jueves, junio 02, 2011

Richard Cobden: Creador del mercado libre
John Chodes

La primera mitad del siglo diecinueve en Inglaterra fue en gran medida como los Estados Unidos contemporáneos: Un país estrangulado por los reglamentos burocráticos. Mucha gente estaba siempre hambrienta, no debido a que los salarios eran de un nivel de pobreza, sino porque el precio del grano para el pan era mantenido artificialmente alto a través de las leyes, las cuales simultáneamente impedían la importación de granos extranjeros y subsidiaban a los productores domésticos. Las bataholas por alimentos, el malestar doméstico y una economía estancada no eran lo suficientemente espantosos como para lograr que el gobierno eliminase estas barreras.

En medio de todo esto, vivía un exitoso y joven productor textil de Manchester, llamado Richard Cobden (1804-1865). Vio la injusticia social, y ella lo enfureció. Estaba decidido a cambiarla, y lo hizo. Consecuentemente, el mundo le debe la existencia del mercado libre. Cobden demostró métodos que podemos utilizar para romper nuestras propias leyes proteccionistas del “comercio justo” y los subsidios masivos a los alimentos.

Richard Cobden comenzó su vida pública dejándole a su hermano su compañía de impresiones de calicó. Recibía una parte de las ganancias, las que le permitieron a Cobden dedicarse tiempo completo a la causa del libre comercio. Parecía una tarea imposible. Sin embargo, siete años más tarde, Inglaterra había experimentado un cambio económico, político, y social revolucionario. Los impuestos sobre los granos habían sido diezmados. Una prosperidad sin igual inundó Inglaterra. Por los siguientes 85 años Gran Bretaña mantuvo el liderazgo económico del mundo, y el reclamo de “libre comercio” se volvió mucho más que un mero slogan económico. El libre comercio denotó la filosofía del gobierno limitado, de la justicia, y de la libertad.

Cobden comprendió las verdades morales detrás del comercio no reglamentado. El romper las trabas a la libertad de comerciar, implica romper las barreras de clases y los obstáculos a los derechos civiles. Redujo la expansión militar, dado que una marina poderosa era una herencia de la vieja idea mercantil de que los buques de guerra protegían el comercio entre las colonias y otros mercados controlados.

Las Leyes del Maíz

Las aranceles proteccionistas fueron llamados “Las Leyes del Maíz.” Ellas restringieron el libre flujo del maíz, del trigo, de la cebada y de la avena entre Gran Bretaña y los países extranjeros para proteger al granjero británico de la competencia.

La interferencia sistemática del gobierno en la producción de granos comenzó alrededor de 1660. La enmendada Ley del Maíz de 1774, la cual dominó la legislación durante el siguiente medio siglo, es un ejemplo típico: cuando el precio interno del maíz, según lo pagado al granjero por el panadero o por el distribuidor, caía por debajo de £2.4 el cuarto (28 libras), el granjero era incentivado para vender sus productos al exterior, a fin de evitar que el precio del mercado bajase aún más. Le era otorgado un premio de cinco chelines por cada “cuarto” exportado. Cuando el maíz se vendía a £2.8, la exportación estaba prohibida. Sobre los precios entre estos niveles, había un impuesto de seis peniques el cuarto. Al tiempo, este sistema se tornó progresivamente más burocrático, con elaborados reglamentos especificando cómo y en qué ciudad el precio debía ser medido, con procedimientos específicos para reportar y permisos para las diferencias regionales.1

Las Leyes del Maíz evidenciaron otra característica de los controles gubernamentales: Los reglamentos y los subsidios en un área, conducían a la manipulación de las áreas tangenciales. En este caso, cuando las malas cosechas implicaban precios altísimos de los granos y del pan, el mecanismo de la Ley del Maíz exacerbaba el problema, provocando precios más elevados aun. Esto causó disturbios civiles, a tal punto que el gobierno temió una insurrección. Para desactivar la amenaza, los salarios de los trabajadores fueron subvencionados, vinculándoselos con el precio del pan. Este subsidio venía de las “Tasas del Pobre,” el sistema británico de bienestar del siglo diecinueve. Esto amplió enormemente los programas de prestaciones sociales del Estado, conduciendo a un masivo fraude, a injusticias, e incluso a un mayor descontento civil.

Las Leyes del Maíz no son simplemente cosas del pasado. Su espíritu existe en la mayoría de los países del mundo. Hoy día en los Estados Unidos, los productos agrícolas son subvencionados y almacenados, por una suma de diez mil millones de dólares anuales, para mantener el precio de los alimentos artificialmente altos. Esto incrementa los ingresos de los agricultores pero también evita que los pobres coman como deben. Esto ha conducido, como en el siglo diecinueve en Inglaterra, al proteccionismo, a las tensiones internacionales, y a la amenaza de guerras comerciales.

Richard Cobden: De Empresario a Panfletista

Cobden nació en Dunford, West Sussex, en 1804. Debido a una sucesión de fracasos en los negocios familiares, su padre no podía apoyar al joven Richard. Se fue a vivir con un tío que lo entrenó como vendedor en su almacén de Londres. A los veintiuno Cobden se convirtió en un viajante de comercio. Era tan exitoso que en 1831 se instaló por su cuenta y asumió el control de la compañía de impresiones de calicó en Manchester.

Manchester era la primera gran ciudad industrial del mundo. Era vista como la metrópoli del futuro. Alexis de Tocqueville fue quien mejor explicó la paradoja de Manchester: “Desde este asqueroso drenaje la más grande corriente de la industria humana fluye para fertilizar al mundo entero. Desde esta alcantarilla asquerosa fluye oro puro. Aquí la humanidad logra su más completo desarrollo y su mayor brutalidad; aquí la civilización trabaja sus milagros, y el hombre civilizado es convertido casi en un salvaje.” 2

En Manchester, Cobden tuvo su primera lección de lo que significaba el libre comercio. En cuanto asumió la propiedad de la compañía, el arancel protector en los calicós fue derogado, permitiéndose exportarlos competitivamente. Esto abrió vastos mercados nuevos, los cuales no hubiesen podido existir antes, permitiendo a Cobden desarrollar una nueva clase de estrategia vendedora internacional. Cobden “introdujo un nuevo modo de negocio. La costumbre del comercio del calicó en ese entonces, era imprimir algunos diseños, y observar cautelosa y cuidadosamente a aquellos que fuesen los más aceptados por el público, así cuando cantidades mayores de ellos parecieran ser los preferidos, serían impresos y ofrecidos al distribuidor minorista….. Cobden y sus socios no siguieron la cautelosa y lenta política de sus precursores, sino que ellos mismos se fijaban en los mejores diseños, los imprimían de una vez y estimulaban enérgicamente la venta a través del país. Aquellas piezas que no podían colocar en el mercado interno, inmediatamente eran enviadas a otros países y la consecuencia de ello fue que las firmas asociadas se volvieron muy prósperas.”3

