La anarquía no es caos
Últimamente paso mis días discutiendo con personas, usualmente amigos por suerte, que buscan entender mi alejamiento de mis raíces familiares socialdemócratas y mi despertar hacia el anarquismo [1] .Decir que es una discusión en dos idiomas distintos sería mentir ya que yo sé hablar “estatista” (fue mi lengua materna) pero mis amigos no saben hablar en “anarquista” (alguno que otro está aprendiendo palabras sueltas, ya considero eso un avance) y eso obliga a que la fluidez de la charla sea reemplazada por gesticulaciones exageradas y ahondamiento en conceptos históricos y filosóficos que muchas veces mueven el eje de la conversación más hacia lo semántico y la sección conceptual queda en “hold”. Es un poco frustrante a decir verdad pero como ya me han dicho muchas veces debo tener paciencia y recordar que en algún momento yo tampoco podía concebir mi vida sin la presencia de un Estado ubicuo.
Durante años acumulé dudas y cuestionamientos sobre la verdadera necesidad de la existencia de un Estado, me sumergí superficialmente en textos que a fuerza de una lógica irreductible me enseñaron que el problema no eran los políticos nada más sino el mismo sistema que está ideado para someter, en los casos de éxito, de una manera tan agradable y soslayada que uno termina consensuando la violación y hasta pidiendo un bis. Pero seguía defendiendo lo que yo ya sabía era indefendible. Como Ptolomeo y su teoría geocéntrica utilizaba argumentos de “círculos dentro de círculos” para explicar lo que ya era insostenible. Lo inevitable llegó y empujado por un grupo de “salidos de la Matrix” me decidí a reconocer que todos los datos que recogí durante mucho tiempo llevaban a una sola conclusión, a una verdad grande e ineludible: No necesitamos de un Estado para vivir ordenadamente.
El Estado conoce muy bien a sus enemigos, los tiene identificados y enumerados. Nosotros, los anarquistas, somos pocos y nuestras armas son la lógica y la dialéctica. El Estado no cuenta con herramientas lógicas para sostener su existencia por lo que recurre a la mentira, al engaño, a las bombas de humo y a los trucos de espejos. Una de las mejores ideas con las que nos vino el Estado es la hacer creer a los que viven bajo su bota de que su ausencia significa caos. Caos es desorden pero antes que nada es impredecibilidad, la incapacidad de planear a futuro de manera correcta ya que se no se manejan datos fiables para ello. El Estado entonces se muestra como una bisagra mágica que mantiene todos los elementos cohesionados para que puedan funcionar. Este simple truquito le permite vivir como una sanguijuela, succionando la sangre de miles de millones de personas que día a día se ponen voluntariamente en la fila para que un porcentaje del fruto de su esfuerzo sea extraído de su ser. Esto de mostrarse como héroe salvador, como un padre ejemplar que cuida de sus chicos y ser en realidad un monstruo inmoral devorador de dinero es cuando menos cínico. La premisa de que la vida fuera del Estado es un caos es una premisa falsa. Como bien recalcamos los anarquistas cada vez que podemos hacerlo, la anarquía no es ausencia de orden sino ausencia de líderes. Y el orden que funciona mejor es el orden voluntario, no el impuesto.
El Estado se encargó hasta de cargar de una semántica negativa a la palabra “anarquía” transformándola en un sinónimo de descontrol. Todos los días miles y miles de periodistas alrededor del mundo y en su ignorancia utilizan “anarquía” para hablar de situaciones caóticas y de desorden de todo tipo. Una gran victoria para el Estado hay que decirlo ya que antes siquiera de entrar a discutir conceptos debemos explicar raíces etimológicas y trucos semánticos dignos de Goebbels. Algunos más expertos asocian a los movimientos separatistas con la anarquía, nada más alejado de la realidad. La anarquía no promueve el uso de la violencia sino el uso de la razón. Razón que el Estado no necesita usar para probar sus puntos ya que a fuerza de firmas transforma todos sus caprichos en leyes obligatorias y si uno osa decidir a no obedecer el Estado llega con sus carritos blindados y sus soldados armados para utilizar la fuerza bruta y convencerte de lo contrario. El Estado sostiene que sus intenciones son buenas pero arremete con la fuerza bruta a quienes las cuestiona en forma y fondo y más aún a quienes deciden no someterse a sus arbitrariedades. Esos son los momentos en donde la careta se desploma y el rostro del ogro avaro emerge, pero la ceguera colectiva impide divisar correctamente al verdadero malvado.
Ser anarquista es abrazar el lado más humano del ser humano. Es no basar nuestras decisiones morales en arbitrariedades de otros seres humanos. Ser anarquista es reconocer que la libertad es el bien más preciado que existe y que no se necesita un orden coercitivo, obligatorio y forzado para alcanzar la felicidad. Un anarquista respeta la vida, la propiedad y la libertad ajena, tres cosas que el Estado avasalla todos los días a fuerza de leyes y reglas impuestas. Ante la ausencia de líderes cada ser humano se rige a si mismo buscando el beneficio personal sin lastimar los derechos naturales de los demás. Se reconoce al individuo como el ser más importante y se interactúa libremente intercambiando bienes y servicios. Ser anarquista implica reconocer que el uso de la violencia y la coerción es inmoral y que no puede ser justificado con el bien común.
Probablemente mis discusiones se sigan basando en separar anarquía de caos, algún día quizás me vea haciéndolo menos y discutiendo más sobre conceptos morales filosóficos propios del voluntarismo.
Será un gran día.
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