jueves, noviembre 06, 2008

NOTICIAS EN LIBERTAD

El 666 le ofrece una alianza al Pres. Hugo Chavez Frias

La refundación de la economía de mercado

Casi todo el mundo sabe ya que los euroburócratas y sus colegas del ala oeste han decidido que el mundo financiero necesita ayuda urgente. Se han nacionalizado e intervenido bancos en una ola de socialismo salvaje, se premia con el alivio financiero a los que no han sabido gestionar los ahorros de los demás y se adormece a las sociedades diciendo que ya ha llegado el Estado, como si fuera la caballería, para impedir la masacre.

Estas medidas, de las que los gobiernos parecen sentirse orgullosos, aunque tengan también parte de culpa de la crisis, significan, en resumidas cuentas, más intervención del Estado, más dirigismo y más protagonismo de las instituciones supranacionales no representativas. Esto es lo que los asesores de mercadotecnia de los partidos están llamando “refundación del capitalismo”. Más propiamente hablando deberían llamarle en honor a la verdad “refundación del sistema de economía mixta”, economía que actualmente sufrimos en occidente.

El capitalismo en sí no existe, es una creación semántica marxista que describe aquello que no es el socialismo, o sea, la acumulación de capital (mucho o poco) en manos privadas. Hay que recordar que el socialismo es la acumulación de capital (que antes era privado) en manos de una élite estatalista. Salvo en los Estados Unidos, donde la palabra “capitalismo” goza de buena reputación, normalmente es un término que en Europa se usa poco o nada, porque usarlo significa de inmediato ponerse del lado de los opresores, de los empresarios y banqueros de levita y sombrero de copa como los que acabo de ver en alguna campaña comunista de tufillo un tanto rancio.

El sistema que tanto critican los socialistas está basado en la libertad de empresa. Pero si analizamos brevemente los pilares del sistema, veremos que se trata de un sistema económico que confía en el juego del mercado con los siguientes efectos: la libre fijación de precios; la libertad de establecimiento de empresas; la libertad de consumo basado en la elección del producto que mejor se adapta a las necesidades de cada comprador. El Estado tiene reservado su papel teórico, a saber, debe vigilar para que no haya deshonestos que engañen, defrauden o timen a cualquiera de los dos lados que componen el juego del mercado.

Cuando se habla de refundación del capitalismo es dificil precisar qué es lo que se quiere refundar. Como queda dicho en el párrafo anterior estamos hablando de juegos de libertades e intereses y no de partidos ni ideologías. Los socialistas tienen una gran capacidad de refundarse y quieren trasladar sus inquietudes a otros ámbitos de la realidad que creen, ingenuamente, que son parte de una ideología, cuando en realidad esas cosas que pretenden regular, como el mercado o la economía, tienen leyes propias autónomas de las ideologías.

El socialismo lleva refundándose desde el siglo XIX. La primera, la segunda y la tercera internacionales llevaron a modelos diferentes de socialismo, de comunismo y a saber de cuantas ideologías más. El socialismo totalitario se refundó en fascismo tras la primera guerra mundial, pero ya se había refundado como socialdemocracia previamente y posteriormente con gran éxito tras la segunda guerra mundial. La socialdemocracia se refundó en centrismo cuando se desprendió de su herencia autoritaria y veremos en qué se refunda el centrismo en el futuro.

Los socialistas, ahora en la izquierda y en la derecha parlamentaria, creen que la economía de mercado es parte de la ideología antagónica que se proponen refundar, como si las leyes del mercado dependieran de algo así como la internacional capitalista.

Es una jugada peligrosa. Si la libre empresa se basa en la libertad del productor y del comprador, que debe asumir riesgos sobre sus ahorros y de su capital disponible, y de la libre fijación de precios, entonces, si “refundamos” el sistema mediante una intervención estatal que está fuera de su papel subsidiariamente legítimo, tenemos que tocar forzadamente cualquiera de las tres libertades sobre las que se apoya: la del productor, la del comprador y la de los precios. Cabe preguntarse cuáles de estas tres tocarán los burócratas, los partidos y las élites serviles nacionalizadoras. Si se quiere mantener un sistema equilibrado, eso quiere decir que se tocarán todas, de forma que los productores, los compradores y los precios que surgen del intercambio de ambos tendrán menos libertad de actuación, con lo cual fácilmente se deduce que una refundación de eso que llaman capitalismo no es más que un eufemismo que apela a un recorte de las libertades públicas.

Los conservadores debemos estar preocupados ante este nuevo acoso a las libertades y al papel subsidiario del Estado. Primero, porque en sí mismo el recorte de libertad normalmente trae consecuencias trágicas; segundo, porque significa una evasión de la realidad, transformando un sistema que se acomoda a la realidad humana en una serie de postulados ideológicos “refundables” al albur de las circunstancias.

