Los hijos bastardos de Saint-Simon
Por María Blanco
Desde hace ya tiempo, nuestros líderes en el gobierno y en la oposición nos tratan de vender este "socialismo del siglo XXI" como un avance sin parangón en el universo del pensamiento político de hoy en día. Nos miran con la misma mezcla de sorpresa y suficiencia de un adolescente que trata de enseñar a un veterano rockero cómo suenan The Who.
Pero quienes trabajamos en el laboratorio de la historia del pensamiento tenemos la ventaja de que reconocemos el marketing de los cantamañanas que mal copian fórmulas ya extintas. Y en el caso de este nuevo socialismo, reconozco un tufillo saintsimoniano que tira de espaldas. Para quienes no conozcan a Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon (1760-1825), este polémico autor francés era un visionario socialista, creó un movimiento político que derivó en una secta en las primeras décadas del siglo XIX en Francia y tuvo una repercusión enorme en el devenir de la Francia de su época.
Humanista, preocupado por la explotación de la mayoría desfavorecida por una minoría ricachona, creía en el progreso económico como motor del cambio. Industrialista, incluyendo en la industria al sector agrícola, abominaba de todo lo que recordara al Antiguo Régimen: los nobles (hay que recordar que él era conde), los curas, los propietarios rentistas, los militares y todos aquellos que se opusieran al establecimiento de un régimen más favorable a la economía y a la libertad. Saint-Simon abre el elenco de socialistas que defienden un liberalismo que les lleva a romper con los liberales, curioso fenómeno que nos llama la atención a más de uno. Estos defensores de la producción, del librecambio y de medidas económicas liberales mientras sea conveniente, conciben la libertad como un medio, no como un fin. Y esa es la razón que les enfrenta al liberalismo puro, el que entiende que la libertad como un fin en sí mismo, incluso si su defensa implica renunciar a una mayor riqueza económica.
Para Saint-Simon, la sociedad está organizada al revés y son los pobres a quienes se les obliga a ser generosos con los ricos. Según su propia metáfora, el arte de gobernar ha quedado reducido a dar las avispas (ricos/rentistas) la porción mayor de la miel fabricada por las abejas (productores). Para deshacer este desvarío, Saint-Simon propone la planificación. Cada año un gobierno de expertos profesionales de élite elaborará un gran proyecto de obras públicas que generará actividad económica en el país. Los empresarios aportarán sus capitales y recibirán su beneficio, no habrá paro, los economistas, ingenieros y hasta los artistas (¡ay, los artistas socialistas!) colaborarán al engrandecimiento de la nación. Se trata de concebir la organización como desarrollo de la producción, no como restricción. Su lema lo dice todo: a cada uno según su capacidad, a cada capacidad según sus obras, ¡no más herencias!
He de confesar que Saint-Simon es un personaje que siempre ha llamado mucho mi atención. La idea de que hoy en día los socialistas tratan de sustituir a la religión toma vida en los saintsimonianos, la secta uniformada de seguidores de este autor, que vivían su "religión laica" en Ménilmontant. Se podría pensar que esto no pasa de ser una anécdota, si no fuera porque hubo detenciones (defendían la libertad sexual de la mujer) y por el perfil de los seguidores de Saint-Simon. Lejos de ser una panda de locos, la mayoría de ellos eran ingenieros de mucho prestigio, como Michel Chevalier, uno de los encarcelados, que representa a la perfección el espíritu saintsimoniano, al menos en sus primeros años. Y junto a él, Prosper Enfantin, Gustav d’Eichtal, los banqueros y hermanos Péreire, y una infinidad de ingenieros, que se definieron saintsimonianos y ocuparon puestos de responsabilidad hasta la el último tercio del siglo XIX.
Este es el origen del socialismo "liberal", laico, universalista, humanista, pacifista y feminista que dicen-que-dicen que defienden nuestros políticos. ¿La diferencia? Los resultados. Fueron los saintsimonianos quienes propusieron abrir el Canal de Suez y el Canal de Panamá y presentaron sendos proyectos por primera vez, quienes impulsaron el establecimiento de una red ferroviaria con el capital privado de los Péreire, primero en Francia, y también un ferrocarril mediterráneo que bordeara la costa desde España hasta Turquía, la modernización de la banca en Francia y la creación de la banca mobiliaria, la reforma urbanística de París. Fue Michel Chevalier quien impulsó y firmó el tratado librecambista con Gran Bretaña conocido como tratado Cobden-Chevalier.