Todavía, en la altura de sus logros, el interés de Cobden en el calicó disminuyó. Estaba impaciente por perseguir otros derroteros. Para 1835 escribió sus primeros panfletos políticos. Uno, llamado “Rusia” (describiendo la amenaza de Rusia contra el decadente Imperio Turco), contenía la base de este maduro pensamiento: “Son las mejoras y los descubrimientos del trabajo los que confieren la fuerza más grande sobre un pueblo. Sólo por ellos y no por la espada del conquistador, pueden las naciones en los tiempos modernos y futuros esperar erigir su poder y grandeza.”4

Cobden escribió que los gobernantes de Inglaterra inhibían el descubrimiento y las mejoras, desperdiciando millones en el ejército. Su blanco preferido era la obsesión británica con la doctrina del equilibrio del poder. La vio como una fuente de conflicto, no de estabilidad. “Los imperios han surgido espontáneamente ante nosotros; otros se han ido pese a nuestros extremos esfuerzos por preservarlos.” 5

Las ideas de Cobden no eran sueños idealistas. La fuerza industrial de los Estados Unidos había revolucionado la economía mundial y el equilibrio político. Cobden: “El nuevo mundo esta destinado a convertirse en el árbitro de la política comercial del viejo.”6 Ya la necesidad de comerciar con América había obligado a Gran Bretaña a abandonar muchos reglamentos que gobernaban el comercio colonial.

Dado que el libre cambio y la no-intervención militar eran lo mismo, Cobden, abogó para que Gran Bretaña abandonase el pasado y abrogara el proteccionismo. Esto haría que Gran Bretaña “se volviese moralista, al fin, en defensa propia.”7

La Incorporación de Manchester: Preludio a la Derogación

Los panfletos de Cobden atrajeron la atención del editor del Manchester Times, Archibald Prentice, quien le pidió que hablara sobre cuestiones de libre comercio. Esto llevó a que Cobden fuese elegido en la Cámara de Comercio de Manchester. Aquí conoció a dos hombres que influirían en su pensamiento y dirección: John Benjamín “Ley del Maíz” Smith y John Bright. El apodo de Smith se debía a sus años de luchar solitariamente por la derogación de la Ley del Maíz, mucho antes de que se convirtiese en un asunto importante. Fue Smith quien hizo que Cobden estuviese a favor de la derogación total, y no tan sólo de reducciones incrementales. John Bright se convirtió en el principal teniente de Cobden en la larga guerra por la abrogación. Los viajes de Bright dando discursos alrededor del país fueron un importante factor en la victoria.

Cobden utilizó a la Cámara de Comercio como vehículo para focalizar cuestiones públicas. El primer problema político que abordó fue el de la incorporación de Manchester. Como muchas de las nuevas ciudades industriales de Inglaterra, Manchester no tenía una carta de la ciudad (un área político-administrativa urbana). Su gobierno era aldeano, con el poder de una ciudad pequeña, en lugar del de uno de los centros urbanos más grandes de Inglaterra.

En 1837 Cobden condujo la batalla para una carta. Un factor ganador fue que luchó por ella como si fuese una cuestión nacional. Su panfleto “Incorpore a Su Ciudad” retrató la batalla como una lucha de la democracia contra el privilegio, de los derechos de las clases productivas contra la aristocracia rapaz. Demostró que la manipulación política de la nobleza de los condados forzó a las clases media y trabajadora a ser sus vasallos.

La incorporación requería de una petición de los contribuyentes. Había una poderosa oposición de los Tories de la clase alta. Para contrarrestar esto, Cobden se centró en la “sofocracia,” los comerciantes y fabricantes más pequeños, para que firmasen la petición. Entonces, utilizando los registros electorales, los Incorporacionistas enviaron una circular a todos los electores parlamentarios que apoyaban las causas de la reforma, para que los ayudasen ocupando asientos en las reuniones públicas. Ellos lo hicieron, y la incorporación fue sancionada a pesar del hecho de que los Tories tenían al menos tres veces más firmas. Cobden realizó una revisión nombre-por-nombre de la oposición a la petición y encontró que el 70 por ciento eran inválidos. Con la incorporación, Cobden fue elegido a sus primer cargo público: concejal de la ciudad.8

La Liga de Manchester: Peleando por el Libre Comercio

Cobden fijó ahora sus intereses en una ambiciosa meta nacional, la que aparecía previamente como imposible de alcanzar: la derogación de las Leyes del Maíz. En 1838 fue creada la Asociación Contra la Ley del Maíz de Manchester (más adelante, la Liga de Manchester). Cobden veía a la derogación como la batalla más grande de su tiempo. Uniría a los trabajadores, a los granjeros, y a los intereses comerciales contra el privilegio para alterar radicalmente la estructura del poder político del país.

La meta inicial de la Liga era la de educar al público. Los conferenciantes fueron por toda Inglaterra, dando conferencias sobre el libre comercio. En esta etapa, la presión política no parecía necesaria. Pero la Liga tenía un aliado en el Parlamento: Charles Villiers. Por años él había intentado sin éxito iniciar un debate para la derogación de la Ley del Maíz en la Cámara de los Comunes, la cual estaba dominada por los grandes terratenientes. Sin embargo, Cobden sabía que los esfuerzos de Villiers ayudaban a identificar a los partidarios en el nivel nacional. Esto influiría en la estrategia de la Liga en las provincias.

Dentro del primer año Cobden se dio cuenta que había subestimado la fuerza de los Proteccionistas. En las áreas rurales, las reuniones de la Liga eran interrumpidas por la violencia física. Los granjeros creían, erróneamente, que el libre comercio traería desempleo y depresión. Los Cartistas, representando a los trabajadores urbanos, fueron hostiles por la misma razón. Cobden esperaba que el mensaje de la Liga convenciera a ambos grupos de que la derogación abriría nuevos mercados, lo cuál elevaría todos los salarios. Requirió años de educación, para que estas verdades finalmente se percibieran.

Esto generó un cambio estratégico: las conferencias eran ahora combinadas con peticiones al Parlamento. Así comenzó el activismo político abierto. Para 1840, la Liga de Manchester se transformó, creando en cada ciudad un partido contra la Ley del Maíz, o por lo menos un esfuerzo para “prevenir el regreso de cualquier candidato en la próxima elección, del partido político que fuese, que apoye... el impuesto al pan de los terratenientes.” 9 Esto significó una Liga más agresiva, menos comprometida, menos temerosa de hacerse de enemigos.

En 1841, un gran depresión económica aconteció. Repentinamente, el Primer Ministro Robert Peel recurrió a la idea del libre comercio de bajar los aranceles para estimular la economía. Esto volvió a las Leyes del Maíz nacionalmente significativas y otorgó mayor credibilidad a la Liga.

Ahora la Liga tenía varios miembros en el Parlamento, incluyendo a Cobden. Pero él era un miembro renuente. No deseaba ser “partidista,” leal y comprometido. Precisaba estar libre para acosar al gobierno.

