jueves, julio 14, 2011

Desafíos del liberalismo clásico en una era de información

Crítica, conversación y creatividad: Desafíos del liberalismo clásico en una era de información


“La evolución de las tecnologías de comunicación tenderá a revolucionar nuestros métodos de generación de contenidos. Quizás deberemos emprender la formulación general de un liberalismo con aceptabilidad pública. Por ahora, dados los riesgos que impone la atracción pública hacia la vanidad de redención absoluta, en la defensa de la crítica y la conversación debemos contemplar todo aquello que permita avanzar los fines de la libertad.”


Roberto Salinas León

El presente texto forma parte de la colección "Facetas Liberales: Ensayos en honor de Manuel F. Ayau", editado en 2011 por la Universidad Francisco Marroquín y coordinado por Alberto Benegas Lynch (h) y Giancarlo Ibargüen. Asuntos Capitales reproduce este ensayo con autorización tanto del autor como de los coordinadores de la obra.
[Nota sobre el autor]
“Modern civilization will not perish unless it does so by its own act of self-destruction. Only inner enemies can threaten it. It can come to an end only if the ideas of liberalism are supplanted by an anti-liberal ideology hostile to social cooperation.” Ludwig von Mises
Introducción
Los grandes avances tecnológicos en el mundo de las comunicaciones han generado una explosión de nuevos contenidos y medios más sofisticados para transmitir ideas. En este sentido, el futuro de la información conlleva una gama de nuevas tecnologías que facilitarán enormemente la producción y, sobre todo, la difusión de contenidos y conocimientos. Ciertamente, la causa de consolidar una sociedad abierta, junto con la de articular una defensa efectiva de la libertad y de los principios del liberalismo clásico, también disfrutará de una mayor disponibilidad de tecnologías de comunicación, sin los costos de transacción -como la distancia, el tiempo o las fronteras nacionales, por ejemplo- que tradicionalmente han estado asociados a esta labor. Sin embargo, aún no existe un mecanismo ideal, una “camisa de fuerza dorada”, que limite la naturaleza de contenidos potencialmente transmisibles.[1] Las ideas tienen consecuencias; buenas o malas, liberales o anti-liberales, radicales o en el centro. El reto permanente de defender una sociedad abierta, de exponer de manera convincente los argumentos del liberalismo clásico, sigue siendo una tarea de máxima relevancia para el futuro de la libertad y la conversación civilizada.


El espíritu de la libertad ha recorrido grandes pasos en la dirección deseada durante los últimos treinta años. La caída del Muro de Berlín, el crecimiento exponencial del comercio internacional, el drástico cambio en la geografía económica mundial, son algunas muestras palpables del avance de las ideas del liberalismo clásico alrededor del mundo. La revolución en las comunicaciones conlleva un contrapeso espontáneo sobre información e ideas, en la forma de un acceso inmediato para ventilar una crítica, o defender una propuesta, o continuar una conversación; todo sin supervisión editorial o previa autorización por parte del proceso político. Decisiones personales sobre lo que decimos o divulgamos ya no son objeto de control por parte de un príncipe iluminado que profesa un acceso privilegiado a los “mapas” de la sociedad y a los caminos que ésta debe transitar. Sin embargo, tal como lo han subrayado los líderes en la causa de la libertad -como nuestro ícono latinoamericano, Manuel Ayau-, los liberales del presente, precisamente en esta era de información, deben permanecer cautelosos, sospechando siempre de las fuerzas que procuran intervenir en nuestras vidas, en nuestro porvenir. Nuestra labor, sobre todo como comunicadores, debe ser combatir la complacencia de un optimismo panglosiano sobre el futuro de la libertad. En esa medida, debemos ser capaces de identificar todo aquello que signifique una nueva amenaza para la construcción y preservación de una sociedad abierta; de comprender cómo van mutando los intentos por controlar la vida de los demás. Pero, además, debemos explotar al máximo nuestra creatividad, aprovechar lo mejor posible la llegada de las nuevas tecnologías, para encontrar nuevos medios y nuevas formas para denunciar tales amenazas a la libertad, y refutar aquellos intentos por controlar nuestros proyectos de vida.
Por ello, y con ello, en nuestra época contemporánea observamos marcadas dicotomías en la evolución de la libertad: Por un lado, cae el Muro de Berlín, pero por el otro, surgen apoyos para erigir un muro similar en la frontera que divide el Río Bravo; el comercio exterior explota sobre una creciente gama de fronteras geográficas, pero el proteccionismo sigue en ascenso, encontrando formas más sofisticadas (ecológicas, culturales, ahora climatológicas) para bloquear el intercambio voluntario de bienes; mercados emergentes, por fin, consideran importante reformar sus sistemas de derechos de propiedad, pero a la vez el populismo sigue su marcha, con versiones mesiánicas, más peligrosas que expresiones anteriores. Si bien existen argumentos para celebrar el avance liberal, existen otros argumentos, quizás más contundentes, para suponer que la batalla contra las fuerzas de opresión jamás terminará. Por ello, es esencial, para el punto de vista liberal, ubicar un sitio bien definido en el mundo de las comunicaciones, así como determinar las estrategias para difundir el conocimiento respecto de la cultura de una sociedad abierta. Este imperativo intelectual, sin embargo, envuelve una tensión inherente entre la actividad intelectual que se pueda ejercer en un universo académico de docencia y diálogo (literalmente, una universidad), y los mensajes que se puedan transmitir en el foro común de los medios cotidianos.
James Buchanan, a propósito de esta reflexión, ha expresado la necesidad de “salvar el alma del liberalismo clásico”.[2] Nos advierte así:
"We true liberals are failing to save the soul of classical liberalism. Books and ideas are necessary, but they are not sufficient to insure the viability of our philosophy. No, the problem lies in presenting the ideal. My larger thesis is that classical liberalism cannot secure sufficient public acceptability when its vocal advocates are limited to “does it work?” pragmatists. Science and self-interest do indeed lend force to an argument. But a vision, an ideal, is necessary. People need something to yearn and struggle for. If the liberal ideal is not there, there will be a vacuum and other ideas will supplant it. Classical liberals have failed in their understanding of this dynamic." [énfasis mío.]
El problema fundamental, según esta argumentación, consiste en la “presentación del ideal”. En el criterio de Buchanan, hemos fracasado en la formulación de una visión liberal que consiga amplia aceptación en el universo de la comunicación pública; particularmente en virtud de la expansión observada en las tecnologías de la información. Sin embargo, el proyecto de formular una visión bien entendida de la filosofía liberal, con aceptabilidad general, podría resultar injustificadamente ambicioso, si no un tipo de heroísmo inalcanzable. Las actividades de criticar y conversar, con suerte y con trabajo, podrán neutralizar, o por lo menos identificar, proposiciones que busquen imponer, o controlar, o cerrar. El alma del liberalismo, si existe, conlleva un ingrediente elemental de humildad epistemológica, una visión desde abajo que no es congruente con las dimensiones normativas de ingeniería del diseño, del constructivismo que profesa distribuir derechos de todo para todos. En consecuencia, el llamado de salvación en la cita anterior implica un dilema crucial para la defensa del liberalismo clásico, que se podría resumir de la siguiente forma: O canalizamos esfuerzos para fortalecer la argumentación y racionalidad de nuestras propuestas; o, enfrentamos a políticos y populistas en su propio territorio, empleando la ironía, recopilando anécdotas relevantes, desenmascarando intereses especiales que motivan posiciones particulares, incluso, si es necesario, evidenciando historias que dramaticen las consecuencias no intencionadas de buenas intenciones.[3]
El modelo, quizá, debe ubicarse en otro contexto. El espíritu del liberalismo clásico está en peligro. En sentido estricto, siempre lo ha estado, siempre lo estará. La obligación, como agentes de comunicación, es defender las ideas, repetir los casos, una y otra vez, descifrar y desenmascarar, en forma particular, de abajo hacia arriba, con una metodología flexible de conjetura y refutación. Qua comunicadores de ideas de libertad, los principales instrumentos de labor cotidiana son la crítica, la conversación y la creatividad en la presentación de los casos, dramas, principios, hechos de la vida real. De otro modo, mediante un esfuerzo más general, de arriba hacia abajo, el liberalismo corre el riesgo de nunca encontrar aceptación popular y generalizada; aceptación que, como ya se explicó, debe ser la fuente permanente de preocupación para quienes procuran una sociedad abierta.
La Vanidad de la Redención Instantánea
La noción de libertad de elección individual en la sociedad civil forma parte esencial de la tradición liberal clásica. En una sociedad civil, las elecciones son individuales, no colectivas; responden a un proyecto de vida personal, no a un diseño preconcebido de la estructura social. Esta distinción básica nos permite evaluar, por ejemplo, desde iniciativas de política pública o agendas electorales particulares, hasta el desarrollo institucional de una comunidad. Es decir, el principio general informa las percepciones particulares, las opiniones de los liberales, sobre los tópicos de actualidad. El principio liberal, así visto, es un arma de conocimiento muy poderosa, sobre todo en la medida que destaca los límites del conocimiento. El principio fundamental del liberalismo clásico, así entendido, puede ser identificado con una concepción de la sociedad donde las visiones de cómo vivir la vida son secundarias a la norma de libertad de elección.