La sociedad civil, falsamente aliviada por las medidas intervencionistas, probablemente no hará nada, se conformará y solo protestará si se queda sin trabajo ante una crisis que en vez de durar meses podría durar años.

Por qué la izquierda está muerta o siete razones para abandonarla

Sospecho que para indicar por qué abandoné la izquierda debo hacer un poco de historia, aunque sea de la pequeña y personal. Mi simpatía e identificación con la izquierda se produjo en la adolescencia. Me repugnaba ciertamente el comunismo, en especial por la lectura de los disidentes rusos y –¿cómo no?– del Archipiélago Gulag y otras obras de Alexander Solzhenitsyn, pero creía en la posibilidad de una izquierda que no necesariamente fuera totalitaria ni apoyada en la política de bloques existente entonces.

De manera más o menos difusa, me identificaba con el modelo socialdemócrata sueco, el de una izquierda supuestamente democrática, neutral y pacifista en el plano internacional y partidaria de todas las causas que yo consideraba nobles.

Por supuesto, me entusiasmé como tantos -tantísimos- otros con la revolución sandinista en Nicaragua. A mi juicio, aquella era una clara manifestación de que todavía las revoluciones resultaban posibles, de que un pequeño David revolucionario podría enfrentarse con el terrible Goliat yanqui y de que era viable un sistema socialista con pluralidad de partidos y sin depender de la URSS o de China. Mi entusiasmo por la experiencia sandinista duró justo hasta que visité Nicaragua. Porque lo que descubrí en el país centroamericano fue una dictadura no por sutil menos repugnante que la soviética. Los sandinistas oprimían al pueblo de la misma manera cruel y despiadada que mis odiados esbirros de la NKVD y el KGB. Habían creado un sistema en el que la Nomenklatura -como siempre- disfrutaba de lo mejor mientras el pueblo pasaba hambre, eso sí, atiborrado a todas horas de una propaganda estúpida que les convencía de que sus miserias no se debían a las pésimas consecuencias del socialismo sino a la acción del imperialismo. A la asfixiante falta de libertad y al torrente de la efectiva propaganda para subnormales -nunca había yo vivido nada semejante, ni siquiera en la España de Franco- se sumaba la creación de un sistema en el que podían existir otros partidos políticos, pero sin que semejante circunstancia significara nada, porque todo el control estaba en manos de los sandinistas. Ah, y de tercera vía, nada de nada. Las únicas publicaciones que se veían en Nicaragua eran de origen soviético y los colaboradores eran gente, mayoritariamente, procedente de las dictaduras del Pacto de Varsovia. Aquello era lo denunciado por Solzhenitsyn, pero más sutil.

Harto y asqueado de la experiencia nicaragüense, estaba yo mostrando mi pasaporte en el aeropuerto de Managua cuando escuché detrás de mí una voz cuyo acento era español y quizá incluso de Madrid. Me giré sobre mí mismo y le pregunté al respecto. Efectivamente, era español. La espera se adivinaba larga y, en la soledad de la sala, comenzó a contarme su experiencia. Había pasado las últimas semanas colaborando con el gobierno sandinista. Su salario lo pagaba en dólares una comunidad autónoma, aunque, en teoría, aquel era un proyecto clandestino que no debía conocerse. Y, tras revelarme el secreto de su misión, comenzó a cantarme las loas de la revolución sandinista que él había vivido situado en las alturas del poder. Soporté con paciencia aquel chorro de propaganda, hasta que, al final, el enviado clandestino de un gobierno autonómico progre me hizo referencia a lo barata que era la vida en Nicaragua. Había yo sufrido con el pueblo la miseria literal ocasionada por el socialismo nicaragüense, y aquella referencia a lo fácil de la existencia encendió en mí una luz de alarma. “Anoche”, me dijo entusiasmado, “fuimos a comer seis personas a … Unos camarones, unos filetes, unas cervecitas y nos costó … Vamos, por eso, en España no cena ni una persona”. Tuve que hacer un serio esfuerzo para no acordarme de la madre que había traído al mundo a mi interlocutor, al presidente autonómico que lo financiaba y al mismísimo Karl Marx. Por el contrario, con el tono más sosegado posible, le dije: “O sea, ¿que la cena de cada uno de ustedes costó algo más de seis meses de salario de un obrero nicaragüense?”. Nuestra conversación no duró mucho más -salió él para La Habana y yo para Bogotá-, pero creo que había quedado de manifiesto lo que era la izquierda, lo que siempre ha sido la izquierda. Mientras la gente de abajo padece el hambre, la opresión y la falta de libertad, la Nomenklatura vive de una manera que hubieran envidiado muchos burgueses. Al mismo tiempo, no faltan gobiernos occidentales que desvían fondos de los contribuyentes para sustentar dictaduras de cuyas mieles disfrutan en viajes organizados que los convencen de las virtudes de la revolución, cuando en realidad tan sólo sirven a la tiranía. En los años siguientes viví experiencias semejantes una y otra vez.

