viernes, abril 08, 2011

El general, los asesinos y los valores

El general, los asesinos y los valores
Otto Granados

Hace unos días, las declaraciones de un general retirado, ahora designado responsable de la seguridad pública en Quintana Roo, causaron un relativo escándalo porque al describir su estilo personal de combatir a los delincuentes acuñó una teoría por lo menos extraña que consiste, fundamentalmente, en que lo único importante es acabar con ellos con independencia de cualquier consideración ética, legal o de respeto a los derechos humanos.


En suma: todo vale.


Lo notable del incidente, sin embargo, no fueron sus dichos, de los cuales más tarde intentó retractarse y que no son sino la típica expresión del machismo de uniforme, sino la reacción de muchas personas, especialmente los cibernautas que se dedican a comentar lo que aparece en los medios, que aprobaron sin recato alguno y hasta con entusiasmo, la verbalización del general.


El episodio es alarmante. Refleja, ciertamente, un estado de ánimo o una psicosis colectiva, pero exhibe sobre todo una profunda descomposición que podría estar lesionando seriamente el tejido moral de una porción de la sociedad mexicana.


En condiciones normales, cualquiera que haya visto asesinado a alguien cercano a consecuencia del actual escenario de violencia merece toda la solidaridad y el apoyo ante una pérdida que en la mayor parte de los casos es irreparable. Nadie quisiera sufrir el infinito dolor de perder un hijo, del cual nadie se repone nunca. Es una tragedia personal y es una tragedia social.


Pero responder a ella violando toda regla, toda noción elemental de justicia mínima, para cobrar venganza a cualquier costo, por encima de cualquier límite, y asumiendo que de esa forma se acaba con el cáncer es una opción suicida no sólo porque destruye por completo todo código mínimo de valores que en teoría cohesionan a una comunidad sino también porque los relativiza y, de hecho, los hace intercambiables.


Suprimamos la libertad y la ley a cambio de la paz en el barrio; matemos a unos para salvar a todos; bebamos la sangre de los malos para preservar la integridad de los buenos.


Más aún: admitir una especie de estado de excepción so pretexto de que es algo temporal, de que es justificable en ciertos casos y de que, más tarde, todo regresará a la normalidad, es jugar con fuego porque por esa vía las comunidades se acostumbran a perpetuar el fuste torcido de la humanidad, como diría Kant, en lugar de enderezarlo con las normas de una convivencia civilizada, a confundir valores y antivalores, y a hacer moralmente equivalente la delincuencia de unos con la delincuencia de otros.


Eso, sencillamente, es inadmisible.


Se olvida que la violencia como la sangre es profundamente adictiva, y a este paso terminaremos como el personaje de Rubem Fonseca, el gran narrador brasileño, que sin pudor admitía: “todos somos asesinos”.

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