Jan Narveson ha desarrollado una caracterización filosófica del liberalismo clásico que captura, en forma general, los aspectos tradicionales de esta posición intelectual: las decisiones políticas y normativas en una sociedad deben ser tomadas en una forma que sea independiente de una concepción particular, y previa, de cómo se debería vivir la vida.[4] Este escepticismo sobre las pretensiones del conocimiento, así como el sentido de humildad que caracteriza al pensamiento liberal, surgen como consecuencias naturales a partir de esta formulación del liberalismo básico. Así, usamos esta "definición" instrumental para informar tesis concretas en el entorno cotidiano, como un mecanismo intelectual que informa aquellos argumentos que nos permitan comprender y comunicar temas concretos; por ejemplo, la necesidad de contar con leyes sencillas para un mundo complicado, o el beneficio de la estabilidad de precios, o de asegurar competencia en todos los sectores económicos, o la importancia de los derechos de propiedad en la búsqueda de una cultura de crecimiento. Nótese, sin embargo, que esta definición (más bien, "formulación") ni es objeto de comunicación inmediata, ni es necesariamente popular. Es un principio elaborado, instrumental para guiar la formación de ideas sobre casos concretos consistentes con el marco liberal. En cierta medida, es una expresión de la dialéctica que ha predominado en el debate filosófico desde el conflicto entre el idealismo de Platón y el realismo de Aristóteles. Buchanan insiste, sin embargo, que una visión clásica de la libertad debe procurar satisfacer ese “deseo generalizado del ser humano por un ideal supra-existente”:
"Classical liberalism shares this quality with its newer archrival, socialism, which also offers a comprehensive vision that transcends both the science and self-interest. That is to say, both classical liberalism and socialism have souls, even if their motivating spirits are categorically and dramatically different, one from the other."
Esta comparación parece errar en la representación del conflicto entre los paradigmas socialista y liberal. La visión comprehensiva del socialismo es reducible a la promesa de redención instantánea, la "esperanza" de cambiar la naturaleza de la realidad para acomodar las necesidades de una utopía social constituida ex nihilo, de la noche a la mañana. Por necesidad, esta promesa tenderá a generar mayor aceptabilidad pública que la humildad, cultivada por complicadas curvas de aprendizaje, de un proceso permanente de ensayo y error, que caracterizan la definición filosófica del liberalismo. La versión clásica de la libertad nos dice que la elección de un camino particular es consecuencia de los individuos que deciden en forma voluntaria, en la medida que los derechos de terceros no se vean minados en el proceso. Si la disputa fundamental se trata de una competencia entre "ideales supra-existentes", parecería que la patología de la gratificación inmediata, sin considerar los efectos en la sociedad, tenderá, ceteris paribus, a ganar mayor aprobación pública que el ideal de dejar ser.
El ideal socialista tiene, por supuesto, diversas variantes, algunas sencillas, otras de mayor complejidad. Pero el tema subyacente es el mismo: la vanidad de redención instantánea. Karl Marx apeló no meramente a una interpretación de la historia, sino a un cambio de la misma.[5] John Rawls nos invita a imaginar una posición original donde todos los bienes y las libertades se reparten en forma equitativa entre la comunidad, detrás de un velo de ignorancia, independientemente de mérito o de tradición, o del orden espontáneo del mercado.[6] El "globalifóbico" moderno ataca la expansión de la apertura comercial global, con fervor religioso, sin considerar los hechos y los derechos, a pesar de la masiva evidencia empírica que demuestra la relación causal entre el libre comercio y el bienestar social. El populismo latinoamericano, mediante mesianismos tropicales que profesan conquistar la verdad, explotan con gran éxito el sueño popular de la restitución social contra las fuerzas del egoísmo capitalista.[7] La promesa socialista ofrece una oportunidad equiparable a tabula rasa; el fin de la historia, el comienzo de un camino totalmente nuevo, la transformación extendida de la realidad. La tasa de rentabilidad de la inversión en una unidad socialista parecería ser (mucho) más redituable, más atractiva, que la tasa de retorno sobre la inversión en la unidad liberal. La vanidad de la redención instantánea es, y será siempre, un ideal falso, lleno de arrogancia fatal. Es, sin duda, un romance significativamente más atractivo que el humilde realismo del criterio liberal. Por lo tanto, no se puede estar de acuerdo con Buchanan cuando sugiere que los liberales modernos prefieren quedarse cortos en su búsqueda del romance político:
"Today’s classical liberals seem embarrassed to admit the underlying ideological appeal, even romance, that classical liberalism as a Weltanschauung, can possess. While this stance may offer some internal satisfaction to the… cognoscenti, it is terribly damaging when it comes to winning public acceptance for liberalism."
Empero, ganar la aceptación pública a favor del liberalismo no es función de un sistema general, de un esquema conceptual alternativo. Por hipótesis, la definición filosófica del liberalismo admite -de hecho alienta- los procesos de crítica basados en ensayo y error. Estos procesos buscan un enfoque no general, sino de caso por caso, que procura la confutación de aquellas formas constructivistas que anuncian el fin de la historia, el cierre de la conversación civilizada, o la redención por parte de protagonistas sociales con supuesto acceso privilegiado a la verdad. La vanidad de redención humana, si bien atractiva ante un vox populi común, poco iluminado, ha sobrevivido a diversas demostraciones en contra, tanto racionales como empíricas, que buscan demostrar los beneficios de una sociedad abierta. Ello es producto de varios factores, de una desafortunada trinidad de inocencia, ignorancia e intereses especiales. Este problema se debe atacar con rigor intelectual, con investigación, con escrutinio detallado; vaya, con los instrumentos que han caracterizado la contribución de la sabiduría liberal. Sin embargo, es improbable que esta sabiduría pueda (o deba) generar un punto de vista liberal que sea objeto de elogio popular, que encarne romance sobre consistencia dentro del amplio discurso popular al cual Buchanan nos invita a considerar. Es decir, un estudio escrupuloso de los detalles del mercado, del orden espontáneo, de la naturaleza de la sociedad abierta, no debe ser determinado por la búsqueda universal del alma del liberalismo clásico.
Las causas y consecuencias de las interpretaciones equivocadas sobre la libertad y el orden extendido del mercado han sido un tema prevaleciente entre nuestra comunidad intelectual. La tarea de explicar una versión coherente de la filosofía liberal en América Latina ha enfrentado una gama de confusiones, algunas semánticas, otras de sustancia, sobre los principios del liberalismo. No hay consenso básico sobre la definición de estos principios, menos aun sobre su viabilidad. El problema va más allá de su asociación con terminología “satanizada”, como sucede con “neo-liberalismo” o “globalización”. Varios países en el hemisferio latinoamericano carecen de historia liberal, de una tradición que informe del diálogo del presente. Otros, como México, donde sí existen estas raíces, han enfrentado una confusión moderna al pretender conciliar objetivos encontrados. Los orígenes conceptuales del liberalismo moderno en América Latina, por lo menos en versiones ejemplares,  representan un antecedente importante en la reflexión sobre el porvenir de la prosperidad en la región. Las contradicciones abundan. En el caso mexicano, por ejemplo, en su versión moderna, existe el proyecto de justificar híbridos como “liberalismo social”, lo cual convierte la raíz de la doctrina mexicana en un caso con aspecto “excepcional,” una mezcla poco creíble entre derechos individuales (basados en la libertad) y derechos sociales (que exigen un fuerte activismo por parte del aparato estatal). 
Este híbrido, aterrizado a la realidad económica, encuentra una manifestación actual en la indecisión por parte de los gobernantes en turno sobre si dejar a las personas trabajar, hacer, ahorrar o invertir, o continuar con la gran vanidad de querer solucionar todos los problemas de la sociedad civil. El entorno actual nos invita a participar en el crecimiento, pero nos limita en las condiciones requeridas para poder salir adelante. Las garantías constitucionales, siendo otorgables, son también des-otorgables, y ello es (o suele ser) función de los intereses prevalecientes del momento. La tradición moderna del llamado “liberalismo triunfante” mexicano conlleva un oficialismo que sirvió los intereses del régimen, pero que agotó su coherencia. Una lectura neutral del liberalismo mexicano deja entrever la fuerte tensión entre la igualdad y la libertad, entre la representación política y la soberanía popular. Por tanto, esta es una tradición repleta en el uso y abuso de adjetivos: liberalismo social, igualitarismo liberal, derechos sociales, democracia popular. El hecho es que el proyecto liberal mexicano, como otras de sus contrapartes latinoamericanas, es “constructivista”: La construcción total, ex nihilo, sin historia o tradición, de algo nuevo, de una nueva sociedad, de un nuevo régimen, de algo que borre el pasado y legitime el futuro. En este mismo orden, la figura mítica de Nación-Estado construye todo, de arriba hacia abajo, sea esto un régimen de libertades o de austeridad fiscal o de intervencionismo iluminado. En esta versión centralista, el “gobierno” nos obliga, literalmente, a la libertad. La tensión entre dejar ser y deber ser, de acuerdo a un modelo preconcebido, es patente. La falta de derechos de propiedad bien definidos es consecuencia de la tensión entre estos dos ideales; una ausencia que se manifiesta en un orden jurídico que le da al representante popular el formidable poder de “otorgar” garantías individuales.