Sin embargo, aquel viaje a Nicaragua no significó todavía la ruptura. Sí lo fue -para disgusto de mis amigos- el final de mi apoyo a personajes repugnantes como Daniel Ortega o Fidel Castro, pero todavía conservaba una tibia fe en que la izquierda en España podía ser diferente. Aquí debo agradecer a Felipe González y sus años de gobierno socialista que me permitieran ver la luz. El legado de aquella izquierda fue la corrupción más espectacular de la historia de España, una gestión económica deplorable vinculada a millones de parados, un intento encarnizado de domesticar las libertades lo mismo vulnerando la independencia del poder judicial que acosando a los medios de comunicación independientes y un desprecio absoluto por la legalidad que tuvo, entre otras consecuencias, la articulación del terrorismo de Estado de los GAL.

La realidad de España, a decir verdad, era mucho peor, pero por aquel entonces yo sólo veía aquello y me empeñé -con la misma cerrilidad que el creyente al que la fe se le desmorona porque carece de base- en considerar que el problema no era la izquierda sino esta izquierda. Fue precisamente en esa época cuando conocí a algunos de los elementos críticos del PSOE -críticos precisamente con Felipe González- que, supuestamente, podían cambiar todo. La experiencia duró unos meses, y de ella salí definitivamente convencido de que no es que la izquierda tuviera problemas, sino que el problema era la izquierda. No sabría decir si llegué a esa conclusión al ver, por ejemplo, que consideraban a Santiago Carrillo un héroe; al comprobar que eran incapaces de ver que la renovación pasaba por algo similar a Tony Blair o al percatarme de que su mensaje no era sustancialmente distinto al de Felipe González, aunque, eso sí, ellos no tenían el poder y lo deseaban.

Mi ruptura definitiva con la izquierda se produjo, así, de manera nada traumática ni dolorosa. Fue como la ruptura de una soga cuyos hilos se hubieran visto segados poco a poco, y cuando el último se soltó sentí únicamente que había sucedido lo que tenía que suceder. A esas alturas, mis razones para romper eran las mismas que ahora y estaban formuladas con la misma contundencia en mi mente, aunque todavía no expresadas con tanta nitidez por escrito como en los últimos años.

En primer lugar, rompí con la izquierda porque amo la libertad. El amor por la libertad forma parte de mi carácter por diversas razones. Entre ellas se encuentran la pertenencia a una minoría religiosa que ha sufrido durante siglos la persecución y la intolerancia; la pasión por escribir o el deseo de analizar sin cortapisas el mundo que me rodea. Para todas y cada una de esas facetas esenciales de mi vida necesito la libertad, y lo cierto es que los grandes proyectos totalitarios de la Historia han sido socialistas. No se trata únicamente de que el primer Estado totalitario de la Historia fuera levantado por los bolcheviques, sino de que el mismo fascismo fue un proyecto socialista. Durante los años veinte, los Estados más intervencionistas eran la URSS de Stalin y la Italia fascista de Mussolini, y nunca me resultó sorprendente que Hayek señalara que el nacionalsocialismo alemán, lejos de ser derechista, era tan sólo otro modelo socialista que se parecía enormemente al soviético. El propio Mussolini lo dejó claro ya en los años veinte, cuando señaló que el fascismo sólo era un socialismo nacional. Si la gente supiera historia, se percataría de hasta qué punto las políticas socialistas y socialdemócratas de la posguerra son tributarias del fascismo italiano, y hasta qué punto no pocos de los supuestos proyectos progres de ZP fueron antecedidos por medidas legales impulsadas por el propio Hitler. En todos y cada uno de los casos, la izquierda pretende tutelar y dirigir la vida de los demás desde el nacimiento -¡y antes!- hasta la tumba. Sin duda, la perspectiva resulta atrayente para muchos. Para mí, se dibuja escalofriante.