¿Y nuestros "socialistas" de todos los partidos? Para empezar, son políticos profesionales de relleno, no profesionales de élite encargados de la gestión, como pretendía Saint-Simon. Si se aplicara el lema saintsimoniano a nuestros gobernantes (del partido que sea), y se les juzgara por sus obras, probablemente estarían todos picando piedra. Se les llena la boca con las consignas del socialismo "liberal" francés, se centran en las consignas que les proporcionan votos y se olvidan de la esencia. Toman lo que les conviene (transgresión de la propiedad privada, gasto público, liberalismo convenido y utilitarista...) pero dejan de lado lo bueno que tenía este movimiento. Rizando el rizo pervierten el propio mensaje socialista del que pretenden ser sucesores.
Son los hijos bastardos de Saint-Simon.
Bastiat y la crisis del siglo XXI
Bastiat y la crisis del siglo XXI
Los causantes de la crisis del siglo XXI nunca leyeron a Bastiat. La ley no puede proteger la vida, la libertad y la propiedad si el Estado promueve políticas socialistas e intervencionistas, por definición opuestas a estas categorías. Cuando eso sucede, sostiene Bastiat, la ley se corrompe y se vuelve contra aquello que debía defender. Al permitir el préstamo para todos, no se advirtió, como lo hizo Bastiat en su contexto, que las decisiones económicas no deben ser implementadas únicamente por sus consecuencias inmediatas, sino por su impacto en el largo plazo, del mismo modo que sólo se puede observar un lienzo de gran formato a determinada distancia.
Que la cura, mayor intervención, es peor que la enfermedad también fue demostrado por Bastiat. El control del Estado para enfrentar la crisis que él mismo creara ha resultado hasta el momento ineficiente, económicamente dañino y moralmente equivocado. Esa intervención, además, sólo ha beneficiado a los financistas y banqueros irresponsables, los fabricantes de velas de nuestro tiempo, rogando favores del Estado para beneficiarse ellos y perjudicar a todos los demás.
Es preciso entender que el mercado libre es una fuente de armonía económica entre los individuos, siempre que el Estado se limite a proteger las vidas, libertades y propiedades de los ciudadanos, del crimen, el robo, el fraude y el incumplimiento de los contratos. Si el Estado no tiene límites, pierde de vista su objetivo central: impartir justicia. Si interviene en todas las actividades humanas, olvida su propósito primordial: impedir a la injusticia prosperar. De esta manera, terminamos con el peor de los males: el reino de la injusticia y del Estado excesivo e inútil.
Por eso es tan importante limitar el gobierno, reducir el tamaño del Estado y su influencia, concentrando su tarea a defender los derechos legítimos de los ciudadanos. Así se enfrenta la crisis del siglo XXI: terminando con toda acción del Estado que no sea la de establecer la justicia y proteger la vida, la libertad y la propiedad. Sin esos proteccionismos, creados por el Estado para ocultar sus propios errores, se sientan las bases para concurrir a esa armonía universal tan querida por Bastiat.
En estos difíciles momentos, cuánta falta hace quien, como Bastiat, se dirija a todos los afectados por la crisis del siglo XXI, para señalarles que, desde la libertad, sus más altas aspiraciones no son opuestas sino armónicas; más aún, que sólo se pueden concretar por medio de la libertad. En los tiempos que vivimos, donde desconfiamos de todos, Bastiat nos muestra que en la libertad radica la armonía de los intereses, pues gracias a ella cada persona puede ver a su prójimo como un diligente compañero en el proceso en marcha del progreso humano, no como una víctima de la expoliación.
No somos todos keynesianos
No somos todos keynesianos
Por Guy Sorman
PARIS.- La mayor amenaza contra la recuperación económica es tener poca memoria. Si el presidente Obama o Sarkozy actúan como si la ciencia económica no existiera, o como si no hubiéramos aprendido nada desde 1930, la economía mundial se hundirá más.
Existe un riesgo real de que el nuevo presidente de los EE.UU. sea influido por una vociferante turba de ideólogos estatistas y keynesianos resurgentes. Parece como si los espectros del New Deal se hubieran apoderado del debate político en los EE.UU. Hablan como si su exilio de principios de los 80 se hubiera producido por simples razones partidarias. Pero no fue así. El estatismo y el keynesianismo fueron descartados en todo el mundo simplemente porque habían fracasado.