El liberalismo "caudillista" latinoamericano, en su versión moderna, es una versión heroica, inocente, peligrosamente romántica más que triunfante. El concepto de “liberalismo social” ha sido un eufemismo de mercados monopólicos, realpolitik corporativista y discriminación jurídica. La orgía de cambios que han sufrido los textos constitucionales latinoamericanos, llenos de toda clase de derechos positivos complicadísimos, es producto de esta misión imposible; el intento de reconciliar las tesis características del liberalismo clásico (respeto al derecho ajeno, dejar hacer, imperio de la ley, entre otros) con una intervención activa del Estado en la sociedad civil.[8]
Estas contradicciones, si bien objetos fascinantes de investigación, han contaminado nuestra habilidad de comunicar una concepción popular del liberalismo clásico que cumpla con el objetivo que plantea Buchanan. En particular, la esperanza de desarrollar una conversación constructiva sobre la gama de contenidos que se transmiten en los medios de comunicación se ha visto dañada, no por la ausencia de una concepción general del liberalismo, sino más bien por los efectos de una ola desenfrenada de sensacionalismo, junto con el fenómeno de desinformación deliberada. La culpabilidad por mera asociación ha cultivado una imagen del orden de mercado como un proceso desalmado de fuerzas al servicio de “los de arriba”; lo que realmente conocemos más por corporativismo o, su sinónimo tradicional, mercantilismo. Los debates se encuentran llenos de distorsiones en el manejo de los conceptos básicos, de falacias sostenidas específicamente para engañar a incautos, de interpretaciones caprichosas de datos. La prioridad es emitir un mensaje que esté de moda, sin cuestionar su veracidad, considerar su alcance o analizar sus posibles consecuencias para la sobrevivencia de una sociedad abierta.
Mi sugerencia para la causa liberal clásica no es, obviamente, que nos apartemos del debate público. En la comunidad académica liberal, de hecho, hay intelectuales que abogan por abandonar el discurso público cotidiano, bajo la premisa de que el tiempo destinado a la investigación sistemática de temas fundamentales (digamos, en el estudio de la ley, o la ciencia económica, o teoría política) representa una inversión bastante más rentable, con menores costos de oportunidad, que el tiempo dedicado a desarrollar una estrategia mercadológica popular a favor de la perspectiva liberal. Bajo este criterio, la tarea vulgar es insostenible, simplemente no vale la pena.
Esta postura, si bien coherente, conlleva un grave problema alrededor del silencio, o más bien, alrededor de la distancia que busca el modelo académico puro de enfrentar el debate público sobre los temas de actualidad en materia política o económica. Así, la universidad no es la esfera para elaborar una aceptación pública de tesis liberales. El universo adecuado para cumplir con esta tarea es el de los medios de comunicación. Y, en materia de comunicación, se ha observado un progreso importante para enfrentar estos desafíos, en traducir los asuntos más complejos de reflexión liberal (nuevamente, por ejemplo, temas tan amplios como el imperio de la ley, o los derechos de propiedad, o la disciplina fiscal); y este progreso, en la medida que es real, coadyuva hacia la aceptación de los principios generales de la sociedad abierta, como el principio de libertad antes analizado. Nótese, sin embargo, que los contenidos o los casos que se buscan comunicar son particulares, informados por principios generales, sin duda, pero basados en casos individuales, que buscan un argumento a la vez, una solución a la vez. Por ejemplo, los índices de libertad económica (o incluso reportes más aceptados en la comunidad burocrática, como Doing Business in the World) han contribuido a crear una mayor conciencia sobre la imperiosa necesidad que tienen las sociedades de contar con un marco legal suficientemente sencillo para no limitar la expansión de la productividad.[9] Asimismo, los contenidos editoriales en periódicos o medios electrónicos han resultado ser valiosos, no como un ingrediente de metodología prefabricada, sino como casos particulares que, literalmente, ilustran o iluminan causas específicas. La ironía que caracteriza a los comunicadores más sobresalientes de la tradición liberal moderna, desde Bastiat hasta Stossel, pasando, desde luego, por Hazlitt; o específicamente del liberalismo latino, desde Alberdi hasta Manuel Ayau, pasando por Mario Vargas Llosa, ha sido imprescindible en la defensa de una sociedad más libre, más abierta. Pero los casos que se abarcan, con contadas excepciones, tienden a ser particulares: el activista despistado que ataca la apertura comercial, o el populista bolivariano que pretende reinventar un proyecto alternativo de nación, o el empresario corrupto que cabildea sin cansancio la obtención de protecciones y privilegios ante un clima de competencia.
Esta breve lista de ejemplos implica dos consideraciones: Por un lado, el reto de combatir las manifestaciones de redención instantánea en el campo de comunicación pública es repetitivo y permanente. El proyecto exige una creatividad constante en el proceso de traducción en vocabulario cotidiano, sobre todo ante la inexorable desesperación de tener que repetir el mismo mensaje, una vez, otra vez, y otra vez más, en forma recurrente. Este proyecto no tiene fin, no persigue un propósito más allá que el de velar por la apertura intelectual, asegurar que la conversación no se cierre. Por otro lado, si bien se deben reconocer avances en el desarrollo de las estrategias de comunicación, o en la creatividad de los contenidos, estos mismos han evolucionado sobre un proceso de ensayo y error, en forma gradual, con aclaraciones donde éstas sean necesarias, con explicaciones donde el asunto exija un argumento más detallado. La estrategia, así concebida, es explícitamente reactiva, de abajo hacia arriba. Empero, resulta esencial para mantener una sociedad abierta. En ningún momento, sin embargo, vemos una apelación a una concepción general que logre “salvar el alma” de las ideas liberales.
El “soldado” liberal, en el campo de batalla de la comunicación popular, siempre debe suponer que la probabilidad de que existan futuros enemigos de la sociedad abierta, prometiendo nuevas formas de redención instantánea, nuevas soluciones a los problemas de la humanidad basadas en un diseño preconcebido, es equivalente a uno. A la luz de esta suposición, seguimos enfocados en el objetivo de explicar fenómenos reales, como el orden del mercado o la cultura de la libertad, bajo una metodología flexible, con ejemplos, con casos, con imaginación, donde el impacto mercadológico tiene relativa prioridad sobre el formalismo lógico de los argumentos, donde la contra-demagogia no requiere, como una condición necesaria, congruencia ex ante con el criterio intelectual.
Esta proposición alterna a la visión de Buchanan arroja un dilema central para la defensa de una sociedad abierta: En ausencia de una visión global de la libertad, la independencia académica de requerimientos de aceptabilidad pública podría poner en riesgo la defensa de valores liberales, por medio del surgimiento del silencio. El dilema, en esta versión, es controvertido: el precio del rigor intelectual, divorciado de debates cotidianos “vulgares”, implica que la tarea de investigación, las conclusiones de reflexión académica, son independientes de los consensos en el folklor popular; y ello implica, a su vez, renunciar los requerimientos de apología popular en favor del proyecto de investigación pura (deducir, inducir, inferir) en una esfera universitaria. El silencio, entendido no como la poca o nula reflexión académica sino como un vacío de voces en el plano popular, se convierte así en una potencial semilla para el tirano, que explota una cultura de resentimiento, y que moviliza a las masas con la promesa de una redención inmediata. El silencio del intelectual puro, en medio de un contexto dominado por despotismo, se convierte así en un factor al servicio del poder político iliberal. Empero, en otra versión del mismo dilema, el proyecto de difundir nuevos contenidos a audiencias generales, tanto dentro como fuera del círculo universitario, tenderá a exigir consideraciones extra-lógicas (drama, sarcasmo, y hasta usos ocasionales del ad hominem). De esta suerte, ganaremos un hábil patrocinador de ideas, a costa de renunciar temporalmente a la función intelectual.
¿Existe solución para este dilema? ¿Es, acaso, un dilema auténtico? Parecería que satisfacer el alma del liberalismo representa una aspiración excesivamente ambiciosa. Por principio liberal, las propuestas de salvación son siempre vistas con escepticismo. Se requiere, más bien, de un enfoque de sentido común por parte de aquellas voces culturales cuya presunción pro-libertad nace de un sentido de humildad, de una consciencia inquieta. En palabras de Bill Emmott:
"…an awareness that science cannot have all the answers, that technological change will not inevitably make thing better. Humbly, [they] should realize that there is no one right way to arrange social relationships. Above all, the humble liberal has to be aware of a paradox: when we think we have come up with solutions to political or practical problems, the thing that should scare us most is the idea that someone might be able to assemble the power… to implement them all."[10]
En este maravilloso texto, Emmott captura un aspecto fundamental de la postura defensiva (reactiva) de la práctica de mantener la conversación abierta, la “cacería de farsantes” (“hunt for humbugs”) que emiten falsos llamados a conquistar la verdad de las cosas. Esta dimensión conversacional define el espíritu no confrontacional del oficio liberal, tanto de la extrema cautela de cuidar que no se reúnan las condiciones políticas para que los agentes del autoritarismo iluminado obtengan acceso al poder, como de mantener la prioridad que merece la crítica constructiva para fundamentar el ejercicio de esta cautela en la vida pública.