Los discursos de Cobden en el Parlamento no eran influyentes y esto desalentó el entusiasmo de los miembros de la Liga. La ayuda cayó vivamente. En todos los movimientos masivos, el fervor es decisivo. Hay una necesidad constante de superar los anteriores logros o el riesgo de la disolución. Entonces Cobden creó proyectos como conferencias y recolecciones de fondos para mantener el fervor.

Para 1843, paradójicamente, la recuperación económica hizo a la Liga aceptable para el grupo más antagónico a la derogación: los terratenientes aristocráticos. Cuando los tiempos habían sido malos, los precios elevados y los altos subsidios compensaban a las producciones pobres. Pero ahora los precios continuaban cayendo con la abundancia creciente, y los Tories veían que las Leyes del Maíz no apuntalaban sus rentas.

Los discursos de Cobden se volvieron más moderados. En vez de atacar a las Leyes del Maíz, atacó los grandes males detrás de ellas: las aflicciones económicas para los trabajadores y los granjeros. El nuevo acento estaba en la congoja, no en la derogación. Ahora parecía no ser más una peligro para los Tories. Desaparecieron las amenazas del derrumbamiento de la sociedad debido a los altos precios de los alimentos. Ya no sostenía que las Leyes del Maíz beneficiaban solamente a los ricos. Apeló a los propios terratenientes, demostrándoles que los aranceles protectores los desalentaron a la hora de invertir para mejorar sus cosechas, obstaculizando así su prosperidad.

Esta visón más amplia colocó a varios Tories importantes del lado de la derogación y fue la responsable de que Robert Peel recibiese a una delegación de la Liga, luego de rechazarlos en varias ocasiones.

Esto fue seguido por un nuevo plan político de la Liga. Todas las ciudades fueron clasificadas como “seguras,” “dudosas,” o “desesperanzadas.” El registro de los votantes se centró en los distritos desesperanzados. Los equipos de conferenciantes y de captadores de votantes reclutaron a miles de nuevos miembros. El objetivo central de Cobden estaba escalonado: alcanzar a cada votante con el material de la Liga a través de los buscadores de votantes. Ello produjo más entusiasmo, más colectas de fondos, más actividades, pero fracasó y no destruyó a los Proteccionistas. Cobden tuvo el valor de admitir que estaba equivocado y cambió totalmente en medio de la campaña, centrándose en las ciudades en las que se podía ganar.

Cobden apuntó a 160 ciudades como favorables. La elección nacional de 1845 mostró logros substanciales en 112 de ellas. Esto era aun insuficiente para ganar un voto Parlamentario. Los miembros de la Liga estaban ahora enteramente desmoralizados. Su enorme trabajo parecía en vano. Entonces Cobden descubrió un vericueto en la ley electoral, permitiendo a la Liga atacar desde una dirección enteramente distinta. Ésta demostró ser la llave a la victoria.

Previamente Cobden había reconocido a los condados (los distritos políticos rurales). Para ganarlos tendría que generar un nuevo electorado extenso. Esto parecía imposible debido a la importante calificación de la propiedad que era necesario poseer. O eso creía. Pero una ley poco conocida permitía votar en una elección del condado si uno poseía una “propiedad de cuarenta chelines,” un pequeño pedazo de tierra que casi cualquier persona podría solventar. Promoviendo las propiedades de cuarenta chelines como una gran inversión de bienes raíces, el número de votantes favorables al libre comercio se amplió enormemente. Los Tories retrocedieron inmediatamente. Reconocieron que el proteccionismo había obstaculizado la modernización agrícola y admitieron que los subsidios no estabilizaron los precios del maíz.

Viendo que sus opositores estaban desplomándose, Cobden cambió de nuevo el modo de ataque: acentuar la educación pública para aplicar más presión en el Parlamento. Esto forzó al Primer Ministro Peel a ponerse del lado de la Liga, provocando una crisis gubernamental. Fue obligado a dimitir y su gobierno se derrumbó. La derogación parecía ahora ser alcanzable. Pero el caos obligó a una reorganización parlamentaria, reflejando el cambio revolucionario en el equilibrio del poder que la derogación representaba, pasando de los aristócratas hacia la clase media urbana. Lucía como que los Proteccionistas habían formado una coalición de la ultima trinchera para bloquear la derogación, justo cuando la misma parecía estar asegurada. Los miembros de la Liga contuvieron su respiración. El Parlamento trató la derogación y la misma se convirtió en ley. 10

Las Consecuencias de la Derogación

Tras la derogación, Richard Cobden se encontraba consumido física, mental, y financieramente. Consideró el retirarse permanentemente de la política. Durante los cinco años previos a la derogación vio muy a poco a su esposa y niños. “Mi único hijo tiene cinco años de edad... él no me conoce realmente como su padre, así de incesantemente he estado yo sobre la marcha.”11 Sin embargo, Cobden sintió la necesidad de continuar. Vio a la derogación como un comienzo, no un final. Más que prosperidad, traería la paz al mundo. Pasó los siguientes catorce meses en un viaje de misionero por Europa, promoviendo los beneficios sociales del comercio sin barreras.

Escribió: “Los guerreros y los déspotas son generalmente malos economistas y llevan instintivamente sus ideas de fuerza y de violencia a la política civil de sus gobiernos. El libre comercio es un principio que reconoce la importancia suprema de la acción individual.” 12

Varios años más tarde su evangelismo lo condujo al segundo gran triunfo su carrera política, el Tratado Comercial Anglo-Francés de 1860. Francia seguía siendo un país proteccionista, pero la gira de Cobden convirtió a franceses importantes en defensores del libre comercio. Ellos influenciaron a Napoleón III. Una de tales personas era Michel Chevalier, un economista político.

Por siglos Inglaterra y Francia habían sido antagonistas militares, pero en la Guerra de Crimea de 1854-55 fueron aliados. A través del libre comercio había una oportunidad única de consolidar los lazos para una paz permanente.

Existieron inicialmente varias reuniones secretas en Londres entre Chevalier, Cobden, y Gladstone, el Ministerio de Hacienda. Entonces Cobden, sin estatus oficial, partió sigilosamente para París. Creía entonces, como siempre, que el libre comercio desharía las animosidades nacionales mantenidas vivas por los diplomáticos profesionales y los militares. “Yo no caminaría ahora a través de la calle solo para aumentar nuestro comercio, por el mero motivo de una ganancia comercial.... Pero para mejorar las relaciones morales y políticas de Francia y de Inglaterra, colocándolas en una mayor interrelación y en una dependencia creciente, caminaría descalzo de Calais a Paris.” 13

Napoleón se percató de que tenía que convencer a su propio gobierno sobre las ventajas del libre comercio. Consultó a Cobden acerca de cómo ir sobre él. Cobden contestó “Le dije, que actuaría exactamente como lo hice en Inglaterra, lidiando primero con un artículo el cuál era la clave del sistema entero. En Inglaterra, ese artículo era el maíz, en Francia, era el hierro; que debía suprimir totalmente y de una sola vez el gravamen sobre el hierro en lingotes, y dejar solamente un tributo pequeño, de haberlo, sobre las barras... esto haría mucho más fácil ocuparse del resto de las industrias, cuyo reclamo general es el de que no pueden competir con Inglaterra debido al elevado precio del hierro y del carbón.” 14

Cuando las negociaciones alcanzaron su fase crítica, Cobden pensó que sería substituido por los diplomáticos profesionales. En cambio, le fueron concedidos poderes plenipotenciarios y continuó con la tarea. El acuerdo fue firmado en enero de 1860.

