domingo, agosto 07, 2011

ERNESTO SAMPER (Ex-presidente de Colombia).

Los sapos, como animales que son de sangre fría, no pueden percibir con facilidad los cambios lentos en la temperatura de su entorno; se han realizado experimentos patéticos sobre esta extraña condición, colocando algunos de estos pobres batracios en recipientes con agua fría que se va calentando, lentamente, hasta que, al llegar al punto de ebullición, se cocinan vivos sin darse cuenta.

Algo parecido les sucede a las sociedades víctimas de fenómenos como el del narcotráfico; la dialéctica de la plata o el plomo que a través de la corrupción o de la intimidación, utilizan los carteles para comprar o conseguir protección jurídica y política frente a sus crímenes, termina produciendo un efecto anestesiante en la opinión nacional que no se da cuenta de que, de esta forma, las organizaciones criminales van destruyendo progresivamente las instituciones que deberían derrotarlos.

En Colombia vivimos este fenómeno en los años ochenta cuando el terrorismo y la corrupción propia de los grandes carteles desafiaron abiertamente la fuerza pública, la justicia, el periodismo, los partidos políticos, los organismos de control y los intelectuales independientes. Nadie podía considerarse a salvo de los disparos de sus sicarios suicidas o de los cheques corruptores de sus cuentas bancarias escondidas.

El embrujo se rompió cuando el cartel de Medellín ordenó el asesinato del candidato presidencial Luis Carlos Galán, que había levantado en solitario unos años atrás la bandera del combate contra el crimen organizado. Su audacia le costó la vida, pero sirvió para que el país se despertara y se diera cuenta de que los poderosos carteles no desfallecerían hasta no ver arrodillados o enterrados a quienes consideraban, dentro del sistema, como sus enemigos.

A partir de la Constitución de 1991 la clase dirigente colombiana asumió de frente el combate del narcotráfico y sus secuelas como una política de Estado que, independientemente de cualquier consideración ideológica, debería comprometer a todos los Gobiernos en la erradicación de estas organizaciones criminales.

Se revisaron esquemas operativos, se protegieron jueces y periodistas, se depuró la policía, se expidieron normas draconianas sobre penas y cárceles, se consagró la extinción del dominio de bienes producto del crimen, se reglamentó el lavado de activos y, posteriormente, durante mi Gobierno, se restableció la extradición de nacionales.

Esta decisión, que tuvo ribetes de una cruzada, al principio considerada suicida, nos permitió desarticular a los carteles de Cali y Medellín y sentar las bases de una política coherente que todavía hoy, 20 años después, se aplica.

México está a tiempo de aprender la dolorosa lección colombiana de los años ochenta. Aunque el presidente Calderón ha declarado la guerra a los poderosos carteles de la droga en México, existe la percepción afuera de que esta lucha la está librando solo ante la mirada crítica o escéptica de muchos sectores que piensan que se trata de una política del Gobierno que no los compromete.

Algunos de ellos, como mi buen amigo Jorge Castañeda y el propio gobernador del Estado de México, Peña Nieto, inclusive hablan de conseguir una especie de acuerdo de paz con los narcos para regresar al modus vivendi de los últimos años y restablecer así un supuesto "balance" entre la criminalidad y la institucionalidad.

Si este acuerdo llegara a darse, sería el comienzo del fin del estado de derecho de México porque encarnaría la versión mexicana de la teoría del apaciguamiento de Chamberlain quien proponía dejar que Hitler invadiera solamente a sus vecinos para no exacerbar más allá sus ánimos imperialistas.
Los mexicanos podrían colombianizar en el mejor sentido su estrategia de lucha contra la droga si consiguen convertirla en una política de estado y adoptan medidas de fondo como las que se adoptaron en su momento en Colombia en relación con el combate de las fuentes de financiamiento y reciclaje de los dineros obtenidos con el crimen.

Proponer a estas alturas, como lo han hecho con alguna ingenuidad algunos intelectuales mexicanos, la legalización de la droga como una salida alternativa es como ofrecerle lecciones de natación a un sobreviviente en la mitad de un naufragio.

Lo que aquí está en juego no es si las drogas ilícitas deben o no ser reprimidas -y la discusión es válida en un contexto distinto- sino la propia supervivencia de las instituciones mexicanas como parte de un estado social de derecho internacionalmente reconocido. Esta decisión colectiva debe partir de consenso sobre la gravedad de la situación para evitar que al país, como en el cuento del sapo, lo cocinen lentamente las fuerzas criminales que hoy lo intimidan.

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