En segundo lugar, abandoné la izquierda porque creo en el individuo. Personalmente, estoy convencido de que el sujeto de derechos es el ser humano como individuo, y no la raza, el sexo o las circunstancias médicas. A decir verdad, la Historia muestra que los derechos individuales son los mimbres de la libertad, y que cuando se cercenan -como en el caso de la izquierda- la libertad se ve amenazada, si es que no desaparece. En términos generales, creo que el individuo sabe dar mejor uso a su dinero que el burócrata que decide quitárselo para utilizarlo en sus fines; creo que el individuo sabe educar mejor a sus hijos que el burócrata que decide adoctrinarlos y creo que el individuo gusta más de la libertad de lo que el burócrata está dispuesto a concederle. Lamentablemente, la izquierda está convencida de que sabe mejor que nosotros cómo debemos gastar nuestro dinero, cómo debemos educar a nuestros hijos e incluso cómo debemos emplear nuestro tiempo libre, y a mí esa vocación liberticida de la izquierda me resulta totalmente insoportable.

En tercer lugar, abandoné la izquierda porque creo en la justicia. Me consta -yo fui uno de los infelices- que, históricamente, la izquierda ha captado a no pocos de sus fieles predicando la justicia. Al hacerlo, no ha pasado de representar el papel de falso profeta. Pocas ideologías hay más injustas que las de izquierda. De entrada, la justicia, por definición, debe dar a cada uno lo suyo, y además debe comportarse con todos de manera igual e imparcial, es decir, debe actuar de manera diametralmente opuesta a como pretende la izquierda. Y es que la izquierda siempre ha creído en una justicia que trate a los seres humanos de manera desigual, apelando a artificios como la justicia de clase o la discriminación positiva. En un ejemplo de dislate jurídico, el Tribunal Constitucional español ha resuelto hace unos meses que es correcta una ley que castiga por el mismo delito de manera desigual a hombres y a mujeres. Saltando por encima de los Bills of Rights del derecho anglosajón y de las constituciones liberales, el Tribunal Constitucional ha regresado a Hammurabi, que también consideraba que las penas no podían ser iguales para todos los seres humanos.

Por si esto -que ya de por sí es muy grave- fuera poco, la izquierda tampoco da a cada uno lo suyo. Por el contrario, despoja -el término es del propio Marx- a unos para dárselo a otros. Las imágenes que surgen al decir esto son las de campesinos que reciben las tierras de los latifundistas o las de inquilinos que se quedan con los pisos de los propietarios. Semejantes realidades resultarían ya discutibles, siquiera porque no se termina de ver la justicia de que se prive del fruto de su trabajo -unos pisos o unas tierras- a un ciudadano para dárselo a otros pero es que, para colmo, la izquierda tampoco ha actuado tan generosamente nunca. Por el contrario, se ha limitado -en las dictaduras- a robar a unos para colocar el fruto del expolio bajo el control de una Nomenklatura que actuaba, supuestamente, en beneficio del pueblo. En Rusia nunca se repartieron tierras a los campesinos. Por el contrario, los bolcheviques se hicieron con la tierra, ligaron a ella a los campesinos con una dureza más cruel que la de los zares y, acto seguido, gracias a la incompetencia socialista en la gestión de la economía, causaron la muerte por hambre de millones de personas, algo desconocido en la Historia rusa. En las naciones occidentales, el sistema de despojo ha sido más sutil. Por ejemplo, el contribuyente de las clases medias se ve aplastado por los impuestos para que los titiriteros progres cobren sustanciosos contratos pagados con esos mismos impuestos. Se despoja a los trabajadores para enriquecer a la Nomenklatura y a sus paniaguados. Demos gracias a Dios de que, al menos, no existe el gulag, aunque es innegable que sí existe una injusticia mantenida de forma sistemática.

En cuarto lugar, dejé la izquierda porque creo en el esfuerzo personal y en la excelencia. Lejos de sentirme satisfecho con el mundo en el que vivo, estoy convencido de que muchas cosas han de cambiar, pero para que puedan cambiar a mejor, nosotros hemos de ser mejores, es decir, exactamente lo contrario de lo propugnado por la izquierda. En su afán por controlar nuestra vida desde el claustro materno hasta después de la muerte, la izquierda está empeñada en crear un sistema igualitarista que no afecte, por supuesto, a los miembros de la Nomenklatura. Uno de los terrenos donde se percibe con más claridad semejante perversión es el educativo. Como sabemos no pocos por experiencia, la buena educación es el único camino que permite a los hijos de familias humildes salir de su estrato social y progresar. La izquierda, con su empeño en conformar la educación no de acuerdo a criterios de excelencia sino de igualitarismo, ha cegado ese camino a millones de niños y jóvenes. La educación que reciben en centros públicos es mala, sectaria y deficiente, pero, por añadidura, es una educación diluida y aguada para que hasta el más tonto y el más vago pueda sacar un título. No siempre se consigue esta última meta, pero, por regla general, sí se logra apartar a no pocos de los mejores del camino hacia el éxito. Por supuesto, los miembros de la Nomenklatura -los que han creado ese sistema que persigue por definición la excelencia- no son tan estúpidos como para convertir a sus hijos y allegados en víctimas de sus acciones. Recuérdese que en España los ministros socialistas no llevan a sus hijos a los centros públicos que sufren las consecuencias de sus actos, sino a elitistas centros privados. De nuevo, la igualdad y la justicia son trituradas por el igualitarismo de la izquierda.