El Legado de Cobden

Cobden murió en abril de 1865. Tenía sesenta años de edad. Su legado es enorme y así permanece hasta hoy día. Por ochenta y cinco años el libre comercio reinó como política nacional de Inglaterra, influyendo sobre los principios comerciales de cada país importante en el mundo. El idealismo y el sueño apasionado de Richard Cobden pueden resumirse por su declaración: “Veo en el principio del libre comercio que el mismo actuará sobre el mundo moral como el principio de la gravitación en el universo – alineando a los hombres juntos, haciendo a un lado los antagonismos de raza, y de credos y de lenguas, y uniéndonos en los lazos de la paz eterna.... Creo que el efecto será el de cambiar la cara del mundo, para introducir un sistema de gobierno enteramente distinto al que ahora prevalece. Creo que el deseo y el motivo para los imperios grandes y poderosos y los ejércitos gigantescos y las grandes armadas perecerá.... cuando el hombre se vuelva una familia, e intercambie libremente los frutos de su trabajo con su hermano.” 15

El Caudillo, el populismo y la democracia

El Caudillo, el populismo y la democracia

Alvaro Vargas Llosa

Hace diez años, escribí un libro titulado “Manual del perfecto idiota latinoamericano” con el escritor colombiano Plinio A. Mendoza y el escritor cubano Carlos A. Montaner. A menudo nos han preguntado cómo logramos ponernos de acuerdo en cada frase. Lo cierto es que no lo hicimos. Tuvimos importantes desavenencias. Como colombiano, Plinio era un gran admirador de Simón Bolívar, el héroe venezolano que liberó a su nación de España a comienzos del siglo diecinueve. Como persona oriunda del Perú, yo sentía recelos ante el hombre que había asumido el título de dictador del país donde nací. En un momento dado, la discusión sobre Bolívar se tornó tan severa que parecía que tendríamos que desistir del capítulo sobre el nacionalismo, en el cual Bolívar--un hombre menudo que bebía poco, bailaba como un dios, jamás fumó, tenía predilección por la hamaca, era un erotómano incurable y apenas empleaba el benigno "carajo" como palabrota--era una figura central. Pero sin ese capítulo, no había libro. Al final, ambos hicimos concesiones para salvarlo.

Este es el tipo de pasiones que Bolívar, el libertador de cinco países sudamericanos (seis si se toma en cuenta a Panamá, que formaba parte de Colombia) sigue despertando. Ni siquiera dos sudamericanos de ideas afines son capaces de coincidir respecto de si fue un gran padre fundador que se adelantó a su época o una de las razones por las cuales América del Sur, dos siglos después de la independencia, vive todavía una infancia política y económica. Mi propia opinión de él se ha vuelto ligeramente más benigna, aunque insisto en que el Libertador fue, además de una fuerza de la naturaleza en términos militares, un déspota peligroso que no comprendía que la mejor manera de evitar aquello que temía--el faccionalismo y la sublevación étnica y clasista contra la elite criolla--era el Estado de Derecho y no un caudillismo ilustrado y autoritario.

La nueva biografía de Bolívar de John Lynch es comprensiva con su personaje--más comprensiva, creo yo, de lo que se justifica por la evidencia que ella misma presenta; pero está impecablemente investigada, es excepcionalmente honesta y genuinamente equilibrada, y está muy bien escrita. La conclusión general a la que nos lleva Lynch es que los fracasos de Bolivar se debieron a factores ajenos a su control, que la gesta del líder de la independencia fue víctima de los tiempos que le tocaron vivir. No estoy tan seguro de esto. Aún cuando superaba a sus pares en muchos aspectos y fue el indiscutible arquitecto del fin de la era colonial, Bolívar personifica el pecado original de las repúblicas latinoamericanas: elitismo, autoritarismo y una pasión sin parangón por lo que denominamos ingeniería social. Bolívar, quien comenzó a luchar por la independencia en 1810 y murió en 1830 solitario, repudiado por las naciones a las que había liberado y desgobernado, fue un mejor imitador de Napoleón que de las instituciones británicas a las que tanto admiraba, un líder en quien el instinto militar ansioso de gloria y orden y el instinto civil favorable a las instituciones de largo plazo convivían en desigual proporción, de modo que el primero doblegó al segundo.

Bolívar fue ciertamente mucho “mejor” caudillo que los demás: más estratégico, visionario, instruido. Pero ocupa un sitial en los anales del caudillismo de América Latina, y el caudillismo es todavía el corazón del problema latinoamericano. Bolívar habría merecido más consideración si hubiese fracasado intentando establecer repúblicas liberales, promoviendo la movilidad social y propiciando la integración desde abajo, en lugar de concentrar el poder en nombre del orden social y dedicar su tiempo a grandiosos -y verticales- proyectos de integración supranacional entre precarios estados sudamericanos forjados sobre sociedades altamente estratificadas.

No hay duda de que Bolívar fue un genio militar, pese a su escasa preparación. Viajó unos 120.000 kilómetros (más que Colón o Vasco da Gama) a través de picos y valles, aprendiendo de sus derrotas, siempre contraatacando, reclutando soldados y reuniendo recursos como fuera posible, explotando las debilidades de sus enemigos y empleando la velocidad para doblegar a fuerzas superiores. Tras dos tentativas fallidas --en 1810 y 1813-- de establecer una república venezolana independiente, regresó de su exilio en Haití en diciembre de 1816 para intentarlo de nuevo. Hacia finales de 1819, Bolívar había liberado a Venezuela y Colombia (por entonces llamada Nueva Granada) y creado una república que comprendía a esos dos países más Ecuador, que todavía se encontraba en manos españolas. En 1822, liberó a Ecuador, eclipsando a José de San Martín, que había liberado a Argentina y Chile, declarado independiente a Perú y puesto los ojos en Guayaquil. En 1824, Bolívar siguió adelante para completar la liberación de Perú antes de sellar la independencia de Bolivia el siguiente año.

La audacia estratégica de Bolívar, combinada con un talento para escoger buenos generales --como Francisco de Paula Santander y especialmente Antonio José de Sucre-- hicieron de él un dirigente irresistible. Como líder militar, tenía fuego en el estómago: él mismo habló del “demonio de la guerra” que lo consumía y de su determinación por ganar de cualquier forma. Pero, por desgracia, el genio militar fue un utópico político y, por ende, un fracaso. Sus grandes designios terminaron en lágrimas. Hacia 1830, Colombia, Perú y Ecuador se habían separado; su intento por crear una confederación andina terminó en una guerra entre varias naciones; y el congreso de Panamá que concibió como el primer paso hacia una federación que abarcase a todo el hemisferio y coordinase la política exterior y resolviese disputas regionales colapsó casi tan pronto como fue inaugurado en 1826.