Es este espíritu el que permite resistir las tentaciones de redención instantánea, de esa vanidad omnipresente que busca terminar el proceso de diálogo entre nosotros y otros, entre pasado y presente, con la historia de las ideas.
Las Enseñanzas Liberales: Casos y Paradigmas
El concepto de conversación ha adquirido un lugar prominente en el vocabulario liberal, en virtud de las contribuciones del gran anti-racionalista, Michael Oakeshott.[11] En la tradición oral de la conversación civilizada, no existen voces con una autoridad predeterminada en el intercambio de ideas. El objetivo de la conversación no es científico, ni epistemológico (en el sentido de descubrir la verdad absoluta de las cosas). La finalidad de conversar es, valga la redundancia, conversar. Los políticos que anuncian, con pompa y circunstancia, que ellos “hablan con la verdad” resultan ser las criaturas más peligrosas en una sociedad abierta, toda vez que suponen, precisamente, que disfrutan de un acceso privilegiado a la realidad, o de tener conocimientos sobre la sociedad que los separan del resto. Por ello, los profetas de la verdad tienden también a perfeccionar el arte de la guillotina, como mecanismo efectivo preferido para anular diferencias de opinión. En el esquema conceptual liberal, siempre habrá diferencias, incluso, diferencias que motivan fuertes disgustos. Sin embargo, respetamos esos desacuerdos, y aprendemos a vivir con ellos en forma civilizada, apegados a los valores de libertad y responsabilidad.
Esta perspectiva conlleva un ingrediente de conservadurismo filosófico que podría resultar potencialmente inquietante para liberales hayekianos (incluso para el mismo Buchanan) que atacan el conservadurismo político moderno. En un texto extraordinario, Oakeshott caracteriza el temperamento conservador en la siguiente forma:
"To be conservative is to prefer the familiar to the unknown, to prefer the tried to the untried, fact to mystery, the actual to the possible, the limited to the unbounded, the near to the distant, the sufficient to the superabundant, the convenient to the perfect, present laughter to utopian bliss."[12]
Un individuo que exhiba esta disposición es “crítico y cuidadoso” con respecto a propuestas de un cambio radical en la sociedad. Un bien conocido merece siempre el beneficio de la duda sobre uno desconocido.
Los protectores de la conversación abierta poseen esta disposición. Cuando una voz o un vocabulario se proclamen como autoridad dominante, la historia tenderá a reproducir los horrores de Robespierre o Stalin. La tarea de comunicación liberal es ayudar a los miembros de la comunidad a ver más allá de la falsa promesa de transformación inmediata. Esto es, incluso, congruente con los avances de la tecnología moderna. Las tecnologías de la comunicación son otro recurso más en la conversación; aunque, sin duda, imprescindible para el futuro de la prosperidad humana. La tentación de imponer un esquema conceptual determinado, ese llamado de salvación basado en la premisa de que uno sabe más sobre la realidad que todos los demás, constituye el común denominador entre el terrorista religioso, el mesías tropical, el tecnócrata moderno, y otras especies que buscan limitar la libertad, que procuran cerrar las puertas del diálogo.
Buchanan sugiere que aquellos que “enseñan liberalismo” deben concentrar sus esfuerzos en la “visión o constitución de la libertad”, no en el análisis utilitario que demuestra la superioridad del ideal en la producción de resultados cuantificables. Esta es una reflexión importante. La interrogante, de todas formas, sigue siendo si el espíritu de la enseñanza liberal debe ser función de la formulación de un sistema general, o de un enfoque concreto, de caso por caso, basado en los conocimientos cotidianos, cultivados por explicaciones filosóficas a la Nozick.[13]
¿Cuál, entonces, debe ser nuestro paradigma de virtud intelectual, de enseñanza liberal? El modelo conversacional desempeña un papel estratégico para el defensor de la libertad, en la medida en que éste se convierte en el agente que busca formar, y fomentar, las condiciones de la conversación civilizada; asegurando, ante todo, que esas condiciones no se vean amenazadas por promesas, siempre presentes, de redención general. El agente científico o intelectual busca concluir una conversación con un argumento, con una demostración; mientras que el político que presume representar la soberanía popular busca terminar la conversación empleando la confrontación. El diálogo, por definición, requiere civilidad, un contrato tácito de enseñanza mutua, paz entre los individuos que buscan un intercambio civilizado de ideas (de hecho, un intercambio dialéctico). La desconfianza permanente sobre el diseño de un gran esquema sobre los proyectos de arquitectura social, junto con una apreciación de los ideales liberales como normas de humildad dentro del quehacer público, implican un rol determinante para el pluralismo y la tolerancia en una cultura de libertad.
Considérese, por ejemplo, el legado intelectual de Octavio Paz. En la esfera universitaria, su contribución puede considerarse arrogante, con un estilo denso, lleno de confusiones básicas a lo largo de varios textos clásicos. Pero la libertad, para Paz, es un producto de la autonomía, en particular, de la crítica y del diálogo abierto de ideas. Las ideas, qua ideas, son cruciales no sólo en función de sus contenidos explicativos que buscan confutar las fuerzas de opresión. El acto mismo de criticar, de cuestionar, es un acto de libertad en sí. Por ello, la crítica hacia el poder, hacia las instituciones donde subyacen las formas autoritarias de organización política (el patrimonialismo y el presidencialismo que caracterizaron la vida política en la era de Paz) es, en sí, un acto contra la autoridad, un acto de libertad. Paz buscaba desenmascarar los rituales, refutar y exhibir construcciones políticas, las formas y formalidades del patrimonialismo. Su antropología se basaba en “des-cubrir” la realidad cotidiana. Y, si bien este ejercicio en fenomenología política ha sido criticado por su interpretación generosa de los hechos, o por la ausencia de una metodología formal, estas articulaciones sobre los supuestos errores de Paz pasan por alto el mensaje central de su narrativa: la de-construcción permanente de construcciones, de falsos paradigmas, de iconos culturales y de otras imposiciones y mitos geniales.
Paz representa una figura importante, un modelo que podemos emular, en la elaboración de una crítica al statu quo. Su crítica al patrimonialismo implica la evaluación de sociedades donde un príncipe (gobierno contemporáneo) concibe la infraestructura del poder político, y la tesorería de la nación, como patrimonio personal. Esta crítica no es solamente una reflexión a favor de la libertad; es a su vez un acto de libertad, una "pintura del escenario" político que busca generar duda sobre la legitimidad del orden prevaleciente. La proposición no nace como una conclusión derivada de un argumento válido, formulado con premisas específicas del racionalismo político. No es proactiva, no busca construir. La motivación nace, más bien, de un profundo sentimiento anti-centralista que se limita a criticar, que cuestiona posturas y posiciones como un ejercicio similar a la falseabilidad Popperiana, con el fin de cultivar la libertad, más que defender una posición doctrinaria o un liberalismo con pronunciada carga ideológica. Así debemos apreciar frases maravillosas como “los que pretenden erigir la casa de la felicidad, nos acaban condenando a la cárcel del presente.”[14]
El papel de la crítica en este proceso es determinante: Criticar no es equiparable a denunciar; es un acto dialéctico de cuestionamiento, una curva de aprendizaje cuya principal enseñanza es no bajar la guardia en nuestro sistema de creencias populares, ya sea en el centro o en la periferia. Así se logra asegurar un mayor grado de libertad. No hay proposiciones sagradas ni verdades en todos los mundos posibles. Los blancos naturales del “crítico cultural” son los ídolos, los íconos, los paradigmas, aquellas creencias que tendemos a no cuestionar en la vida cotidiana. Por consiguiente, la actividad de criticar se convierte en un instrumento fundamental de liberalización gradual, un mecanismo que permite un cambio permanente en los paradigmas de nuestro tiempo. En este sentido, Paz concibe la crítica como un desafío literario. El arte de criticar, ya sea en una página de periódico, o en un debate, o en alguna novela, es iluminar (con poesía, en el caso de Paz, con imaginación, con oratoria, con letras libres). La ética de reforma (re-formar, o formar de nuevo) se puede cultivar con crítica en este significado, sin confrontación, sin control, sin la necesidad de buscar el cambio por medio de la violencia revolucionaria. El gobierno debe proteger al ciudadano, dice la teoría; pero acaba, casi siempre, actuando como opresor, un ogro filantrópico que tiende a controlar, “según el humor del príncipe y el capricho de la hora”. La crítica, así vista (vaya, así de irónica), es una actividad fundamental para el desarrollo de una cultura de libertad.
Esta caracterización del crítico liberal moderno como catedrático de poesía, como liberador más que experto, representa un modelo conceptual importante para explorar los diferentes roles que comunicadores liberales puedan desempeñar, tanto en la defensa de ideas independientes (digamos, el orden extendido del mercado), como –y más importante aún- en la tarea de desafiar lo que venga, cuestionar lo que más valga, en la medida en que se pueda mantener activo el diálogo entre gobernante y gobernado, buscando siempre evitar la imposición de un diseño preconcebido de vida. La ética de un “buen ciudadano” no es congruente con esta especie de liberal crítico. Nótese, nuevamente, que estos roles son independientes de los argumentos que se puedan elaborar en una academia, en momentos que exijan seria reflexión cognitiva. Las historias de los comunicadores críticos son, también, independientes de una concepción general sobre el liberalismo clásico que logre amplia aceptación popular; así sea en la medida que siga la conversación del ser humano con la civilización, o en la misma medida que surjan otras voces u otras ideas en la narrativa del diálogo intelectual.