En quinto lugar, abandoné la izquierda porque creo en la inteligencia y en la belleza. A pesar de que la propaganda de la izquierda insiste en lo contrario, la izquierda ha demostrado una pasmosa incapacidad para crear algo bello y, a la vez, inteligente a lo largo de su dilatada Historia. Cuando ha sido inteligente, no ha solido pasar de la categoría de agitación y propaganda y la belleza, por regla general, ha brillado por su ausencia… a menos que consideremos bella una composición tan cursi e idiota como ésa de “el sable del coronel. Cierra la muralla”. Todo eso por no hablar del dinero de nuestros impuestos gastado a raudales en gente de la farándula de la más dudosa calidad artística. El hecho de que Miguel Ángel, Cervantes, Beethoven o Shakespeare salieran adelante -y crearan obras geniales- sin pertenecer a la izquierda ni cobrar subvenciones debería llevarnos a reflexionar. El hecho de que la izquierda, a pesar del dinero de los demás que ha gastado en ello y a pesar de su supuesta superioridad moral, no haya tenido un Bach, un Goethe o un Velázquez, sino, como mucho, algunos compañeros de viaje, da para pensar, y mucho. Sin embargo, no resulta tan extraño. Cuando no se busca el talento ni la excelencia, cuando se prima la sumisión a las consignas, cuando se persigue a los que destacan, cuando se odia la excelencia y se prefiere el sectarismo sumiso, el resultado no puede ser otro.

En sexto lugar, abandoné la izquierda porque carece de mensaje que vaya más allá de la opresión de los demás. Por más que se esfuerce en presentarse como un frente de progreso, la verdad es que la Historia ha derrotado en toda línea a la izquierda. Dejó de manifiesto con la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS que el socialismo real había sido una pesadilla más que un sueño, y los jirones que aún persisten de ese sistema -Cuba, Corea del Norte, etc.- constituyen muestras patéticas de tiranías cruentas y agónicas.

Por si fuera poco, el mismo mensaje de la socialdemocracia ha demostrado su fracaso para solucionar problemas y, por el contrario, ha dejado de manifiesto que sus efectos perversos son múltiples y dañinos.

Ayuna de éxitos, la izquierda sólo tiene dos caminos. O bien se derechiza para salvar a los Estados de las consecuencias nefastas de las políticas de izquierdas, o bien se entrega a la defensa de las rancias políticas de ayer acentuando el elemento opresor mediante el trato de favor a lobbies no representativos pero feroces y agresivos. El primer caso es el de la política de Tony Blair, que sobre el papel es de izquierdas pero que, en realidad, constituye un ejemplo de que la izquierda sólo puede esperar hacer algo sensato y de provecho si gobierna con las recetas de la derecha. El segundo caso es el de ZP en España. Incapaces de conservar los logros de los gobiernos del PP y carentes de escrúpulos, ZP y sus adláteres lo mismo defienden dictaduras como la cubana o la venezolana, que propugnan la imagen de la Segunda República española creada por la Komitern de Stalin, que se arrodillan ante los programas delirantes del feminismo radical -que es más que dudoso que represente a las mujeres- o del lobby gay, que, con toda seguridad, no representa a los homosexuales. El resultado de esa esterilidad política, social y ética es volcarse cada vez más en políticas que tan sólo buscan oprimir a los demás indicándoles lo que pueden hacer, lo que deben pensar, lo que han de sentir, lo que han de comer, en qué tienen que emplear su tiempo libre e incluso cuándo y cómo tienen que morir, y, como en todas las tiranías, la satisfacción de los tiranos se sustenta en la opresión de los tiranizados.

Al fin y a la postre, de acuerdo a la ortodoxia de la izquierda, la sociedad se ve dividida en tres grandes grupos: la Nomenklatura, que nos dice todo lo que hemos de hacer, decir y pensar; los grupos minoritarios y escasamente representativos a los que la Nomenklatura favorece -porque los ve como aliados naturales- mediante subvenciones y prebendas y, por último, los que con nuestro trabajo y nuestros impuestos mantenemos a una Nomenklatura que nos oprime.