Pero el “fracaso” de Bolívar no es el problema. Los defensores de Bolívar celebran, más bien, el hecho de que fracasara tratando de unir a América del Sur porque esa derrota hace de él un mártir y convierte a sus enemigos en una versión precoz de la conspiración reaccionaria del siglo veinte contra la revolución progresista. El verdadero problema de Bolívar reside en algunas de sus grandes metas y en su comportamiento político.

Lynch admite que el sueño bolivariano de unir a los distintos países era "ilusorio", pues subestimaba el poder del faccionalismo; pero justifica el esfuerzo de Bolívar por ser un líder supranacional basándose en las necesidades políticas de la hora. "Entendió que la liberación de Venezuela y Nueva Granada no podría ser alcanzada por separado, teniendo en cuenta la capacidad de España para explotar la línea divisoria ...," escribe Lynch. "Un frente unificado tenía entonces que ser protegido contra la contrarrevolución española desde el sur y por lo tanto Ecuador tenía que ser conquistado e incorporado a la unión". Es una interpretación benevolente. Bolívar era un hombre en busca de gloria (dijo que odiaba gobernar tanto como amaba la gloria) con pasión por los asuntos militares que aborrecía la administración y que por tanto desatendió los asuntos de Estado, dejándoselos a sus vicepresidentes para poder continuar con sus aventuras militares. Después de convertirse en presidente de la república de Colombia (conformada por Venezuela, Nueva Granada y buena parte de Ecuador), dejó a cargo a su vicepresidente y no regresó durante cinco años. En ese tiempo, exasperó al gobierno colombiano con constantes solicitudes de dinero del que éste ya no disponía para financiar sus campañas. En medio de esas campañas, se las arregló para enviar cartas dando su opinión sobre toda clase de cuestiones políticas y administrativas de las que se encontraba muy lejos.

En su "Manifiesto de Cartagena", en 1812, Bolívar había hablado de "repúblicas etéreas " en las que las instituciones son edificadas, tal como nos lo recuerda Lynch, sobre "principios abstractos y racionalistas muy alejados de la realidad concreta y de las necesidades de tiempo y lugar". Murió en diciembre de 1830, quebrado y desterrado de su país de origen, refugiado, irónicamente, en la casa de un adinerado español en el norte de Colombia, después de que una serie de rivales políticos explotaran su intento fallido de hacer que la nueva constitución reflejase sus propios intereses políticos y de su efímera asunción de poderes dictatoriales. Para entonces, el legado institucional de Bolívar era precisamente eso: etéreo, alejado de la realidad, una hoja de parra que encubría la autoridad del dictador. "Bolívar no era por naturaleza un dictador", sostiene Lynch, "y no buscaba el poder absoluto como estado permanente". Esto también suena excesivamente benévolo respecto de un hombre que asumió poderes dictatoriales en Caracas en 1813, en Angostura en 1817, en Lima en 1824 y, finalmente, en Bogotá en 1828 después de que fracasara su intento por reformar la constitución de Colombia adoptada en 1821. (Puede discutirse, en cambio, si asumió o no facultades autoritarias en Bolivia durante un muy breve periodo en 1825).

Lynch sugiere que "criticar a Bolívar ... por no ser un demócrata liberal en vez de un conservador absolutista implica dejar las condiciones fuera del argumento". Agrega que de Bolívar "no podía esperarse que consiguiese generar un orden completamente nuevo en la sociedad y la economía dado que éstas estaban fundadas en base a condiciones de largo plazo enraizadas en la historia, el contexto y el pueblo, y no podían ser desafiadas fácilmente por la mera legislación". Una cuestión significativa parece haber quedado de lado aquí: Bolívar no intentó realmente establecer un Estado de Derecho. Sus acciones contribuyeron a ese "caos" general del cual Lynch considera que fue víctima.

Consulté la opinión del historiador Elías Pino Iturrieta, una de las autoridades más respetadas de Venezuela con respecto a Bolívar. Bolívar fue “un aristrócrata bien informado de las tendencias liberales”, me dijo, “pero distanciado del pueblo en términos abismales”. En su carta de Jamaica, en 1815 -explica el historiador-, Bolívar habló de "un nuevo género humano" destinado a ser libre, pero incluía solamente a los aristócratas. Mantuvo esta postura hasta su discurso ante el congreso de Angostura en 1819, cuando confesó su republicanismo y habló de ciudadanía. Mas luego insistió en que los candidatos a la ciudadanía eran ineptos debido a la cultura española. A eso se debe que desease un senado hereditario y un "poder moral" (una cuarta rama gubernativa) cuyo objetivo fuese hacer que los criollos blancos enseñasen virtudes sociales al resto. Aunque sus ideas no eran compartidas por las elites liberales, intentó una reforma institucional que lo hubiese convertido en el "padre de familia" en torno a quien habría girado el destino de la sociedad.

Cuando Bolívar regresó a Colombia tras su largo periplo por Ecuador, Perú, y Bolivia, intentó cambiar la constitución e introducir elementos autoritarios como la presidencia vitalicia y la senaduría hereditaria. Coqueteó también con la idea de coronarse rey. Al final no lo hizo y merece admiración por haber contenido las ínfulas de sus simpatizantes. Pero hay prueba escrita--y Lynch hace referencia a ella— que indica que no era del todo reacio a la idea monárquica (en este aspecto, como en muchos otros, no debe ser comparado con George Washington) y que permitió a los monárquicos considerarla durante demasiado tiempo, fomentando por consiguiente pasiones enardecidas.

José García Hamilton, un estudioso argentino de Bolívar, considera que el Libertador fue consistentemente dictatorial: “En su carta desde Jamaica (1815) y en la Convención Constituyente de Angostura (1819), Bolívar postula un sistema político con presidente vitalicio, una cámara de senadores hereditarios integrada por los generales de la independencia…La Convención de Angostura no aprueba este sistema para Venezuela ni tampoco la aprueba para Nueva Granada la siguiente convención de Cúcuta, pero luego Bolívar, en la flamante Bolivia, redacta personalmente una constitución con esas características, que luego es aprobada para el Perú. Luego pretende que ese sistema se extienda a la Gran Colombia, pero Santander rechaza que esa sanción se haga mediante atas populares, por no ser un procedimiento legal. “No será legal”, contesta Bolívar, “pero es popular y por lo tanto propio de una república eminentemente democrática”.

Hay algo de cierto en la afirmación de García Hamilton de que Bolívar "fue el creador del populismo militar en América Latina, al cual Santander en Bogotá y Bernardino Rivadavia [el presidente de Argentina] en Buenos Aires se oponían". Agregaría que Bolívar menospreciaba a los caudillos y caciques locales que se interponían en su camino solamente cuando éstos no satisfacían sus propósitos. De lo contrario, estaba feliz de ser su aliado. El propio Lynch señala que en 1821 Bolívar "emitió un decreto que en efecto institucionalizaba el caudillismo" mediante el establecimiento de dos regiones político-militares, una al este y la otra al oeste, controladas por dos caudillos que más tarde lo atormentaron a él y al país. Ambos usurparon grandes extensiones de tierra y crearon virtuales dictaduras en sus respectivos feudos.