Una objeción epistemológica a esta forma de concebir el desafío de comunicación liberal es que no existe un medio convincente para trazar líneas entre la razón y el relativismo. En la academia, la aceptabilidad de un contenido depende de la existencia de evidencia empírica verificable, junto con un aceptado sistema de argumentación lógica. Sin embargo, una mente liberal crítica es a la vez una mente que juega con las posibilidades, incluyendo las extra-lógicas o las extra-empíricas. La norma no es razón, sino razonabilidad. La razón guía nuestro esfuerzo detrás de una muralla universitaria, mientras que la razonabilidad es un estándar por excelencia en el proceso de edificación, de crítica, en el reino del debate público.[15] El método científico puede generar conclusiones contra-intuitivas, o hipótesis que requieren un nivel de conocimiento poco accesible, de extraordinaria sofisticación. Así sucede en el ramo de la alta matemática y las ciencias naturales. Pero así sucede también en la ciencia económica o en la teoría política. Sin embargo, tal como Buchanan ha subrayado, el primer caso no requiere un paradigma con aceptación pública, mientras que el segundo caso sí exige cierta comprensión en el lenguaje ordinario. El crítico liberal, como comunicador, procura garantizar las condiciones mínimas para permitir que los individuos puedan maximizar su libertad de elegir entre diferentes proyectos de vida. Así visto, el comunicador liberal no cumple con los lineamientos que Buchanan nos invita a considerar. Se puede decir que tiene, más bien, una visión más modesta de la esperanza liberal, en la medida que ofrece un antídoto (más no el antídoto) contra los enemigos de una sociedad abierta, contra esa fatal arrogancia que pretende determinar la manera de cómo debemos vivir la vida. Sin duda, el debate público no es una esfera donde “todo se vale”. Se deben presentar elementos (y evidencias) que permitan distinguir entre posiciones razonables y no razonables, en el espacio lógico de razones.[16]
Uno de los ejemplos más contundentes de la problemática liberal, donde los argumentos, pese a su evidencia contundente, no han logrado conseguir una aceptación pública universal, es el caso del libre comercio; concretamente la experiencia basada en teorías de la ventaja comparativa y los principios de costos comparados. En este contexto, la mitología popular sobre el comercio como un juego de suma negativa, en el que una parte gana sólo si la otra pierde, ha sido la base para la elaboración de leyes proteccionistas, que en sus versiones más recientes adquieren una sofisticación importante, sobre todo en materia de reglamentos ecológicos o normas sanitarias, así como un sinnúmero de barreras no arancelarias. En el fondo, la incomprensión generalizada de la ley de costos comparados, como un axioma fundamental de las ciencias sociales (lo más cercano a una verdad universal de sustancia en el ramo de investigaciones sociales, similar a lo que Kant hubiese denominado sintético a priori), es el factor responsable de la falta de consensos populares alrededor del intercambio comercial, así como de la variedad de falacias populares que dominan los debates sobre el comercio exterior.[17]
En palabras de Manuel Ayau:
“[la mayoría de textos sobre economía] dejan la explicación de la teoría general del intercambio a los capítulos sobre el comercio internacional, en el supuesto que [los lectores] ya han entendido los principios básicos del intercambio, lo que es dudoso. Los autores no suelen tratar la relación de la teoría general de intercambio con el ejercicio del derecho de propiedad, ni sus implicaciones con respecto a la distribución de la riqueza, ni su relevancia en cuanto a la asignación de recursos.”[18]
Esto es un buen ejemplo de la labor del comunicador liberal que busca redescubrir, escarbar, cuestionar, casi como interlocutor socrático en un diálogo sobre los temas fundamentales de la vida real. El tema que trata Ayau, en el fondo, es la prosperidad del ser humano, su familia y su entorno; prosperidad que se basa en el intercambio voluntario, como un juego que no suma cero (en su versión más convincente, el intercambio de un derecho legítimo de propiedad beneficia a una parte si y sólo si la otra parte también se beneficia). El diálogo socrático es una tarea permanente: repetir la misma tesis en diferentes versiones y cuantas veces sea necesario, ante la incredulidad estructural de la opinión pública no especializada. El camino (la crítica) que toma Ayau, como comunicador liberal, para analizar el problema planteado conduce, por ejemplo, a la conclusión de que los costos comparados son la esencia del homo economicus, y en tanto la teoría general del intercambio siga difundiéndose en forma equivocada, divorciada de los derechos de propiedad, “su comprensión difícilmente se diseminará en el mundo político”. Por ello -porque falta el ingrediente principal-, es que resulta tan complicado explicar asuntos que de otra forma deberían ser nada más que tautologías o proposiciones de sentido común del intercambio bien entendido (por ejemplo, el hecho de que la única razón de ser de las exportaciones son las importaciones, o que la finalidad del dinero es deshacerse del mismo, o que buscar un superávit comercial equivale a buscar menor inversión, o que “boicotear” los productos extranjeros como medida de represalia no es más que un injusto castigo al consumidor local, o que la balanza comercial es una agregado numérico basado en la falacia de que los países son los que intercambian bienes y servicios, etc.).
Una tesis asociada a la teoría general del intercambio es el principio de destrucción creativa, fenómeno que representa un elemento clave del crecimiento en una economía abierta. En nuestra era de avance en sistemas de comunicación, este fenómeno ha adquirido una dimensión omnipresente. Su accionar se ve en todo momento, en todo lugar. Economistas tan cautelosos, y tan respetados, como Arnold Harberger o Jagdhish Bagwhati, han mostrado con datos, análisis, incluso anécdotas, cómo la apertura comercial global y la destrucción creativa han producido beneficios socioeconómicos cuantificables, tanto en elevar el nivel de vida, como en mitigar la pobreza, así como en mejorar las condiciones de mortalidad, educación e inversión. Estos economistas, junto con Ayau y varios más, se plantean la paradoja de por qué, a pesar de tantos datos y tantos hechos, existe una oposición popular tan marcada, a veces violenta, a la globalización. Esta es una pregunta capital, ya que la posibilidad de razonar, de llevar a cabo una conversación al respecto, choca con la brutalidad ideológica e intransigencia dogmática de las posturas anti-intercambio, sean éstas post-marxistas, ultra-relativistas (Derrida, Foucalt), ecologistas (Greenpeace), o nativistas (radicales de la ultra-derecha estadounidense), que aborrecen la innovación, o que simplemente disfrutan de los reflectores populares (como Lou Dobbs o Joseph Stiglitz, entre otros).
El problema, identificado originalmente por Bastiat, es que los beneficios de la destrucción creativa tienden a ser menos visibles que el ajuste constante en plazas de trabajo, y de inversiones, que el proceso conlleva. La competencia de fuerzas como China conlleva un beneficio importante de reducción de precios y costos para consumidores globales, pero también un perjuicio visible para productores competidores en la rama relevante (manufactura, por ejemplo), en la medida en que éstos enfrentan costos de producción más altos. Sería un error, desde luego, no reconocer que se generan contingencias en el proceso de la destrucción creativa; contingencias que, por lo tanto, parecen contrarias a la idea de una sociedad abierta, y que favorecen la búsqueda de subsidios, exenciones fiscales y otro tipo de protecciones por parte de los agentes afectados. El gran reto de los abogados del comercio abierto es, pues, un reto perpetuo, que por la misma naturaleza de la destrucción creativa nunca acabará: reiterar -en todos los momentos posibles, todos los días, una y otra vez- el mismo argumento de que el libre comercio es un juego que no suma cero, que el crecimiento depende de la innovación, de la productividad, de la reducción de costos, de la necesidad de desplazar lo viejo por lo nuevo, de las bondades de la destrucción creativa. Nótese cómo, bajo esta premisa, el reto alrededor de la destrucción creativa no es defender la apertura en sí, sino evitar que el impulso del proteccionismo gane fuerza y logre materializarse en ley, en un decreto, en una forma económica. Nuevamente, el liberal comunicador surge más como crítico de fuerzas ajenas, y menos como constructor de una concepción general de ideas liberales.
En su trayectoria intelectual, Manuel Ayau será recordado como padre fundador de esa gran institución, Universidad Francisco Marroquín, como orador privilegiado que siempre cautivó a su audiencia (desde la más sofisticada hasta la más cotidiana) con una combinación ejemplar de rigor, sentido del humor, conocimiento histórico, ironía y aceptación. Su legado principal, al final del día, es la formulación de los costos comparados como una faceta universal de la vida económica, y por lo tanto de la vida humana, tan básica para sobrevivir y para salir adelante como la procreación, la nutrición y el hábitat general. Este legado, quizá, no busca la salvación del alma del liberalismo, o algún fin similarmente épico. En mi personal interpretación, el ejercicio dialéctico de cuestionar dogmas populares alrededor del intercambio, de reducir al absurdo las falacias escondidas dentro de  la mentalidad proteccionista, de mostrar las confusiones que nutren las vísceras del corporativismo, es equivalente a enseñar a otros en base a casos, a paradigmas, en base al ejemplo particular de la vida diaria. Es la manera de hacer consciencia de conocimientos tácitos que ya poseemos como seres humanos. La economía es, después de todo, acción humana.