La expansión económica por medio de la privatización, la desregulación y el libre comercio -un proceso que se inició en 1979 en el Reino Unido durante el gobierno de Margaret Thatcher, siguió en los Estados Unidos durante la presidencia de Ronald Reagan, y finalmente se extendió en todo el mundo tras la desaparición de la Unión Soviética- no tuvo origen ideológico. Esta nueva economía global y libre, inspirada por los así llamados partidarios de la oferta y monetaristas, fue una respuesta racional a la crisis de 1974-79, engendrada por estatistas y keynesianos. La política de regulación de precios y de "estímulo" económico de la administración Carter habían conducido a los EE.UU. a una depresión. En realidad, Nixon fue quien la inició, con su famosa declaración: "Ahora todos somos keynesianos". Una teoría que generó lo que se llama estanflación, inflación y recesión al mismo tiempo; la herencia del keynesianismo en acción.
El fracaso simultáneo de las políticas keynesianas en los EE.UU., Europa y Japón no sorprendió a los economistas de libre mercado. La defectuosa premisa keynesiana de revivir la economía por medio de la creación artificial de la demanda de consumo ("estímulo") ya había sido puesta en evidencia y cuestionada por los economistas del libre mercado, desde conservadores como Milton Friedman hasta liberales como Edmund Phelps, antes de que esas políticas se aplicaran. Los economistas de libre mercado ya habían explicado que el crecimiento provenía de la oferta. El empresario, mediante el uso de la innovación, crea nuevos mercados, y luego se origina la demanda. No se puede estimular la demanda con subsidios públicos a productos y servicios que primero deben inventarse: no le corresponde al gobierno crear riqueza; sólo puede redistribuir la riqueza existente usando lo que paga un contribuyente para dárselo a otro. Por medio de la inflación, aumentando los salarios nominales, el gobierno también puede crear la ilusión de ayudar a la gente; sin embargo, este regalo muy pronto será pagado con un aumento de precios.
¿Por qué, entonces, el keynesianismo ha demostrado ser tan popular entre los líderes políticos? Por algo que no tiene nada que ver con la economía: el estímulo simplemente le da buen nombre al gobierno, al menos a corto plazo. No obstante, hay que conceder que la intervención estatal puede justificarse por razones morales, por ejemplo, en nombre de la justicia social, o para restablecer la estructura de la sociedad. Pero no puede considerársela fuente de crecimiento.
La política de la oferta, la reducción de impuestos, la desregulación, la competencia, el libre comercio y la globalización han ofrecido al mundo alta tecnología (extraordinario desarrollo de Internet, teléfonos celulares) y una vida mejor.
Esto no implica negar que nos encontremos en medio de una crisis económica. Pero esta crisis debe enfrentarse con los principios de la economía moderna. ¿La crisis actual es la consecuencia de los excesos del libre mercado, de la ceguera ideológica y de la falta de regulación estatal? ¿Cómo explicamos entonces los 25 años anteriores de prosperidad económica? Casi todos los economistas partidarios del libre mercado coinciden ahora en que los mercados sólo funcionan bien dentro de los límites impuestos por instituciones sólidas y predecibles; cuando no es así, el crecimiento es lento o aparecen las burbujas especulativas. Por otro lado, la economía conductista acepta que los individuos no siempre actúan racionalmente; las pasiones nos llevan a hacer elecciones económicas absurdas. Pero reconocer la necesidad de instituciones y tener en cuenta las impredecibles acciones de los individuos no significa que el control estatal sea indispensable. Los gobiernos tienden a ser aún más impredecibles que los mercados, y tampoco son menos proclives a dejarse llevar por las pasiones. Los gobiernos eligen ir a la guerra, por ejemplo, y los individuos, no.
Paul Krugman ganó un Premio Nobel por sus primeros trabajos sobre el libre comercio, pero ha empezado a argumentar que los EE.UU. deberían reemplazar una economía guiada por la codicia (léase: el mercado) por una economía basada en la moralidad (léase: el gobierno). Pero desde David Hume se ha demostrado una y otra vez que una sociedad moral se basa en la libertad individual. Concederle al gobierno autoridad para imponer moralidad es malo desde lo económico y niega las premisas básicas de todas las sociedades libres.