Al fin y a la postre, la izquierda acaba instaurando una dictadura sutil en Occidente -brutal en el resto del mundo-, donde la libertad, la excelencia, el saber, la justicia y la belleza se ven sustituidas por la tiranía, la estupidez, la ignorancia, la injusticia y la zafiedad. Obsérvense determinados gobiernos y dígaseme que no es cierto y, sobre todo, que no son razones más que sobradas para abandonar la izquierda, a menos que uno desee formar parte de la dorada Nomenklatura que decide lo que los demás deben hacer, decir y pensar, mientras ella vive del fruto del trabajo de los otros.

A estas seis razones de carácter general para abandonar la izquierda desearía añadir una séptima de carácter más personal. Abandoné la izquierda, y resultó decisivo en mi caso, porque soy cristiano. Es cierto que durante años pensé -y estaba profundamente equivocado- que los valores de la izquierda eran algo así como una visión laica de los valores propugnados por el cristianismo. Pensaba yo -y erraba gravemente- que las palabras justicia, libertad o dignidad tenían el mismo significado. La realidad es que no se corresponden ni por aproximación. De la misma manera que el Jesús del Código Da Vinci sólo tiene en común con el de los Evangelios la colocación de las letras del nombre. Conceptos como los de justicia, libertad, dignidad o vida son diametralmente opuestos en la formulación de la Biblia y en la de la izquierda. Entrar en un examen detallado de la cuestión podría ser objeto de un ensayo, pero, obviamente, desborda la finalidad de estas páginas. Basta, sin embargo, ver cómo los denominados cristianos de izquierdas acaban siendo mucho más de izquierdas que cristianos, o cuáles son las posiciones de la izquierda sobre la vida o la familia, para percatarse de que entre ambas cosmovisiones se despliega un abismo tan insalvable como el que separaba a los réprobos del Hades de los bienaventurados del seno de Abraham en el Evangelio. Una persona que, de verdad y de corazón, ame las enseñanzas de Jesús no encaja con una visión del mundo que pretende controlar al ser humano desde antes de nacer -para facilitar su eliminación- hasta su muerte -para despenalizar su eliminación-, ni tampoco con discursos que pretenden encerrar a los creyentes en sus lugares de culto, o que pasan por alto la naturaleza humana, o la mera realidad, a la hora de pensar en las tareas de gobierno.

Dicho lo anterior, personalmente estoy convencido, como ya he indicado, de que la izquierda no tiene mensaje tras el fracaso del socialismo y sólo le queda la esencia tiránica que ha contaminado su andadura desde su nacimiento, a finales del siglo XVIII.

Dado que no vamos -¡demos gracias a Dios!- hacia la dictadura del proletariado ni es previsible que el socialismo real se mantenga en pie mucho más allá de la muerte de Fidel Castro, la izquierda sólo puede ofrecer un mensaje achatado, obtuso, de tiranía y control, de totalitarismo y entontecimiento creciente de las masas que, como criticaba Juvenal, sólo ansíen pan y circo y para ello estén dispuestas a aceptar la vileza y la animalización. Pero ésa es una razón adicional bien poderosa para abandonarla.

Sin duda, en el seno de la izquierda existen personas de buena fe que están convencidas de que se hallan en el mejor lugar para ayudar al prójimo. Es posible que tarden en salir de esa equivocación años, y sólo Dios sabe el daño que habrán podido causar a los que desean ayudar durante ese tiempo. Pero a esas personas que, de corazón, desean ayudar a los demás, y no buscarse un pesebre a costa del sudor de los demás, se les podría decir lo mismo que el autor del Apocalipsis gritaba a la gente decente que aún se hallaba en las garras de Babilonia la grande, la prostituta, roja y borracha con la sangre de los santos y de los inocentes: “Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados ni recibáis parte de sus plagas” (Apocalipsis 18, 4).

NOTA: Este texto es el epílogo a POR QUÉ DEJÉ DE SER DE IZQUIERDAS, de JAVIER SOMALO y MARIO NOYA, que acaba de publicar la editorial Ciudadela.

Chavez y el "hombre negro"

Corrección política y sentimentalismo vacuo

El resultado de las elecciones representa el triunfo de lo políticamente correcto y del sentimentalismo vacuo, con palabras mantra como cambio, que siempre puede ser a mejor o a peor. De llevarse a cabo el programa contradictorio con el que se ha presentado a las elecciones, el cambio será notoriamente a peor.




Por Enrique de Diego

Triunfo esperado de Obama, abrumador en compromisarios (338 por 157 para McCain), más ajustado que la tendencia de las encuestas en lo relativo a voto popular (52 frente a 48). Triunfo de lo políticamente correcto y del sentimentalismo vacuo, con palabras mantra como cambio, que siempre puede ser a mejor o a peor. De llevarse a cabo el programa contradictorio con el que se ha presentado a las elecciones, el cambio será notoriamente a peor. Las propuestas de Obama, llenas de contenido genérico y a veces pseudoreligioso, empeorarían la crisis financiera en vez de resolverla.
Triunfo de lo políticamente correcto, que Obama ha representado en estado puro. Es la segunda vez que llega a la Presidencia, en los últimos tiempos, un político del ala izquierda del partido demócrata. El precedente es Jimmy Carter, también ganador de la Casa Blanca en un tiempo de crisis y confusión de valores.