El liberalismo es objeto permanente de crítica. En América Latina es prácticamente inmoral no despreciar al liberalismo. Sin duda hay “liberales” de todo tipo; y todos ofrecen una definición al respecto. Pero la libertad en todas sus dimensiones, ya sea en el comercio diario o en la reflexión filosófica o en alguna vocación popular, conlleva una actitud específica, un temperamento ante el conocimiento: el temperamento liberal. Ésta es una forma, quizá la forma correcta, de entender el liberalismo; no como doctrina, o receta preconcebida en las aulas de la escuela, no como consenso político o concepción general. El liberalismo, así visto, es una actitud ante el conocimiento, ante la realidad externa; un temperamento humilde, que se adapta a los cambios, pero que privilegia lo conocido sobre lo desconocido, la experiencia histórica sobre el supuesto heroísmo de un caudillo salvador. En una sociedad abierta todos tienen visiones y valores, pero la norma capital es que ninguno de sus miembros puede imponer su visión sobre el resto. Esa es la fuente de la libertad: Las decisiones normativas del deber ser, de qué hacer, no se derivan de una previa concepción de cómo se debe vivir la vida del ser humano, ni del nacionalismo histórico, ni del fundamentalismo islámico, ni de un proyecto alternativo de nación, ni del tecnócrata iluminado, ni del ingeniero comercial, ni de todos aquellos que presuman tener un monopolio sobre la verdad. Por ello, el liberal habla de imponer límites al uso de la autoridad y, por ende, de abandonar la vanidad de planear, orientar, dirigir la actividad de otros proyectos de vida. Esa es la esencia, y la consecuencia, de toda una enseñanza de la vida basada en la conversación del ser humano con la historia, la enseñanza que cultiva un temperamento liberal.
Si es así, deberíamos, entonces, como actores en un mercado dinámico de ideas, contar con la libertad de explorar las diferentes formas de comercializar los contenidos relevantes, desde una perspectiva liberal. El modelo normativo de principios liberales nos advierte que todas las decisiones de política pública deben ser realizadas bajo un esquema independiente de una concepción ex ante de cómo vivir nuestras vidas. Este es un principio ilustrado, no reducible al lenguaje cotidiano del debate público. Sin embargo, ciertos temas específicos, o ciertas propuestas concretas, sí pueden someterse a la aceptación pública, en la medida en que éstas sean congruentes con los fundamentos de la filosofía liberal. Existen, por fortuna, varios ejemplos que reflejan la aplicación práctica de conceptos abstractos de crítica y conversación en una cultura de libertad.
Ejercicios en Creatividad: Problemas y Posibilidades
Si el mercado de la ideas, como todos los mercados, es un proceso de descubrimiento que evoluciona con el tiempo, donde impera la soberanía del consumidor, entonces el esfuerzo general de posicionar los beneficios de la libertad y de una sociedad abierta, más allá de las contribuciones de la tradición clásica intelectual, debería concentrarse en probar cualquier propuesta que procure generar la aceptabilidad suficiente en el mercado público. Se pueden desarrollar propuestas empleando, incluso, los mismos medios retóricos de antagonistas populistas, que procuran avanzar las libertades de la sociedad civil bajo una estrategia de comunicación más identificada con la demagogia que con la tolerancia. En la superficie, ello parecería contrario al liberalismo clásico, pero no lo es.
Los ejercicios que se proponen representan casos de reforma estructural en materia de economía política, particularmente alrededor del fenómeno conocido como la “fatiga de las reformas de mercado” y de la falta de consensos entre fuerzas políticas imperantes que logren avanzar cambios liberales de fondo; ya sea en materia fiscal, o en la apertura de sectores estratégicos, o en la transformación de mercados laborales para acomodar un marco más flexible.[19] Ante la crisis financiera de 2008, ante el desprestigio de las iniciativas para maximizar la libertad económica, ante las desigualdades del ingreso en la economía global, surgen voces que anuncian, en forma dramática, el fin del mercado libre; con el mismo sensacionalismo intelectual como lo hizo, quizá con mucho mayor justificación, Francis Fukuyama, hace dos décadas, con su célebre tesis sobre el fin de la historia y el triunfo del capitalismo democrático.[20]
La propuesta implica renunciar, por lo menos bajo el contexto actual, a la formulación explícita de una concepción general del liberalismo clásico, tal como nos plantea Buchanan; y, en su lugar, desarrollar un esquema conceptual de soluciones específicas, dirigidas a atacar problemas particulares, identificando los obstáculos que puedan surgir ante una propuesta concreta de cambio (liberal), y acomodando las piezas de tal forma que se pueda obtener el resultado deseado, si no en su totalidad, por lo menos en un grado importante de evolución. Este enfoque requiere distinguir entre políticas creadoras de riqueza y políticas que comparten la riqueza.[21] Las segundas implican una gratificación inmediata, por tanto tienden a ser populares; mientras que las primeras implican ajustes en el corto plazo para garantizar beneficios sostenibles en el largo plazo, y por tanto tienden a ser impopulares. El dilema que surge para la causa de la reforma estructural de mercado conlleva un escenario de teoría de juegos con tres variables: La variable económica, cuyo fin es la ganancia sostenible en el largo plazo; la variable popular, que busca beneficios financieros instantáneos, sin considerar las consecuencias futuras; y la variable política, que acomoda las circunstancias con el fin de maximizar su rentabilidad en la arena política. El desafío para el diseño de una reforma exitosa, con contenido liberal importante, implica avanzar las libertades de la variable económica con incentivos suficientemente atractivos para incluir a las variables popular y política en la ecuación. La regla que impera es quid pro quo. La idea es más retórica que realista, al suponer que sí se puede demarcar claramente una diferencia entre crear riqueza y compartirla. Empero, más allá de llevar a cabo una triangulación de objetivos, el reto fundamental es diseñar políticas económicas que logren conciliar las necesidades de transformaciones estructurales con medidas que tengan fuerte apoyo popular en materia política, y un probado impacto social en materia popular.
El concepto clave, en este escenario de posiciones encontradas, es la creatividad. En las palabras de un observador, este desafío se puede interpretar como un reto político para “promover la distribución del ingreso y las oportunidades, sin darle al traste a la estabilidad y al crecimiento”. Este ejercicio no busca apropiarse de la demagogia, sino hacer lo necesario para combinar las bases de una futura prosperidad, liquidando las altas facturas de los ajustes de corto-plazo con estrategias explícitamente enfocadas a generar fuerte apoyo popular y sobrado impacto social, con lo cual es posible neutralizar fuerzas políticas que se opongan a estas medidas. Un ejemplo conocido de estos casos es la redistribución del gasto público. En un mundo ideal, el comunicador liberal busca que el gasto del gobierno se limite al mínimo suficiente para financiar el ejercicio del sistema de leyes, de protección a los ciudadanos, y demás. En nuestro mundo real, es casi imposible transformar este ideal intelectual en realidad política, por lo menos con la rapidez que quisiéramos; y, sobre todo, en un plano que combina el desprestigio del mal llamado “neo-liberalismo” con las vísceras del nuevo populismo latinoamericano.
Sin embargo, se puede considerar una propuesta realizable, una promesa creíble: una reforma del presupuesto federal que busque una reducción sistemática del gasto en un periodo de tiempo determinado (por ejemplo, 2% anual a lo largo de un plazo de cinco años). La reforma no es ideal, pero es un paso en la dirección (liberal) correcta. No obstante, parecería que se requiere del sacrificio de los intereses inmediatos de la variable popular y, con ello, los intereses de popularidad política de la variable política. Éstos, pues, surgen como los obstáculos más importantes. El ejercicio de creatividad mercadológica en este contexto específico requiere la presentación de dicha reforma presupuestal como un mecanismo que permitirá empoderar a las clases que menos tienen, que viven en pobreza absoluta, con recursos financieros directos, con dinero no intermediado por la burocracia reinante, en la forma de una aportación monetaria directa o impuesto negativo directo. Sin duda, la propuesta disfrutaría de importante apoyo popular y, probablemente también, de apoyo político, toda vez que se calculen los costos de renta presente contra los costos de una pérdida absoluta de plaza pública, a causa de no sumarse al ejercicio de redistribución. 