Los bancos hipotecarios estadounidenses Fannie Mae y Freddie Mac, instituciones que regulaban el mercado inmobiliario estadounidense, que no eran públicos ni privados (el peor caso posible, ya que la responsabilidad no queda en claro), eran impredecibles y poco confiables. La pasión contribuyó a crear una burbuja mundial debido al contagio de la mala información: los precios de la vivienda sólo podían subir, se decía. Así, para reparar el mercado, lo que hoy se necesita no es una mayor regulación, sino un mercado mejor gracias a la transparencia. No se debería permitir ninguna transacción inmobiliaria en la que el comprador no dispusiera de toda la información y de asesoramiento financiero acerca de las consecuencias de su compra.
Una autoridad que evalúe la seguridad financiera de los productos debería imponer criterios informativos estándares similares a los que rigen la información de las etiquetas de los alimentos envasados. En teoría el camino más corto hacia la recuperación sería dejar que el mercado mismo se ajustara, pero en una democracia, donde la opinión pública pesa, mantenerse a un lado no es una solución legítima. Las consecuencias sociales de adoptar una actitud de laissez-faire radical podrían hacer que gran parte de la nación se volviera en contra del capitalismo.
Por lo tanto, el deber del gobierno es salvar al capitalismo, la mejor herramienta económica que tenemos, incluso por medio de medidas no capitalistas: Keynes ya lo sabía en la década de 1930. Nunca pretendió destruir el capitalismo, sino salvarlo de los capitalistas dando participación al gobierno. Pero reaccionar excesivamente ante una crisis puede ser tan peligroso como no hacer nada. La nueva cultura del rescate podría estimular el riesgo moral y socavar el espíritu emprendedor, tal como lo hizo la sindicalización en los 30. Parece menos destructivo rescatar a los individuos en mala situación, los que corren peligro de perder su vivienda o su empleo, que rescatar a industrias enteras.
Al escuchar las promesas de Barack Obama, y teniendo en cuenta la codicia de sus aliados keynesianos, sólo podemos esperar que el presidente electo rechace sus peores consejos. Los errores y desequilibrios no podrán evitarse absolutamente, pero la economía se recuperará si se preservan los verdaderos motores del crecimiento futuro: el espíritu emprendedor, la innovación, la solidez de las instituciones públicas, la libre circulación de la información y el libre comercio. Si la economía de Obama no impide que los innovadores accedan al mercado, las nuevas tecnologías y productos que aún no conocemos y que en este momento están en proceso de creación y que son el Microsoft del mañana, y no las viejas industrias rescatadas, como la de los autos, darán forma a nuestro futuro.
¿Está loca la política israelí?
¿Está loca la política israelí?
Por Ivan Eland
El Instituto independiente
El “modelo israelí” ha sido largamente sostenido por los halcones en los Estados Unidos como el patrón oro para lidiar con naciones adversarias, guerrillas y terroristas. La trama es la de que Israel es un país pequeño rodeado de enemigos agresivos que emplean medidas injustas (incluido el terrorismo) para tratar de borrarlo del mapa. Por consiguiente, la opinión en Israel es la de que para sobrevivir, los israelíes deben utilizar tácticas desproporcionadas para demostrar cuan duros son a efectos de infundir temor en sus crueles enemigos. Este paradigma, practicado por Israel desde su nacimiento en 1948, ha sido tácticamente atinado y estratégicamente desastroso.
Es un mito que a lo largo de su historia Israel haya sido sobrepasada en potencia de fuego por los árabes. Durante la guerra que dio lugar a su creación en 1948 y desde entonces, los israelíes han tenido siempre un poderío militar, recursos y entrenamiento superior comparado con los estados árabes. Como resultado, frecuentemente, Israel ha sido capaz de asestar con éxito golpes abrumadores y desproporcionados a sus enemigos. A pesar de su fortaleza táctica, parecería que los enemigos de Israel siguen regresando y enojándose aún más. En otras palabras, las abrumadoras victorias militares tácticas no resuelven las causas sociales y políticas del intenso odio que Israel engendra. Debido a que estas causas originales persisten, Israel seguirá precisando tomar medidas draconianas para garantizar su seguridad—por ejemplo, llevar a cabo los fuertes ataques militares actuales contra Gaza.