Bolívar entendía bien las realidades políticas de su época. Arremeter contra todos los caudillos y caciques locales no era una opción. Pero muy a menudo les hizo concesiones que iban más allá de lo que la necesidad política exigía. Hacia el final de su vida, Bolívar se alió con José Antonio Páez, uno de los caudillos a los que había legitimado en 1821, contra los esfuerzos de Santander por institucionalizar la república de Colombia. Santander tenía muchos defectos, pero estaba apuntando en la dirección correcta; Páez era un típico caudillo.

Otros historiadores tienden a coincidir con el tipo de argumento que brinda Lynch en apoyo de los esfuerzos políticos de Bolívar. La historiadora venezolana Inés Quintero me dijo que “su fracaso político se debe a la complejidad de las contradicciones que desató el proceso de independencia. No creo que la dimensión y envergadura de los conflictos que se originaron con la independencia podían ser atendidos ni resueltos de inmediato. Bolívar era un ilustrado con todo lo bueno y lo malo de la Ilustración”.

Pienso que Bolívar agravó en vez de contener esas fuerzas anárquicas y violentas desencadenadas por la lucha independentista. Estaba obsesionado con evitar la pardocracia --una revolución de los mestizos, pardos y negros contra las elites blancas que siguieron gobernando tras la independencia. Siempre había sido consciente de esta división social y de la desventaja numérica de su raza y su clase en una sociedad en la que los negros, mestizos e indios constituían tres cuartas partes de la población. La rebelión de José Tomás Boves y sus sanguinarios llaneros en las llanuras de Venezuela en 1814 —causa del colapso de la segunda república independiente— dejó una marca profunda en Bolívar.

Vivía también obsedido por la revolución haitiana. Dessalines, el ex esclavo, había decapitado a todos los blancos que se interpusieron en su camino antes de ser asesinado en 1806; una guerra civil había producido luego un régimen despótico en el norte y uno más moderado en el sur. Bolívar hablaba en distintas ocasiones acerca de su temor a que una guerra de colores pudiese destruir la república. La obsesión con la prevención de la pardocracia en Venezuela se volvió la fuerza impulsora de todo lo que Bolívar hizo militar y políticamente, incluyendo la decisión de combatir en otros países después de la independencia del suyo, la ejecución de ex lugartenientes como Manuel Piar, su alianza con caudillos locales como Páez y, fundamentalmente, la concentración de excesivas facultades en sus propias manos.

La biografía de Lynch trata muy bien este tema a la vez que justifica el temor de Bolívar a la pardocracia. Un punto importante que no se enfatiza lo suficiente es que el gran logro de Bolívar a comienzos de la lucha independentista fue poner a los pardos, que al comienzo se habían opuesto violentamente a las elites criollas, en contra de España. Juan Bosch, el desaparecido escritor y político dominicano, dedicó un libro entero a esta cuestión, titulado “Bolívar y la Guerra Social”. Hay elementos marxistas en su argumento, pero sugiere de manera convincente que Bolivar desvió la energía de las masas de color de su objetivo inicial--las elites—hacia el enemigo común, el régimen colonial español. Estimaba que mantenerlas en un estado de guerra constante era la mejor forma de gastar esa energía y de alejarla de los líderes de la nueva república. Bosch atribuye a este temor la extralimitación militar de Bolivar. Yo agregaría que su incapacidad para soltar las riendas del poder y establecer instituciones sólidas derivaba parcialmente de esta fijación.

Antes de la independencia, la monarquía española había estado durante años del lado de las clases más bajas y promovido alguna movilidad social, lo que incomodaba mucho a los criollos blancos. Bosch sostiene que "la Guerra a Muerte", una campaña de terror anunciada por Bolívar en 1813 en la que declaraba que incluso los españoles neutrales serían ejecutados, fue un intento por parte del joven general de convertir “la guerra social”—la anarquía, como la él llamaba—en “una guerra de independencia”. A pesar de que la segunda república que resultó de ese esfuerzo fue efímera, la estrategia de Bolívar dio resultado más adelante. Su genio consistió en reencauzar hacia el enemigo la hostilidad popular que se había desatado contra las elites.

Pero al final este encono se volvería contra Bolívar, en parte debido a que boicoteó los esfuerzos liberales por establecer instituciones durables que pudiesen controlar a estas fuerzas, y en parte porque su estructura de poder dictatorial reforzaba, a menudo sin quererlo, la estratificación social de las que esas masas se resentían. El temor a una revuelta racial y clasista llevó al Libertador a adoptar medidas absurdas, como la abolición de las comunidades indígenas en Perú. Pensaba que la abolición de esta forma de posesión comunal de la tierra y la distribución de pequeñas parcelas individuales fortalecería a los indios. Provocó exactamente lo opuesto: el rompimiento de esas estructuras abrió las puertas a través de las cuales las elites locales lograron usurpar las propiedades y concentrar la tierra en muy pocas manos.

En su libro “El Culto a Bolívar”, el académico venezolano Germán Carrera Damas sostiene que de 1812 a 1814 la guerra fue librada por los ricos, de 1814 a 1817 por los pardos y los esclavos, y de 1819 en adelante nuevamente por los ricos, los terratenientes y los monopolistas comerciales. Los caudillos se encontraban bajo su control. En algunos casos, adquirieron tantas propiedades que ellos mismos se volvieron parte de la elite rica. El desatino de Bolivar consistió en contener, en vez de abrir, las puertas de la movilidad social. No reconocía bien la separación existente entre las constituciones teóricas que él y sus hombres sancionaron y la clase de sociedad estratificada que las subyacía. En su visión elitista de la economía, los tenderos y los pequeños comerciantes eran "gente vulgar".

La riqueza estaba atada a la tierra. Como Lynch afirma acertadamente, "en Venezuela, donde la aristocracia colonial se encontraba reducida tanto en número como en importancia, las grandes fincas pasaron a manos de una nueva oligarquía criolla y mestiza, los exitosos jefes militares de la independencia". Así que las caras pueden haber cambiado, pero el sistema permaneció casi intacto, a pesar de alguna movilidad entre los pardos en los campos de la educación y el gobierno. Tras la independencia, unos diez mil blancos de ascendencia española eran los dueños de Venezuela. Medio millón de pardos y mestizos fueron excluidos, muchos de ellos hacinados por la nueva elite en las haciendas y ranchos por una paga mínima.