La propuesta tiene, además, una razón de lógica económica, mediante la cual encaja la variable económica: el costo de oportunidad de los recursos públicos en manos de las madres de familia ubicadas en las situaciones económicas más modestas es considerablemente inferior al costo de oportunidad que tienen esos mismos recursos en las manos de un burócrata presupuestal desinteresado que asigna dinero que es suyo hacia destinos que no son de su propiedad. En otras palabras, es más eficiente, y de caridad más redituable, que los recursos fiscales destinados al llamado "gasto social" se repartan, directamente en efectivo, entre el universo de las familias más pobres. Y es que la intermediación burocrática para distribuir los recursos no tan solo priva a estas familias de una oportunidad de financiamiento, sino también de la libertad de elegir el uso de los recursos que supuestamente se tiene etiquetado para este sector de la sociedad. Los ahorros generados en el tiempo establecido, utilizados para un programa universal de subsidios directos a las familias más necesitadas, no califica como demagogia, en la medida que representa una forma (no la forma ideal, ciertamente) para lograr el efecto deseado: un “crowding in” de los recursos fiscales, hoy pésimamente manejados por burocracias al servicio del gigantismo estatal. Por tanto, esta solución parece cumplir con la tarea de combinar la reforma estructural (reducir el gasto del gobierno) con acciones que permiten, al mismo tiempo, su amplia aceptación popular y política.[22]
Otro desafío de política económica, de dificultad significativamente mayor, se puede ver en el caso de una “reforma fiscal integral” (otra frase que ha perdido un significado real). Los sistemas latinoamericanos en materia fiscal sufren diversas y documentadas distorsiones que generan costos de ineficiencia, así como graves injusticias por la inequidad tributaria. A pesar de las promesas de llevar a cabo reformas fiscales basadas en la simplificación tributaria, ésta es un área donde la mayoría de los analistas suponen, por lo menos en el caso mexicano, que no se puede, y no se podrá. Ciertamente, los intereses políticos y los reclamos populares contra una transformación fiscal estructural son demasiado pronunciados para imponer una solución de peso al problema fiscal del país.
Hasta ahí, la renovación integral de la estructura tributaria, con todo y los beneficios de largo plazo de la variable económica, parece incompatible con los intereses de las otras dos variables. Pero no es así. El ámbito tributario también representa un área de oportunidad para la combinación de soluciones creativas, que logren una transformación estructural bajo una estrategia basada en apoyos popular y político. El liberal, ahora como comunicador que busca una comercialización efectiva de un caso particular, debe buscar alinear los incentivos en un esquema de juegos donde todos los participantes (popular, político, económico) puedan resultar ganadores. En un mundo ideal, buscamos un impuesto único (uno solo), sin deducciones, sin privilegios, sin exenciones y, preferentemente, de tipo indirecto (al consumo). Nada más, nada menos. Pero para caminar en esa dirección, a partir de los laberintos impositivos que imperan en nuestros países, habrá que contemplar una red de protección probada que permita capturar las contingencias ocasionadas por el ajuste inicial, así como a los posibles perdedores de corto-plazo. El gran reto que enfrenta una reforma fiscal seria es, en el criterio del periodista mexicano Sergio Sarmiento, “cómo vencer a los grandes intereses que se oponen a la simplificación y racionalización de los impuestos. Lo importante es que sigamos avanzando, aun cuando la reforma ideal siga siendo eso, un ideal.”[23] Para Sarmiento, lo “ideal” es una tasa única de alrededor de 15% sobre el ingreso, pero que a la vez elimine el amplio universo de exenciones y privilegios; en consumo, lo ideal sería, también, una tasa de alrededor de un 10%, pero que sea aplicable a todos, absolutamente todos los productos (alimentos y medicinas incluidos), y por igual en todas las regiones del país. Así, bajo la perspectiva de Sarmiento, las posibilidades de realizar “lo ideal” en materia fiscal son “muy limitadas”. Hay demasiadas telarañas mentales (“el impuesto único es regresivo”) e intereses especiales (tabúes políticos) que impiden llevar a cabo el cambio fiscal. “Las fuerzas conservadoras han encontrado en este tema una causa populista que no abandonarán (…) –dice Sarmiento-, [por lo cual] habrá que ser mucho más modestos, o políticamente realistas, en cuanto a los límites de la reforma fiscal”.
El dictamen parece contundente. Sin embargo, la tarea del liberal creativo, como ya se dijo, es buscar la manera de empujar el cambio fiscal radical, basado en la alineación de los incentivos populares, políticos y de lógica económica, por muy imposible que parezca. El problema con la “reforma fiscal integral” es que el punto de venta está basado en la necesidad imperante de aumentar la recaudación; una razón cierta pero insuficiente para movilizar las fuerzas mercadológicas (aunque sea para los pobres, el contribuyente promedio no desea que el gobierno extraiga más dinero de su bolsillo). El punto de venta efectivo debe partir del lado en el que se encuentran los intereses de la sociedad: las injusticias derivadas de los regímenes de tasas diferenciadas, ya sea a nivel de consumo o a nivel de ingreso, que ocasionan que los que menos tienen acaban, sobre todo del lado del consumo, subsidiando a los que más tienen. Así pues, la justificación mercadológica por la cual se debe unificar la tasa del impuesto al valor agregado o al consumo, no reside en que habrá mayor recaudación, o más para repartir, sino en que se eliminarían las injusticias derivadas de un sistema diferenciado (el fenómeno de “hood-robinismo” fiscal, donde los que más tienen, y los que sí pueden pagar, se llevan la gran parte del privilegio, mientras que los que menos tienen dejan de recibir, en forma directa, lo que se podría generar por medio de la unificación tributaria).
Las variables popular y política (digamos, intelectuales, legisladores, líderes sindicales y demás) se oponen a la unificación de tasas bajo el pretexto de que tal medida golpeará a los que menos tienen, pues son éstos, en proporción a sus ingresos, quienes más consumen, mientras que en materia de ingreso, “los ricos” dejarán de pagar lo que “deberían” pagar. Empero, consideremos los datos: el régimen de tasas diferenciadas, sobre todo en consumo, implica que se deja de recaudar una gran cantidad de recursos fiscales, al no captar recursos de aquellos que sí pueden pagar el impuesto de 10% (ó 15%, o la tasa que resulte) en alimentos y medicinas. En concreto, de cada peso que se deja de recaudar por subsidiar a los que menos tienen con una tasa cero para alimentos y medicinas, a la vez se deja de recaudar hasta cuatro pesos (sino es que más) por no gravar a aquellos consumidores que sí pueden pagar. Esa desproporción equivale a privilegiar a los que sí pueden pagar a costa de los que no pueden pagar. Ese es, precisamente, el dato que será la base de una eventual solución estratégica al caso: que por cada unidad de cuenta que eroga la tesorería federal para subsidiar la falta de uniformidad en el impuesto al consumo en el universo de familias pobres, debe destinar una cantidad cuatro veces superior para financiar el subsidio tributario de tasas preferenciales en el universo de familias que sí disponen del poder adquisitivo para absorber una tasa única al consumo aplicada a todos los bienes. La solución creativa, por ende, es encontrar un medio de apoyo a los potencialmente golpeados por la implementación de la tasa única (en el caso mexicano, los primeros seis deciles de la población) en la etapa de transición hacia un régimen simplificado fijo. El impacto de la aplicación de una tasa de 10% en alimentos y medicinas equivale al aumento en el gasto promedio de alrededor 40% en las familias del sector más pobre de la población. El desafío es, entonces, encontrar una forma de hacer llegar esta cantidad de recursos a la población objetivo antes de que entre en vigor el nuevo régimen fiscal y con ello subsidiar, ex ante y por la vía del gasto, el impacto que tiene la unificación sobre el ingreso familiar.
La propuesta, incluso, podría seguir la siguiente lógica de juegos: si cada unidad de subsidio fiscal a las familias más pobres le cuesta al erario público cuatro unidades de subsidio fiscal a las familias de suficiente poder adquisitivo, habría entonces que etiquetar cada una de estas cuatro unidades que ahora representarán ingresos adicionales en las arcas fiscales, de tal suerte que esas cuatro unidades se destinen específicamente para un eventual subsidio directo a las familias en el padrón que no cuentan con el poder adquisitivo suficiente (nuevamente, aquellas familias identificadas dentro el censo económico nacional como los primeros seis deciles de la población). Empero, el calendario y la temporalidad de la designación del subsidio directo es crucial. La fórmula popular y políticamente viable es que, por cada peso adicional que las familias en categoría P (pobres) tengan que pagar a causa de la unificación del régimen fiscal, deberán recibir hasta cuatro pesos de regreso (digamos, los mismos cuatro pesos que hoy se dejan de percibir bajo el régimen de exención). Pero, de ser así, es necesario que los primeros dos pesos se otorguen en un plazo anterior a la entrada en vigor del nuevo régimen, para así poder neutralizar el impacto del nuevo gravamen en el gasto promedio por familia, y para también dar una muestra real, no sustentada en promesa verbal sino en realidad financiera, de que esos recursos que se captarán en el universo de familias R (más ricas) sí se destinarán al universo de familias P. La estrategia financiera sería hacer llegar esta cantidad de futuros ingresos a estas familias, pero en forma ex ante, no ex post, de la ejecución de la reforma fiscal. Así visto, la percepción del agente cotidiano representado en la variable popular es que, en el peor de los escenarios, un agente gana por lo menos un peso (de los dos que se prometen, uno antes, otro con posterioridad); en el mejor de los escenarios, el mismo agente, cuatro veces más. El aspecto ex ante es fundamental, ya que con la coordinación de los tiempos se logran conciliar los incentivos de los políticos con los del universo objetivo de causantes, y con los fines económicos de la reforma fiscal, es decir, la unificación de tasas, junto con la eliminación de regímenes preferenciales, así como lograr maximizar fuentes sostenibles de ingreso que no dependan de endeudamiento o del manejo de ingresos volátiles (como, por ejemplo, los recursos de la factura petrolera). 
