La eterna crisis de la eurozona, un problema de política errática
Cuesta mucho comprender a los líderes políticos que nos gobiernan y que dicen querer darle estabilidad y un futuro halagüeño a la zona euro.
En la Cumbre Europea extraordinaria del pasado 21 de julio, han anunciado que en octubre se presentará un programa para la salida de la crisis de la deuda soberana. Tan sólo unos meses antes, a finales de marzo, el Consejo Europeo de Jefes de Estado y de Gobierno había diseñado y acordado una nueva arquitectura para la unión monetaria -un Fondo de Estabilización Monetaria y el Pacto del Euro Plus- con el mismo objetivo.
Más improvisación con las consecuentes dosis de incertidumbre para los mercados, imposible. Los Juncker, Merkel, Sarkozy , Barroso y demás compañeros europeos están poniendo en tela de juicio su credibilidad y capacidad de dirigir con responsabilidad los destinos de Europa.
Lo que se ha convertido en un grave problema es que los Gobiernos no respetan las normas sobre una buena gobernanza de la zona euro que ellos mismos han suscrito. Así arrancó la unión monetaria en 1999. Bélgica e Italia fueron admitidos a pesar del excesivo endeudamiento público. Posteriormente, para el ingreso de Grecia, se hizo la vista gorda al hecho sobradamente conocido de que las finanzas públicas de este país estaban completamente desordenadas. Lo que no sabíamos del todo era hasta qué punto habían sido maquilladas por la autoridades helenas.
La siguiente infracción de la normativa del euro corrió a cargo de Alemania y Francia, nada menos. En 2003, el entonces canciller, Gerhard Schröder, y el presidente Jacques Chirac impidieron que la Comisión Europea activara contra estos dos países el mecanismo por exceso de déficit público, tal y como lo requerían el Tratado de Maastricht y el Pacto Europeo de Estabilidad y Crecimiento.
Ambos estadistas impusieron una reforma del Pacto, descafeinándolo. El precedente para los demás socios con respecto al descuido de la disciplina presupuestaria estaba servido. Se puso de manifiesto un error de construcción de la zona euro: no haber previsto la tentación de los políticos de interpretar según su conveniencia el cumplimiento de los criterios de convergencia y, concretamente, la calidad de las políticas nacionales en el terreno fiscal y en el de las reformas estructurales.
El BCE, el gran perdedor
Cuando estalló la crisis de la deuda soberana en Grecia a principios de 2010, los líderes políticos cometieron colectivamente la infracción más grave: invalidaron de un plumazo los dos principios fundamentales que contemplaba el Tratado de Maastricht para la zona euro: uno, que los gobiernos tenían prohibido rescatar a un socio del área; otro, que el BCE no debía de financiar déficit públicos. Los políticos han convertido a la eurozona -mejor dicho, a los contribuyentes- en el prestamista de última instancia sin tener en cuenta los incentivos perversos que ello implica. Es decir, para los Gobiernos, despilfarrar, y para los bancos, buscar cómodamente y sin mayor riesgo rentabilidades generosas para sus préstamos.
El gran perdedor es el BCE, que en un año ha adquirido bonos del Tesoro griego y de otros países de baja solvencia por un valor de muchos miles de millones de euros, lo que naturalmente no es bueno para la reputación de esta entidad. Por eso, ahora, su presidente, Jean-Claude Trichet, es tan reacio a todo lo que suene a una reestructuración de la deuda griega. En algunos círculos, los analistas económicos ya hablan del BCE como si fuera un banco malo más.
Al aprobarse el año pasado el programa de ayudas financieras para Grecia y crearse un fondo europeo de rescate (EFSF, por siglas inglesas), los líderes políticos declararon que se trataba de medidas transitorias, para un plazo de tres años. Otra promesa incumplida. Pues en la mencionada cumbre de marzo, el Consejo Europeo implantó un fondo permanente (ESM) que entrará en funcionamiento a mediados de 2013.
Esto es toda una invitación a los mercados a someter una y otra vez a prueba de estrés la solvencia de determinados países. Nuestros gobernantes se han aprendido el cuento de que los malos de la película son las agencias de calificación de riesgo y los oscuros especuladores financieros.
Pero, por mucho que se empeñen, el problema de la inestabilidad proviene de ellos mismos, por no cumplir con las exigencias de un área monetaria óptima: la flexibilidad del mercado de trabajo, la competitividad del sector de los bienes internacionalmente comercializables y la sostenibilidad de las finanzas públicas.
Más allá de los límites
Como colofón a las acciones cuestionables tenemos, hasta esta fecha, los acuerdos de la semana pasada. Nuevamente, los Gobiernos han cruzado líneas rojas que ellos mismos habían trazado.
Ahora el EFSF sí podrá adquirir deuda helena en el mercado secundario, el Gobierno griego sí recibirá préstamos para recomprar su deuda, y las condiciones crediticias (tipos de interés y vencimientos) serán suavizadas. Como en todas las actuaciones anteriores, nuestros líderes recurren al mismo discurso: que se trata de un caso excepcional y único y que no había otra alternativa para tranquilizar a los mercados financieros.
Irlanda y Portugal habrán tomado buena nota de que es perfectamente posible cambiar las reglas del juego sobre la marcha en beneficio propio y a costa de los países socios. Para hacer chantaje, no hay más que describir en términos apocalípticos lo que le sucedería a la zona euro si las nuevas ayudas no llegan. De aliado oportuno actúan los bancos y las compañías de seguros que tengan exposiciones sustanciales a los países afectados, pues gracias a los rescates no tienen que provisionar pérdidas de forma significativa con cargo a sus accionistas, como tendría que ser.
No nos llevemos a engaño, Grecia no podrá pagar la deuda acumulada. Su economía no dispone de un potencial de crecimiento que pudiera reforzar la capacidad recaudatoria del Estado. Pasarán muchos años hasta que el país heleno pueda refinanciarse en los mercados de capital bajo condiciones asequibles.
Tampoco se cumplirán a rajatabla los compromisos de austeridad fiscal y de privatizaciones que el Gobierno griego ha adquirido frente a sus socios europeos, la Comisión Europea y el FMI. Simplemente, falta la aprobación social a duros ajustes y está muy extendida entre los ciudadanos la convicción de que los otros países, Alemania el primero, acudirán una y otra vez a su socorro financiero.
¿Para qué renunciar a los derechos sociales adquiridos?, se preguntan muchos. Tan sólo es una cuestión de tiempo que estén sobre la mesa las opciones inevitables: es decir, una reestructuración de la deuda (moratoria y quitas), o bien la salida del euro. Para otros países con problemas financieros, puede ocurrir lo mismo. Los intervencionismos puntuales, por muchas inyecciones de oxígeno que procuren, no van a garantizar la viabilidad de la eurozona.
Juergen B. Dondges. Universidad de Colonia.
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