¡Eso es la Guerra!
Por Mario Noya
Pese a la traducción infame, el subtítulo mendaz y el exceso retórico del prologuista Gringrich, La batalla. El nuevo ideario del liberalismo político, de Arthur C. Brooks, es un buen libro; "un auténtico alegato en favor del libre mercado, de la libertad de empresa y de la libertad individual", que dice el otro prologuista, José María Aznar. |
La traducción es infame porque, si el Servicio Andaluz de Salud no me contradice, Elie Wiesel sigue siendo un señor, para nada "la superviviente del Holocausto y escritora" de que se nos habla aquí (p. 94). Y porque seguro que Brooks, por muy casado que esté con una catalana, en el original no utilizó la expresión "egoísmo pesetero" (p. 129); por no hablar de esta frasecita, que de todas formas hará las delicias de César Vidal: "La mayor parte de los estadounidenses simpatizan con los protestantes del Tea Party" (p. 167). Son sólo tres perlas, pero el libro entero es un vivero. En cuanto al subtítulo, "El nuevo ideario del liberalismo político", es mendaz porque Brooks, de hecho, lo que pide, exige a los conservadores norteamericanos es que vuelvan a enarbolar las banderas tradicionales de su ideario, que en buena medida coinciden con las del liberalismo clásico: menos impuestos, menos pero más eficiente Estado, más libertad para los ciudadanos; reivindicación del patriotismo, defensa de la familia y de la vida. Por lo que hace a Newt Gingrich, el Guti de los republicanos, se pasa de frenada cuando dice que este notable texto es "tan importante" para la generación actual como lo fue el Camino de servidumbre del maestro Hayek para la de Reagan y Thatcher (p. 21). Pero, repito, es un buen libro, lo que dijo Aznar en su prólogo donde saca pecho de su España y carga contra la de Zetaparo. Un libro escrito para americanos pero del que también los españoles podemos sacar lecciones de provecho... y motivos para alimentar nuestros temores:
España se halla –para ser franco– en proceso de perder a toda una generación de ciudadanos productivos. No importa lo generosa que sea la red de seguridad social –y soy consciente de que hoy en día en España no es demasiado espléndida–, nadie conseguirá convencerme, a mí o a cualquier otra persona sensata, de que la situación actual no es ni más ni menos que una catástrofe (p. 35).
***
La Batalla es la guerra que pide, exige Brooks –presidente del muy influyente American Enterprise Institute– que dé el Setenta para poner en su sitio al Treinta. El Setenta es el 70%, la inmensa mayoría de los norteamericanos, o sea, patriotas que creen que su país es verdaderamente la Tierra de los Libres y que el Estado, cuando se sale de sus cometidos de velar por la seguridad de la ciudadanía, administrar justicia y fijar el marco en que se producen las relaciones sociales, lejos de ser la solución es el Gran Problema. El Treinta, ese minoritario 30%, remite a Obama y sus mariachis en los medios, las universidades y el mundo del espectáculo, que recelan o directamente abominan del excepcionalismo americano y quisieran que el suyo fuera un país así como europeo, marinado en estatismo socialdemócrata, buenista y sobrado, tan estupendo. "El progreso natural de las cosas es que la libertad ceda y el Estado gane terreno", constató Jefferson. Al Setenta, tal constatación le sienta como un tiro; los del Treinta piden otra ronda y pagan con dinero ajeno: la redistribución era esto.
"Existe un desacuerdo fundamental en cuanto al futuro de Estados Unidos", resume Gingrich; "entre la minoría socialista y redistribucionista (la coalición del 30 por ciento) y la aplastante mayoría partidaria de la libre empresa y de la ética del trabajo y orientada hacia el aprovechamiento de las oportunidades (la mayoría del 70 por ciento)" (p. 19). Los porcentajes no están tomados al tuntún, sino por decantación de los resultados que suelen arrojar las encuestas cuando a los yanquis se les pregunta por este tipo de cosas. "Los datos muestran una pauta clara y constante –quien sintetiza ahora es el propio Brooks–: el 70 por ciento de los norteamericanos apoya el sistema de la libre empresa y no respalda el Gran Gobierno" (p. 53).
Ocurre que los americanos son una cosa y el establishment, otra bien distinta. La Academia, los medios, Hollywood (y buena parte de la alegre muchachada) son abracadabrantemente progres. Y encima desde 2008 tienen en la Casa Blanca a uno de los suyos. "Obama ha defendido que ya es hora de que Estados Unidos se mueva en la dirección de una democracia social de estilo europeo" (p. 23). Y en ello está. Gracias, que no pese, a la crisis.
El [ex]jefe de gabinete de la Casa Blanca, Rahm Emanuel [actualmente alcalde de Chicago], lo resumió mejor: "Nunca permitas que una crisis grave se desperdicie. Lo que quiero decir con eso es que es un trance para hacer cosas que no podías hacer antes". La crisis económica constituyó una oportunidad de oro para que la coalición del 30 por ciento rehiciera Estados Unidos a su propia imagen (pp. 72-73).