Algunas de las medidas tomadas por Bolívar fueron justas, como la abolición del tributo indio y de las prestaciones laborales no rentadas, pero para muchos indios esto simplemente significó tener que pagar más impuestos como ciudadanos normales. El verdadero problema residía en que en la práctica ellos no eran iguales ante la ley, eran dueños de muy pocas propiedades y no podían participar de actividades productivas y comerciales propias debido a que los derechos de propiedad dependían esencialmente de la elite gobernante. Bolívar, distraído por las cuestiones militares y obsesionado con contener a la pardocracia, nunca trató de modificar este estado de cosas. Cuando intentó alguna reforma, como en Colombia al restituir a los indios las tierras de las reservaciones, no la hizo cumplir, dejando que los legisladores y administradores lidiaran con los detalles mientras él conquistaba más tierras. Lo que ocurrió en la práctica, tal como Lynch lo demuestra cabalmente, es que la tierra fue enajenada y terminó en manos de los grandes terratenientes. Se perdió una gran oportunidad de crear una sociedad de propietarios. Sin ella, no había esperanza alguna de forjar una república liberal bajo el Estado de Derecho. Los Whigs británicos y los Padres Fundadores de los Estados Unidos, a quienes Bolivar admiraba mucho, comprendían los fundamentos de una sociedad libre de un modo que a él lo eludía.

Lynch atribuye estos defectos a la circunstancia. Pero filosófica y políticamente, las prioridades de Bolívar deberían haber sido distintas. La fijación de límites a la acción del Estado y la descentralización del poder fueron los grandes logros de los Padres Fundadores. El ominoso legado de las luchas por la independencia de América Latina fueron la concentración y la centralización del poder. Cualesquiera hayan sido los otros logros de Bolívar, y tuvo muchos, éste fue un defecto fundamental de su visión y liderazgo.

A diferencia de otros admiradores de Bolívar, John Lynch es justo con respecto de las cuatro sombras que oscurecieron su reputación entre los observadores menos fervientes: su traición a Francisco de Miranda, el precursor de la independencia de América del Sur; la ejecución de cientos de prisioneros en la prisión de La Guaira; la "Guerra a Muerte" en el inicio de la campaña que lo llevó a establecer la segunda república; y la ejecución de Manuel Piar, uno de sus propios hombres, por insubordinación.

Al colapsar la primera república, Miranda fue capturado por Bolívar justo cuando se aprestaba a abandonar Venezuela y entregado a los realistas (moriría pocos años después en una prisión española). La justificación de Bolívar fue que Miranda había capitulado demasiado pronto y que su partida hubiese permitido a los realistas dar marcha atrás en los términos de la capitulación. Lynch no lo justifica y está en lo correcto. El historiador británico es más comprensivo respecto del decreto de la Guerra a Muerte, cuando, habiendo aprendido la lección del colapso de la primera república, Bolívar decidió librar una despiadada campaña a efectos de infundir temor en el enemigo. El decreto finalmente se volvió una autorización general para la represión indiscriminada. Bolívar alentó o toleró la ejecución y la persecución de los españoles y americanos que habían cometido el pecado de permanecer neutrales o no haber sido lo suficientemente serviciales.

La guerra nunca es amable. Pero las tácticas de Bolívar eran particularmente despiadadas: liberó a los esclavos solamente cuando prestaban servicios en el ejército de liberación, saqueó el tesoro y se apoderó de las fincas de otros para financiar sus campañas, decretó la ley marcial para cubrir sus filas con aquellos que no tenían apetito alguno por la guerra y ejecutó a mucha gente. Cuando se enfrentaba a la revuelta de los llaneros que llevaron finalmente al colapso de la segunda república, ordenó la ejecución de unos ochocientos prisioneros en La Guaira. Lynch le dedica poca atención a este episodio y adopta un tono neutral, explicando que fue una acción tomada a la luz de las atrocidades cometidas por el bando contrario.

Más justificada, aunque igualmente ilustrativa acerca de la falta de compasión por parte de Bolivar, fue la ejecución de su aliado Piar, un mulato que había combatido a los españoles en el este. Piar gozaba de su propia base de poder y no deseaba obedecer al liderazgo de Bolívar. El Libertador lo hizo ejecutar, lo que justificó años más tarde con el argumento de que la muerte de Piar era una “necesidad política” porque de lo contrario el ejecutado hubiese iniciado una guerra de “pardos contra blancos". Nuevamente, el temor de Bolívar a un conflicto racial lo llevó a actuar contra Piar de un modo que no empleó contra Santander años después, cuando el revolucionario criollo de raza blanca permitió un intento de asesinato en contra de Bolívar siguiera adelante en Colombia.

Estas acciones fueron parte de una guerra librada por las buenas razones, pero fueron también las características de un líder para quien los fines a menudo justificaban los medios y cuyas metas se confundían con consideraciones atinentes a la construcción de bases de poder en lugar de instituciones. Bolívar veía a Santander, su vicepresidente, como "el hombre de las leyes" y a sí mismo como "el hombre de las dificultades". Es una distinción contundente.

El culto de Bolívar es un fenómeno fascinante—y aterrador—en América del Sur. Ha sido ahora capturado por Hugo Chávez por razones de conveniencia política. (Mientras tanto, Chávez se dedica a socavar la Comunidad Andina de Naciones debido a que este bloque regional no es funcional a su objetivo de abandonar los tratados de libre comercio que algunos de los países andinos han suscripto con los Estados Unidos. Bolívar, que era pro-estadounidense y pro-integración, se estremecería). Durante gran parte del siglo veinte, el culto de Bolívar era de derechas; pero ya no lo es, como lo demuestra la campaña de Chávez en torno al mito de Bolívar. Quintero, que ha escrito acerca de la utilización de las ideas de Bolívar por parte de la derecha y la izquierda, considera que “en los dos casos el procedimiento es exactamente el mismo: la utilización interesada y descontextualizada de las ideas de Bolívar para ponerlo al servicio: unos de la derecha Cesarista; otros de la izquierda revolucionaria”.

Como lo ha demostrado Pino Iturrieta, autor de importantes trabajos sobre la "deificación" de Bolívar, el culto a Bolívar se inició en 1842, cuando sus restos fueron llevados a Caracas. Entonces se convirtió en un profeta que había prefigurado el surgimiento del dictador Antonio Guzmán Blanco en el siglo diecinueve, la tiranía de Juan Vicente Gómez entre 1908 y 1935, la dictadura de Pérez Jiménez entre 1952 y 1958, los gobiernos democráticos que lo sucedieron y, ahora, el chavismo. El vínculo entre el "cesarismo" y el "bolivarianismo" -piensa Iturrieta- comenzó durante el régimen de Gómez en Venezuela, como resultado de un libro de Laureano Vallenilla intitulado “Cesarismo Democrático”, aparecido en 1919 y traducido al italiano durante la era fascista, y aplaudido por Mussolini. Fue también admirado por los publicistas de la Falange en España, entre ellos Giménez Caballero, quien sostuvo que Bolívar fue un precursor de Franco. Por lo tanto, Chávez simplemente ha retomado el culto y transformado a Bolívar en el precursor de su propia revolución. Y ha ligado este artilugio a la liturgia popular que rodea a Bolívar desde el siglo diecinueve. Si Bolívar viviese hoy día, observa Iturrieta, se sorprendería de ver a un zambo, un individuo de origen negro y amerindio, habitando el palacio presidencial y hablando en su nombre.