Israel parece no comprender que un poderío superior no compra seguridad mientras persista el motivo de queja del adversario. El enemigo solo se desespera más y recurre al terrorismo—ya sea con ataques suicidas con bombas contra civiles o el disparo errático de cohetes hacia las ciudades israelíes desde el exterior. La opinión bien informada en Israel debería observar la absurdidad estratégica de décadas de vivir como un poderoso campamento armado y emplear unas fuerzas armadas dominantes para ya sea derrotar tácticamente a sus enemigos o ponerlos en cuarentena en gigantescos corrales—Cisjordania y Gaza—y esconderlos. Si Israel resolviese este estado de guerra de 60 años con sus vecinos cediendo el control sobre el territorio que fue tomado por la fuerza de los árabes en 1967, los árabes e israelíes podrían prosperar juntos mediante el comercio y la inversión a través de las fronteras y atraer a una lucrativa inversión extranjera desde fuera de la región.
Por supuesto, es fácil para los observadores de fuera de la región analizar como una solución así del problema palestino podría ser alcanzada en los papeles; es mucho más difícil superar las décadas de odio para implementarla en la realidad. E Israel carece de incentivos para ceder el control sobre el territorio porque posee una abrumadora superioridad táctica militar y el apoyo de una superpotencia. No obstante, Israel precisa hacer a un lado el odio a los árabes y resolver el reclamo subyacente, o la violencia continuará incluso si Israel lanza una invasión terrestre de Gaza para eliminar a Hamas.
Los ataques militares efectuados por Israel pueden incapacitar a sus enemigos en un sentido militar táctico, pero ellos solamente fortalecen el odio árabe y el ansia de venganza. Irónicamente, la actual acometida de Israel contra Gaza, que tiene lugar antes de las elecciones israelíes, apunta a demostrarles a los árabes que Israel es aún fuerte después de su última debacle militar contra la agrupación Hezbolá en el Líbano en 2006. En esa campaña, los israelíes utilizaron al ataque con cohetes contra el norte de Israel y al secuestro y asesinato de unos pocos soldados israelíes por parte de Hezbolá como una excusa para golpear duramente a la totalidad del Líbano con ataques aéreos y efectuar una limitada invasión terrestre. Las capacidades militares de Hezbolá fueron reducidas de manera significativa, pero su estatura y fortaleza política se incrementaron al desenvolverse mejor de lo que se esperaba contra las vanagloriadas fuerzas armadas israelíes. En el mundo árabe, usted no necesita vencer, sino tan solo hacerlo mejor de lo esperado.
Esta no fue la primera vez que la acción militar israelí ha tenido un efecto contraproducente. En 1982, los israelíes invadieron el Líbano para eliminar a infraestructura de la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) en ese país. Los israelíes mandaron a empacar a la OLP, pero el continuo encono árabe tomó luego una forma más siniestra en la creación de la agrupación islamista Hezbolá. Hezbolá pulió sus credenciales de resistencia el eventualmente expulsar a Israel del Líbano en 2000.
Tras las desastrosas guerras contra el Líbano en 1982 y 2006, en las que Israel triunfó militarmente pero en última instancia perdió políticamente, uno pensaría que Israel habría evitado otra desastrosa respuesta militar desproporcionada antes los ataques con cohetes de Hamas contra el sur de Israel. Pero no fue así. Si la definición de locura es la de hacer lo mismo en reiteradas ocasiones, esperando un resultado distinto, la política de Israel tiene que ser considerada “loca”.
Incluso el mejor resultado para Israel es sombrío. Si los militares israelíes invaden Gaza por tierra para barrer a Hamas y su infraestructura militar y Egipto no les permite a los combatientes de Hamas escapar a su territorio, la humillación árabe es probable que simplemente se transforme en algo más enfurecido y virulento después de una casi cierta retirada israelí. De manera alternativa, si Hamas no es desplazado por completo—ya sea debido a que algunos combatientes se entremezclen con éxito entre la población de Gaza o porque Israel meramente amenaza con una invasión terrestre pero no la lleva a cabo—la estatura de Hamas crecerá en Gaza y el mundo árabe por resistir exitosamente al Goliat israelí—tal como lo hizo Hezbolá después del ataque israelí contra el Líbano y su subsecuente retirada en 2006.
En vez de hacer la paz con los palestinos y sirios mediante la eliminación del agravio subyacente y regresarles su tierra, o al menos responder a las provocaciones menores con limitadas respuestas equivalentes, Israel probablemente seguirá azotando desproporcionadamente contra sus enemigos. Esta política del gobierno israelí empeorará la situación de la seguridad en el largo plazo para el pueblo de Israel—con los Estados Unidos subsidiando y dando luz verde a dicho comportamiento irresponsable. La misma cosa, distinto año.
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