Pero Estados Unidos no se deja, como bien ha podido comprobar Obama, que el año pasado, en las elecciones de mitad de mandato, se pegó un batacazo de los que hacen época. Que ha sudado sangre para sacar adelante su contestadísima reforma sanitaria. Y que, qué cosas, ha dado vida a una derecha en horas muy bajas hasta su llegada a la Presidencia: ahí está el Tea Party (por el Motín del Té, sí, pero también y sobre todo porque están hartos de que les esquilmen en el presente acojonante: Taxed Enough Already), vilipendiado aquí y allí por los medios pero al que el 70% de los americanos, según un sondeo de Fox News-Opinion Dynamics (febrero de 2010), considera "un grupo formal de gente que cree que el gobierno [= Estado] es demasiado grande y que los impuestos son demasiado altos"; un grupo de gente que "debería ser tomado en serio". En cambio, para el otro 30% son un montón de marginales con "ideas de extrema derecha (...) que no debería ser tomado en serio". Setenta-treinta, ya ven.
***
¿Qué tiene que hacer la derecha americana para ganar la Batalla que es una guerra cultural con todas las letras? Pues ganar elecciones, sí, pero sobre todo defender sus posiciones, no ceder al miedo como en las presidenciales de 2008 y atar en corto a sus representantes, pues a las primeras de cambio pueden convertirse en unos traidores de tomo y lomo. Conviene no olvidarlo: Obama no ha inventado nada. Obama es un acelerador. Obama potencia, agranda (Supersize me!), ahonda las heridas abiertas por otros, Bush el primero. Bush, del que Obama quería apartarse como de la peste y resulta que, en punto a despilfarro, gasto estupefaciente, los salvajes salvatajes, fue quien abrió la espita: la Medicare Modernization Act de 2003 representaba un coste para el contribuyente de 593.000 millones de dólares entre 2004 y 2013; "el presidente Bush firmó proyectos de ley de gasto que contenían más de 55.000 partidas especiales" (p. 68); "hay un estudio que muestra que los costes en reglamentación social y económica se dispararon un asombroso 60 por ciento bajo el gobierno de Bush" (p. 93). En definitiva:
Los republicanos, que en los viejos tiempos consideraban la disciplina en el gasto como un valor fundamental, han sido tan responsables del crecimiento del gobierno [= Estado] en los últimos años como los demócratas. "Perfeccionamos el proceso", llegó a admitir un miembro republicano de la Cámara al referirse al gasto abusivo durante la época en la que su partido tuvo la mayoría en el Congreso (p. 69).
"Tenemos que permitir que la gente triunfe y que la gente fracase" (pág. 44). Volver a poner en valor la Libertad frente a la seguridad del Estado-padrote, pachorra y parásita, que acaba por no ser tal sino todo lo contrario, la intemperie, el colapso, un potentísmo generador de resentimiento y envidia que hipoteca (¡qué paginas sobre las hipotecas, por cierto, 124 y siguientes! ¡Especialmente recomendables para los veneradores de la dación en pago!) el futuro de las generaciones presentes y venideras: es lo que tiene ser so-li-da-rio.
"Ahora todos somos socialistas", tituló Newsweek en febrero de 2009. Brooks no es Lola Flores, así que no replica con uno de sus míticos "¡Ni lo quiera Dios!", pero su razonada prevención es –casi– igual de contundente:
"En muchos sentidos, nuestra economía ya parece una de las europeas –concluía la revista–. A medida que vaya creciendo la generación del baby boom y que se vaya incrementando el gasto, nos volveremos aún más franceses". Al decir "más franceses", Newsweek no se refería a las baguettes y al buen vino. Hablaba de la Francia de la gran burocracia, los sindicatos poderosos, los impuestos excesivos, el desempleo alto y el sector público floreciente (p. 79).
No le gusta ese cuadro hiperrealista a Brooks, miembro señero del Club de los Setenta. Por eso pide a sus semejantes que se pongan manos a la obra para impedirlo. Invocando el pretérito perfecto de los Padres Fundadores (Jefferson), el pasado reciente de Ronald Reagan y el presente que ya está aquí, yes we can!, al habla Scott Brown, senador republicano por el muy progre estado de Massachusetts en sustitución del aún más progre Ted Kennedy:
"¿Qué es lo que hizo grande a Estados Unidos? Los mercados libres, la libre empresa (...) Así es como vamos a hacerlo, no incrementando el gobierno [= Estado]" (p. 171).
So be it. Que así sea. Pero cualquiera se fía. Que son políticos y estamos en crisis –vuelvan a Jefferson–. La eterna vigilancia. "Necesitamos líderes comprometidos con la fuente de nuestra prosperidad y los cimientos de nuestra cultura" (p. 204). Y una sociedad dispuesta a dar la Batalla contra el Ogro Filantrópico devenido Conan el Destructor:
Estamos hablando (...) de una lucha que ocupará los próximos cien años de la cultura estadounidense, y eso, en un país que ya es rico, no tiene que ver con el dinero. Si no somos capaces de ver que la libertad, la oportunidad y el carácter emprendedor son mucho más que dinero, deberíamos avergonzarnos. No merecemos vencer en esta batalla.
[...]
[El de libre empresa], más que ningún otro sistema, capacita a las personas para que consigan triunfar y, de ese modo, logren la felicidad. Por esa razón, no es tan sólo una alternativa económica, sino un imperativo moral. No es tan sólo el sistema más eficiente, sino el más limpio y el más justo (pp. 126-130).
Qué lástima que, aquí en España, la Batalla
No hay comentarios.:
Publicar un comentario