Revoluciones ¿cuándo comienzan, cómo terminan?
Generalmente las revoluciones llegan de súbito, sin líderes, impulsada por una chispa o un acontecimiento a veces nimio, espontáneo, imposible de predecir y mucho menos controlable. Pero una escuela de pensamiento observa que en todos estos movimientos revolucionarios existe una trayectoria trágica e inevitable que los lleva exactamente al mismo sitio de donde partieron.
Por Orlando Ochoa Terán
Los estallidos populares que contagiaron a casi toda Europa en 1848, tan parecidos al de los árabes, pero sin internet o twitter, generaron un escenario que Alexis de Tocqueville describió como el de una sociedad dividida en dos: “aquellos que no tenían nada los unía una envidia común, aquellos que tenían algo lo unía un terror común”.
Generalmente las revoluciones llegan de súbito, sin líderes, impulsada por una chispa o un acontecimiento a veces nimio, espontáneo, imposible de predecir y mucho menos controlable.
Casi dos siglos y medio después no deja de asombrar la obstinación del Parlamento Británico de imponer impuestos a las colonias americanas que fue el detonante que desencadenó la Revolución de Independencia de EE UU. “Retener a América era supremamente más valioso para la madre patria económicamente, políticamente e incluso moralmente que cualquier suma de dinero que pudiera extraerse mediante los impuestos, e incluso de cualquier principio constitucional que se alegara”. Así lo entendió el político y filósofo británico, Edmund Burke.
Cuando el Rey Luis XVI de Francia advirtió que el pueblo protestaba frente al palacio preguntó: ¿Qué es eso? ¿Disturbios? No, le contestó La Rochefoucauld, es una revolución.
La primera revolución de la Rusia de 1917, en Petrogrado, hoy San Petersburgo, surgió espontáneamente, sin dirección, y provocó el colapso de la Rusia Imperial con la abdicación de Nicolás II. El acontecimiento sorprendió al liderazgo del partido Bolchevique que se encontraba en el exterior encabezado por Lenin quien hubo de esperar hasta octubre de ese año para que la ola de esa revolución los llevara finalmente al poder.
Unos meses antes que se iniciaran las revueltas populares que conducirían a la revolución islámica y, en consecuencia, a la caída del Shá de Irán, el presidente Carter comparó a su gobierno como una “isla de estabilidad en la región más inestable del mundo”.
En 1848, recuerda Simón Sebag Montefiore, en el New York Times del pasado domingo, se produjo la revolución que más se asemeja a las revueltas populares del mundo árabe de hoy. En pocas semanas disturbios que tuvieron lugar en Dinamarca devienen en estallidos populares que se extienden por casi toda Europa y conducen a la unificación de Italia y Alemania, pone fin a la monarquía de Luis Felipe I y crea la Segunda República Francesa.
El trágico final
Una escuela de pensamiento observa que en todos estos movimientos revolucionarios existe una trayectoria trágica e inevitable que los lleva exactamente al mismo sitio de donde partieron. Las revolución Francesa y Bolchevique son mencionadas como notables ejemplos, a las cuales podríamos agregar la Mexicana entre otras.
La tesis la plantea el profesor Emeritus de Historia de la Universidad de Columbia, Isser Woloch, quien toma como modelo a la madre de todas las revoluciones, la francesa, en su obra: Napoleón and His Colaborators. Woloch sigue meticulosamente el proceso mediante el cual Napoleón reedita una monarquía hereditaria regresando a Francia a un régimen indiferenciado de aquel que precedió a la Revolución. En estos escenarios, dice el autor, es común ver a hombres moderados que dedicaron gran parte de sus vidas a servir un ideal libertario, cooperar con todo aquello contra lo cual habían luchado.
“Napoleón, dice el historiador, “no saltó sobre el trono imperial sino que se movió hacia una dictadura gradualmente”. “Cada una de sus instancias de poder fueron barnizadas de un aura de legalidad y retórica de compromiso con los principios de 1789”... “hasta que Napoleón se coloca la corona imperial sobre su cabeza”. A pocos años de esta trágica experiencia la historia se repite. El mismo año de 1848 que se sustituye la monarquía constitucional de Luis Felipe I por la Segunda República Francesa, Luis Napoleón gana las elecciones presidenciales para luego, en 1852, coronarse emperador. Grotescamente, Luis Napoleón, fue el primer presidente titular de Francia y su último emperador.
Una guerra con la vecina Prusia, que terminó en humillante derrota y con el emperador Luis Napoleón prisionero, dio al traste con el Imperio y da inicio a la Tercera República Francesa. La colosal puerta de Brandemburgo en Berlín, celebra la derrota del arrogante emperador, conocido con el remoquete de “petit Napoleón”.
Como la de Cuba, la revolución bolivariana ya entró hace mucho tiempo en esa fase trágica y Venezuela ya cuenta con un “emperador” y un sector unido por la envidia ¿Cuándo se van a unir los que padecen de un terror común?
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