Uno podría agregar, en contra del culto de la izquierda a Bolívar, que el Libertador no fue un antiimperialista. Constantemente solicitó la protección británica, llegó a ofrecerle a Londres el control de Nicaragua y Panamá a cambio de ayuda contra España, y aplaudió la doctrina Monroe como una forma de mantener a raya las ambiciones francesas y españolas. En un gran ensayo llamado "Marx y Bolívar," el escritor venezolano Ibsen Martínez cita una carta de Marx a Engels en la cual sostiene que Bolívar "era el verdadero Soulouque". (Soulouque fue el revolucionario haitiano que se coronó emperador y estableció un reino de terror en su país). En otros escritos, Marx acusa a Bolívar de ser incapaz de "cualquier esfuerzo de largo plazo".

Martínez documenta el entusiasmo por Bolívar entre los simpatizantes de la dictadura en otros países, y concluye: “Era sólo cuestión de tiempo para que en el país de la teología bolivariana…un teniente coronel demagogo y populista, apoyado por la izquierda militarista…educado en una Academia militar...terminase por cambiarle el nombre a la República de Venezuela”. Se refiriere a la circunstancia de que Chávez ha cambiado el nombre de su país por el de República Bolivariana de Venezuela. El Libertador, un hombre de la elite que creía en las instituciones oligárquicas y que pasó gran parte de su vida procurando evitar la revolución social, es en la actualidad el icono del populismo de izquierda. Debe estar retorciéndose en la tumba.

Democracia y Estado de Bienestar

Democracia y Estado de Bienestar

Por José Carlos Herrán

Instituto Juan de Mariana

La democracia es incompatible con la unificación del poder económico. La redistribución patrimonial, así como la interferencia pública en los negocios privados que representa el Estado de Bienestar, provocan la descomposición del régimen democrático. No es casualidad que los países más socialistas acaben siendo gobernados de forma totalitaria (Mises).

La democracia no sólo exige representatividad y participación en la formación de los órganos de gobierno de una nación, sino que, además, se define por garantizar principios como el respeto de la libertad individual, el imperio de la ley frente al gobierno arbitrario, y la alternancia pacífica en el ejercicio del poder político (Acton). La gobernabilidad exige que tanto las diferentes potestades como la estructura del poder y su administración sean consideradas elementos pre-constituidos en unos términos que resulten inalterables por quien ejerce de manera contingente dicha autoridad.

La representatividad no equivale al gobierno asambleario. La extensión del orden político hace imposible que la mayoría de las decisiones sean adoptadas con el apoyo o la desaprobación directos provenientes de los ciudadanos. La representación se vuelve inevitable. También, a medida que el orden se hace más extenso, la representación se desliga del mandato imperativo, e incluso de la proporcionalidad estricta en relación con el apoyo explícito concitado. Los sistemas democráticos amplios aspiran a un tipo de gobernabilidad que impide aplicar mecanismos que son propios del concejo abierto. No obstante, la acción política queda sometida a la presión de la opinión pública (Weber, Mises, Hayek).

El Estado de Bienestar representa la última forma histórica conocida de esa expresión moderna de asociación de dominación que es el Estado (D. Negro). La socialdemocracia ha hecho suyo el artefacto, venciendo en la contienda disputada entre totalitarismos durante gran parte del siglo XX (Jouvenel). El Estado de Bienestar no se limita a excluir del legítimo uso de la violencia a otro tipo de organizaciones o individuos existentes dentro o fuera del territorio que aspira a dominar (Bastiat). Personifica además la clase de fuerza social que ha logrado extirpar del orden espontáneo instituciones primordiales como son el Derecho y el Dinero (Hayek).

La tesis que considera incompatible cualquier tipo de organización democrática del poder político con la existencia del Estado de Bienestar se explica en Burocracia, de L. von Mises. La centralización de las decisiones y su inclusión en un sistema de mandatos específicos convierten al individuo en una pieza determinada dentro del engranaje del Estado. Asimismo, la complejidad de las decisiones que debe afrontar el gobernante requiere de la formación de una estructura burocrática que acabará convirtiendo a los representantes políticos en simples "asambleas de hombres-sí". La pretendida omnisciencia del Estado hace que una tropa de funcionarios tenga reconocida la facultad de influir directa y meticulosamente en la vida y expectativas de los ciudadanos. A través del Derecho administrativo se pretende constreñir la arbitrariedad de estos pequeños tiranos, suplantando progresivamente al Derecho civil en ámbitos que habían sido tradicionalmente privados. Los funcionarios (fijos y políticos), a pesar de las limitaciones predispuestas, son quienes impulsan la necesidad presupuestaria, el grado de persecución del infractor, el contenido específico del mandato... A medida que crece la necesidad de burocratizar el Estado, éste se aleja más y más de la democracia efectiva.

Sin embargo, no sólo la burocracia representa un obstáculo que cercena los principios de libertad individual, gobernabilidad y representatividad, que constituyen el fundamento de la democracia. El político, a través de su ejercicio de adhesión organizativa e ideológica, degenera en un tipo de agente profesionalizado que deja de vivir para la política, para empezar a vivir de ella (Weber). Los partidos quedan integrados dentro del Estado de Bienestar como una pieza básica de su engranaje, reproduciendo dentro de su propia estructura la necesidad burocrática que tiene la administración pública. Los políticos profesionales admiten, e incluso abrazan, su divorcio del resto del cuerpo social, formando así una élite gobernante (Pareto). Desde ahí, pasan a convertirse en funcionarios del Estado, pero no en su sentido convencional (tampoco de manera directa y permanente), ya que adoptan con facilidad la categoría de activos reclamados por la empresa privada en orden de incorporarse dentro de sus cuadros directivos. El objetivo de aquellas es lograr unas relaciones satisfactorias con los órganos de intervención y las autoridades que más perturben su ámbito de actividad empresarial. Existe incluso el "político" que permanece siempre afecto a esta situación, sin ejercer nunca cargo o magistratura formalmente interna del Estado.

El Estado de Bienestar genera burocracia, destruye con sutileza el sistema democrático, y junto a él, los principios de libertad y participación que se le presuponen. Al mismo tiempo, el Estado de Bienestar genera una élite de agentes que ejercen sus funciones también en el sector privado a modo de conexión entre mercado, partidos políticos, sindicatos y administración pública. La estructura de dominación representada por este tipo de Estado hace inevitables tanto el retroceso de las libertades como la impracticabilidad democrática.

Es ilógico y contradictorio considerar que el Estado de Bienestar resulta compatible con el régimen democrático. El uso de la palabra democracia dentro de un programa político que aspire a incrementar la intervención del Estado será, en el mejor de los casos, un gravísimo error intelectual. Desgraciadamente, la historia nos proporciona ejemplos de cómo la bandera democrática ha servido de coartada para ocultar la ferocidad del discurso totalitario.

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