Apuesta muy firme y persistente por Obama de los grandes medios de comunicación que, por ejemplo, se han empleado en desacreditar a Sarah Pallin.

Criterio favorable a la idea de cambio y a las imágenes emocionales: cambio, el primer presidente negro. Dominio de la imagen y lo mediático sobre la racionalidad.

En el caso de John McCain, que presentaba un programa coherente de reducción del gasto público y un discurso sólido en política internacional, la experiencia se ha terminado identificando con ancianidad.

De todas formas, Bush, en buena medida, le ha dado el triunfo a Obama. El discurso de reducción del gasto público, clave en los mensajes de McCain, ha quedado desacreditado por la intervención expoliadora.

Decía Churchill, que las naciones se salvan porque los políticos no llevan a cabo sus programas. El de Obama roza la cuadratura del círculo y de llevarse a cabo sería negativo para la economía de Estados Unidos y también, obviamente, para el resto del planeta. Lo destacable son sus contradicciones, como si intentara contentar a todos. Obama es partidario de fortalecer el dólar, corrigiendo la línea sostenida por la Reserva Federal de dinero fácil.

Ha prometido no subir los impuestos a aquellas familias que ganen menos de 250.000 dólares al año. A ellos, sumaría recortes fiscales a las clases medias o a aquellos cuyo sueldo anual no sobrepase los 150.000 dólares al año. Al tiempo, pretende acabar con los beneficios impositivos con los que actualmente cuentan aquellas familias que ganan más de 250.000 dólares anuales.

Estas bajadas de impuestos se compadecen mal con el aumento del gasto público que Obama propone. Propugna un plan de pensiones universal y de un sistema sanitario para todos, universal y gratuito, a la europea. También propugna incrementar los subsidios de desempleo. La pregunta es de dónde va a sacar el dinero.

Reducir impuestos y aumentar el gasto convierte en imposible cuadrarmínimamente las cuentas, lo que se traduciría en un aumento del déficit público, ya muy elevado, y en un ulterior factura fiscal que dañaría a la economía y provocaría paro. Estados Unidos se vería abocado a entrar en la espiral de males que aquejan a Europa.

Con Obama, y a la espera de rectificaciones, Estados Unidos no es una referencia. No deja de serlo, propiamente, porque Bush ha sido un manirroto que no ha hecho otra cosa que aumentar el gasto.

Además, Obama se opone, por cuestiones medioambientales, a explotar los ricos yacimientos que permanecen en el subsuelo marino de Florida y Alaska, apostando por las gravosas energías alternativas, eólica y solar, tan del agrado de la mentalidad políticamente correcta, pero que de poco sirven a la hora de evitar la dependencia energética o reducir los costes de la energía.

En política internacional, a semejanza de Zapatero, Obama se muestra candorosamente partidario de los supuestos efectos taumatúrgicos del diálogo como vía para resolver los conflictos, contra la experiencia histórica de lo nefasto de pretender apaciguar a dictadores y tiranos. Obama no excluye a nadie de esa supuesta capacidad de persuasión, incluido el presidente de Irán, al que se cree capaz de convencer que paralice su programa atómico.

Mientras propugna la salida de Irak, poniéndole fecha (16 meses), lo cual es un error estratégico evidente, se muestra partidario de centrarse en Afganistán, y en algunos de los debates ha planteado la posibilidad de trasladar el conflicto más allá de la frontera de Pakistán, lo cual es cuanto menos seriamente peligroso.

Aunque Obama ha acertado en centrar buena parte de su campaña en las clases medias, sus medidas, como un supuesto ‘plan de rescate de la clase media’, que la introduciría en la paralizante cultura de la subvención, puede decirse que su programa es contraproducente para las clases medias norteamericanas.

En lo relativo al derecho a la vida, es partidario de convertir el aborto en un derecho durante los nueve meses, entre otras cosas porque ha recibido fuerte financiación del lobby proabortista.

