrupulosa manera en que, a veces, se manejaron las instituciones republicanas, convirtiendo en una burla la independencia de los poderes públicos, sólo sirvió para debilitar la confianza de la sociedad en sus gobernantes y para abrirle la puerta a potenciales aventuras antidemocráticas.

En el 2010 —a la vuelta de la esquina— se cumplirá el vigésimo aniversario de la derrota en las urnas de Daniel Ortega y del triunfo de Violeta Chamorro. Esa victoria, que entonces parecía casi imposible, costó un río de sangre, y los demócratas nicaragüenses heredaron un país destruido que ha resurgido de las cenizas. Los liberales (y los conservadores que se les han unido), juntos, si renuncian al cainismo y se deciden a colaborar lealmente, pueden preservarlo, lograr que prospere, y legarles a sus hijos una nación mejor que la que ellos vivieron. Si no lo hacen serán responsables del desastre que probablemente ocurra.

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