La ingeniería financiera para realizar la operación de subsidio directo ex ante, sería por medio de un esquema de factoraje fiscal; es decir, usar las facturas de futuros ingresos fiscales esperados (las cuatro unidades que hoy no se captan en el universo de familias R por vivir con la tasa cero) como garantía debidamente aislada, para colocar un instrumento especial de deuda, con vencimiento a largo-plazo, a una tasa igual o un poco más atractiva que las tasas de mercado en las colocaciones actuales. Los nuevos recursos se destinarían a un fideicomiso transparente, cuyo comité técnico sería responsable en otorgar, a través de un padrón independiente actualizado, los subsidios correspondientes. El instrumento de deuda se podría ir amortizando en la medida que se vayan captando los nuevos recursos tributarios derivados del aumento proyectado en la recaudación. De esta forma, ya no se puede usar la excusa de “los pobres” para enmascarar los privilegios fiscales, y con ello detener los incrementos derivados de la generalización del impuesto al consumo. Los ciudadanos que menos tienen, las familias P, ya estarían potenciados con recursos antes de la entrada en vigor del cambio de régimen. Eso, psicológica y políticamente, hace una diferencia determinante. Además, la operación no impacta negativamente sobre las finanzas públicas, al contar con la garantía de futuras facturas fiscales (si acaso, el costo es equivalente al costo del factoraje, que en esas sumas puede representar hasta una décima parte del valor nominal total de la operación; es decir, alrededor de diez centavos, o menos, de cada peso, o su equivalente).
Esta propuesta, sin duda, contiene ciertos ingredientes incómodos para la perspectiva del comunicador o crítico liberal. Es potencialmente clientelar. No hay garantías fehacientes de que la deuda pública adquirida para financiar el factoraje se repague con la entrada de los nuevos recursos tributarios (toda vez que la tentación para usar estos flujos en otras actividades es omnipresente). Es, en cierto sentido, un ejercicio de manipulación. Estas objeciones, y otras, son válidas, pero en la circunstancia particular, es importante evaluar el terreno ganado. En esta propuesta se logra lo que, en el criterio representado por la opinión de Sarmiento, se consideraba imposible. Esta propuesta soluciona el dilema del liberal pragmático (alinear las variables popular, política y económica): la popular, con un subsidio con “diente”, dado antes de la implementación de la reforma; la política, sin tener que pagar la factura del impopular “progresivismo”, o la todavía más impopular tasa única aplicada a los alimentos y las medicinas; y la económica, al aplicar los cambios que fortalecerán las finanzas públicas y que al mismo tiempo elevarán la productividad de la economía en su conjunto. Así, en esta ecuación de juegos, se logra apoyar una causa liberal, en forma silenciosa, usando los medios que tradicionalmente caracterizan la retórica política del re-distribucionismo moderno. Y, así, logramos también el cometido de mantener la conversación abierta.
La lógica de la elección pública de estas propuestas parece tolerar una política de compartir la riqueza sobre una de crear la riqueza. Es más, parece manipular medios populistas para servir las necesidades inmediatas de un grupo de interés, mientras que, simultáneamente, satisface el apetito del político que celebra causas populares como una bandera sine qua non. Pero ello es lo que permite posicionar las propuestas en el universo de posibilidades políticas: disfrutan aceptación popular marcada, hasta sobrada. La razón económica real, como sea, existe en ambos casos; y en ambos, a pesar de impactos populares sonantes de corto plazo, los efectos en la productividad, junto con las mayores oportunidades de elección, se dan en el largo plazo. Las propuestas logran conectar las promesas de los políticos, con el desempeño positivo de una política económica responsable.[24] Nótese cómo la mención de una “visión liberal”, o terminologías similares, se mantiene ausente en la parafernalia de la campaña de comunicación montada para defender la reforma estructural.
Debemos admitir que estas propuestas son controvertidas. El uso (o abuso) de medios que buscan compartir la riqueza para alcanzar fines que buscan crear la riqueza conlleva elementos de riesgo moral, al institucionalizar, por ejemplo, el uso de subsidios como si se tratara de “sobornos” (de una sola ocasión) con tal de afianzar la meta deseada. Es la disyuntiva fundamental. La conexión entre mercados políticos y las necesidades del mercado económico se logra por medio de una estrategia submarina, cuidadosa de mantener el silencio de los contenidos liberales ulteriores de las propuestas. Estos casos podrían ser tachados de “impuros”, pero nunca incongruentes con los principios de la libre elección. En las palabras de José Piñera, otro formidable comunicador liberal: “En un proceso de implementación de las grandes reformas estructurales, debemos ser radicales en el enfoque, aunque siempre prudentes en el del proceso de ejecución”.[25]
Estas sugerencias alrededor de una aplicación práctica para generar mayor aceptación de los contenidos liberales enfrentan dos problemas: En primera instancia, no existen antecedentes claros que demuestren que las propuestas, por lo menos en su formulación anterior, funcionan. Podemos, como críticos o interlocutores en la conversación abierta, imaginar escenarios, detallar contra-factuales. Es posible (¿probable?) que los intereses creados generen consecuencias no previstas, mismas que nos lleven de nuevo al punto de partida inicial, pero con nuevos incentivos perversos establecidos, es decir, con clientelas institucionalizadas que ya esperan, como nueva obligación política, la distribución de rentas previamente no asignadas. En segunda instancia, al plantear medios equivocados (digamos, una retórica contra-populista) para alcanzar conclusiones correctas (reformas que se aproximan a los principios del mercado bien entendido), parecería una especie de deshonestidad intelectual; y ello representa una petición de principio contra el llamado de Buchanan para elaborar una visión liberal general con amplia aceptación.
No obstante, en el complejo mercado de las ideas, debemos escuchar la voz del consumidor. El consumidor académico requiere argumentación, verificación, conclusión; y, afortunadamente, existe una tradición productiva, con resultados importantes para el ejercicio del estudio de ideas, en esta dimensión del desafío del liberalismo clásico. Pero el consumidor cotidiano probablemente preferirá productos con una marca que presume compartir la riqueza, sobre marcas menos atractivas, con costos de ajuste en el corto plazo, que se anuncian sólo como creadoras de riqueza. La escala de preferencias puede cambiar, en un futuro distante, toda vez que el manejo de marcas permita ubicar a la causa liberal en un plano más sólido. Pero el reto popular es ahora, no mañana, ni menos en un futuro distante.
Por ello, a pesar de las posibles deficiencias de estas propuestas, nos mantenemos con un grado de optimismo cauteloso. Debemos, bajo la vocación de crítica liberal, considerar todo aquello que permita avanzar los valores de libertad de elección.
Conclusión
La evolución de las tecnologías de comunicación tenderá a revolucionar nuestros métodos de locución, de generación de contenidos. Quizás deberemos admitir que Buchanan sí tiene razón, que su desafío es legítimo, que debemos emprender la formulación general de un liberalismo con aceptabilidad pública. Quizás también, en un futuro, será posible recomendar principios liberales como parte de nuestras creencias centrales, como doxa aceptado, no meramente como tópico que requiere un discurso, o constante análisis intelectual. Por ahora, sin embargo, sería irresponsable no reconocer los riesgos que impone la atracción pública hacia la vanidad de redención absoluta. El ejercicio de avanzar los conocimientos de la tradición liberal es particular, caso por caso. A veces, busca la confrontación; a veces, explica un argumento; otras veces, habrá que recurrir a la ironía. En la defensa de la crítica y la conversación, contemplamos todo lo que permita avanzar los fines de la libertad.
Nuevamente, volvemos al dilema que presenta la interpretación del llamado de Buchanan para enfocar la vocación intelectual del liberal en la constitución de la libertad: como liberales, o nos dedicamos a la reflexión seria y sistemática de los temas bajo consideración, con el privilegio de la academia; o, deberemos entrar al universo “vulgar” del debate público, donde imperan las imágenes visuales, las manipulaciones semánticas, la fabricación de adjetivos cuya connotación peyorativa logra mayores frutos que la explicación de su denotación histórica. El romance liberal, así visto, parecería estar en la parte perdedora de la competencia para obtener mayor aceptación popular, por lo menos ante voces populistas que prometen, contra toda realidad económica, que sí hay almuerzos gratis. El liberal clásico, tanto intelectual como crítico, deberá celebrar la humildad ante el conocimiento, ante la búsqueda de utopías instantáneas:
“Calls to utopia are dangerous, but so are the assumptions of omniscience in the face of social, economic and political complexity. That, in turn, is the case for liberalism: the belief in tolerance, freedom and experimentation rather than in the imposition of solutions from above.”[26]
Este espíritu de apertura, de un robusto escepticismo ante las voces convencionales que profesan la sabiduría sobre los temas del entorno actual, es, desde esta perspectiva, la base fundamental de la argumentación liberal. O, dicho de otra forma, parafraseando ciertas palabras articuladas por el nuestro célebre Manuel Ayau: Aspiramos a creer en el liberalismo clásico, no exclusivamente, pero sí necesariamente, en la medida que aspiramos a creer en la libertad individual como un valor fundamental de la sociedad civil.[27]

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