Redoble de tambores en Panamá

Carlos Alberto Montaner

Panamá está a punto de rehacer sus fuerzas armadas. Se trata de un peligroso disparate. En diciembre de 1989, tras la invasión de Estados Unidos contra la sanguinaria narcodictadura del general Noriega, los panameños decidieron renunciar a poseer ejércitos. Fue una demostración de sentido común. Si había un país que no necesitaba fuerzas armadas era Panamá. Dentro de sus fronteras no existían fuerzas subversivas. Su vecino del norte es Costa Rica, una nación pacífica, voluntariamente desarmada desde hace sesenta años, que no representa el menor peligro. Su vecino del sur es Colombia, un país 15 veces mayor y 14 veces más poblado, con un aparato militar considerable, con el que Panamá mantiene las mejores relaciones, y al que no le podría hacer frente veinticuatro horas si se desatara una muy improbable contienda que nadie quiere ni espera.

Panamá, por supuesto, tiene problemas de orden público, pero todos pertenecen al ámbito de la policía: narcotráfico, corrupción, lavado de dinero, alguna violencia callejera (infinitamente menor que en Guatemala, Honduras o El Salvador) y tráfico de indocumentados. Es necesario, claro, proteger el Canal de un hipotético ataque terrorista, pero ésa es una labor de inteligencia policíaca. Es verdad que la selva de Darién, esa intrincada región que separa a Panamá de Colombia, es un refugio y zona de paso de narcoguerrilleros de las FARC y el ELN, pero la persecución y control de estos sujetos es más propia de una buena guardia rural que de un inútil ejército convencional.

El ejército y la policía, aunque ambos son cuerpos armados, se organizan en torno a visiones y misiones totalmente diferentes. En nuestra tradición latinoamericana, lamentablemente, se les atribuye a las fuerzas armadas unas funciones contrarias al espíritu republicano. Se dice que son los garantes de la Constitución. Se les permite definir cuál es el supuesto ''interés nacional'' y, por lo tanto, actuar para defenderlo cuando la cúpula decide que debe salvar a la patria. Ellos, los militares, son la patria, y es su sagrada tarea prescribir la correspondiente Doctrina de Seguridad Nacional. La policía, en cambio, al menos en teoría, se limita humildemente a hacer cumplir las leyes bajo la autoridad de alguna instancia civil del poder judicial, como corresponde a un verdadero Estado de Derecho.

El origen de esta confusión de roles se remonta a Nicolás Maquiavelo y es anterior al establecimiento de la democracia. Fue este brillante florentino quien acuñó la frase ''razón de Estado'' para justificar cualquier arbitrariedad que se le ocurriera al príncipe en beneficio de sus súbditos. Pero fue contra esta idea que luego surgieron las repúblicas democráticas: el gobierno debe limitarse a crear y tutelar el buen funcionamiento de las instituciones para que los individuos, por medio de los representantes que elijan, decidan libremente el curso de acción. No es verdad que los Estados tienen intereses o ideales permanentes, y mucho menos que los cuerpos armados son los organismos llamados a defenderlos. No es cierto que existe una esencia patriótica que vive en los cuarteles.

Pero hay otro peligro: en nuestras tierras castigadas por el autoritarismo, el órgano es el que hace la función. Una vez que el Estado dispone de grandes fuerzas armadas, éstas acaban disponiendo del Estado. Los generales que tienen tanques de guerra y aviones de combate desean utilizarlos. Está en la naturaleza de su vocación. Para ilustrar este fenómeno es muy útil el caso cubano. En esa pobre isla hace cincuenta años que manda un grupo de aventureros decididos a intervenir en los asuntos del mundo entero. En los sesenta se limitaban a adiestrar terroristas y subversivos de todas partes, o a enviar guerrillas cubanas a cualquier sitio --como la que le costó la vida al Che Guevara en Bolivia--, pero en los setenta, cuando disponían de unas enormes fuerzas militares armadas por los soviéticos, mandaron los ejércitos a pelear en guerras africanas durante quince años, hasta que el descalabro de la URSS y sus satélites los obligó a regresar a sus cuarteles. Hoy, con el país en medio de las mayores calamidades y las fuerzas armadas severamente reducidas, el comportamiento internacional es mucho más comedido.

El presidente Martín Torrijos, que ha gobernado razonablemente, al final de su mandato va a cometer un inmenso error si revitaliza un organismo innecesario y contraproducente en Panamá. El país, es cierto, necesita reforzar el orden público, pero esa es una tarea que tiene diversas facetas. La primera es adecentar la vida pública, combatir la corrupción e invertir lo que haga falta en mejorar la calidad de la justicia. Esto último requiere leyes procesales más expeditas, más y mejores jueces y fiscales, y poner el acento en una policía con más recursos técnicos y mayor remuneración, bajo el control total del gobierno. Si insiste en el camino de la remilitarización del país lo que conseguirá será incubar y alimentar un monstruo que acabará devorándose a Panamá. Ya sucedió en el pasado y volverá a ocurrir.

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