Zapatero y Obama: atándoles las manos a los derrochadores
EDITORIAL
Aunque el acuerdo sobre el techo de deuda alcanzado entre republicanos y demócratas suene a poco y no solucione los problemas financieros del país, es muy probable que los republicanos no hubiesen podido conseguir mucho más de un Partido Demócrata y de un Obama que llevan en su ADN la obsesión por el gasto público. El timorato programa de austeridad que se ha aprobado no supone ninguna panacea para un país cuya deuda pública está a punto de alcanzar el 100% del PIB, pero al menos sí ralentiza el ritmo al que se estaba aproximando a una situación realmente insostenible. Aun así, y precisamente por lo parco del ajuste, resulta bastante probable que las agencias de rating acaben degradando la calificación de la deuda soberana estadounidense.
Si algo nos han demostrado los casi tres años de Gobierno de Obama es que los planes de estímulo del sector público y la renuencia a adoptar medidas de contención del gasto, responsables en gran medida de la deficitaria situación del presupuesto, han sido del todo inútiles para reanimar la economía. Ayer mismo conocimos que la actividad fabril del país volvió al nivel más bajo de los dos últimos años; un negativo dato que llega una semana después de que conociéramos que el crecimiento de la economía durante el segundo trimestre del año también fue sustancialmente menor del esperado.
Esta fragilidad del gigante estadounidense y el riesgo de que su deuda fuera degradada reforzaron los temores sobre un estancamiento de la economía internacional, lo que tendría una pésima influencia sobre los eslabones más débiles de la misma: por ejemplo, España. Nuestro país, ayuno de reformas y de auténticas medidas de austeridad, necesita desesperadamente que la demanda externa lo saque del atolladero, pero esta demanda externa depende críticamente de la buena salud del resto de países.
Es lo que tiene habernos jugado el futuro de nuestro crecimiento, de nuestro empleo y de nuestras finanzas públicas a la sola carta de la recuperación internacional. Deberíamos tomar nota de lo que ha sucedido en Estados Unidos: tampoco a ellos, con una economía infinitamente más flexible y libre que la nuestra, les ha servido de nada gastar más de lo que ingresan. Y aunque aquí no tengamos a ningún Tea Party, los inversores extranjeros sí vigilan de cerca nuestra situación y restringen las ansias derrochadoras de Zapatero: ayer, sin ir más lejos, le confirieron la peor nota, en forma de prima de riesgo, desde la creación de la zona del euro. El tiempo de descuento hasta las próximas generales no debería frenar ni un minuto las cada vez más inaplazables reformas que necesitamos.
Los estigmas arrojadizos
BREIVIK
Por Eduardo Goligorsky
Los buenistas están de parabienes. El asesino de masas Anders Behring Breivik ha justificado sus actos aberrantes alegando que los ejecutó para combatir el multiculturalismo y el fundamentalismo islámico. |
Ergo, ellos arrojan sobre todos quienes criticamos razonadamente el uno y el otro, el estigma que recae con justicia sobre el matarife noruego. Es una estratagema perversa, ideada para silenciar un debate indispensable. Ni Oriana Fallaci ni Giovanni Sartori comparten estigmas con Breivik.
Un arma de doble filo
La atribución de culpas por asociaciones o por analogías ocasionales ha sido siempre una de las armas favoritas de los macartistas de derecha e izquierda, pero tiene doble filo. Tomemos, por ejemplo, dos partidos políticos. Ambos ostentan en su denominación la palabra "socialista" y ambos dicen representar a los obreros de su país, en un caso, y a los trabajadores del suyo, en otro. Si nos guiáramos por las apariencias, ambos deberían estar emparentados. Sin embargo, a ningún estudioso serio se le ocurriría buscar afinidades entre el Partido Socialista Obrero Español y el Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes, o Partido Nazi, aunque son casi homónimos. Tampoco a mí, que jamás he ocultado mis discrepancias con los nacionalistas, se me ocurriría arrojarles el estigma de una identificación con el pensamiento de Breivik, a pesar de que éste reivindicó la importancia de declararse nacionalista sin miedo:
La raíz de los problemas de Europa es la falta de autoconfianza cultural (nacionalismo). La mayoría de gente aún tiene miedo de las doctrinas políticas nacionalistas, pensando que si abrazamos otra vez estos principios aparecerán de repente nuevos Hitlers e iniciarán el Armagedón (...) El miedo irracional al nacionalismo nos está impidiendo evitar nuestro suicidio nacional/cultural mientras la invasión islámica avanza.
Un manifiesto plagiado
En verdad, el manifiesto del asesino Breivik tiene puntos de contacto, directos o indirectos, con otras corrientes de opinión que nuestra sociedad acepta como legítimas y que, en algunos casos, incluso llega a idealizar. Es el caso de otro manifiesto, el de Ted Kaczynski, conocido como el Unabomber, quien entre 1975 y 1995 envió 16 bombas a universidades y líneas aéreas, con un balance de 3 muertos y 23 heridos. Kaczynski puso como condición, para poner fin a su carrera terrorista, que el New York Times y el Washington Post publicaran su filípica titulada La sociedad industrial y su futuro, cuyo contenido podría ser suscrito, en gran parte, por los ecologistas, los antiglobalizadores y los "indignados".
Si bien es cierto que el Unabomber se ensaña con los izquierdistas, especifica que no se refiere a los socialistas del siglo XIX y comienzos del XX, sino a los actuales, que acatan el imperio de lo que para él es el mal supremo: la tecnología, con su corolario, la sociedad industrial. Dos abominaciones "que infligen grave daño al mundo natural", en consonancia con la filosofía de Los Verdes. Su texto es una apología del arcaico patriarcado. Descubierto en la cabaña remota donde vivía, sin electricidad ni agua corriente, fue condenado a cadena perpetua irredimible. Pero lo más revelador es que, según quienes han tenido la ocasión de comparar el manifiesto de Kaczynski con el del asesino Breivik, el segundo es prácticamente un plagio del primero, en el que se limita a reemplazar la palabra "izquierdista" por "multiculturalista". Aun así, quien intentara sacar una conclusión denigratoria mediante el entrecruzamiento de datos sobre Breivik, Kaczynski y los ecologistas, antiglobalizadores e "indignados", estaría arrojando estigmas con la misma mala fe con que proceden quienes asocian con Breivik a los adversarios del multiculturalismo y el fundamentalismo.
Las milicias armadas
Otro terrorista que la prensa rescató del olvido después de la matanza de Noruega fue Timothy McVeigh, quien el 19 de abril de 1995 hizo estallar una furgoneta cargada de explosivos frente al Edificio Federal Alfred P. Murrah de la ciudad de Oklahoma, que albergaba oficinas del FBI y una guardería para hijos de los empleados. Murieron 168 personas, incluidos 19 niños, y hubo 400 heridos. McVeigh fue detenido por un policía poco después de cometer el atentado y el 13 de junio de 1997 fue declarado culpable y condenado a muerte. Ya antes, el presidente Bill Clinton había causado revuelo entre los buenistas de aquella época al advertir que los fiscales pedirían la pena de muerte y al promover el endurecimiento de las leyes antiterroristas. McVeigh fue ejecutado mediante una inyección letal el 11 de junio del 2001. Su cómplice Terry Lynn Nichols, que no estuvo presente en el momento de la explosión, fue sentenciado a cadena perpetua por 160 cargos de homicidio.
El caso McVeigh también se prestó para el reparto de estigmas. Las milicias armadas, que son un fenómeno peculiar de Estados Unidos, con sus nutridos arsenales, sus uniformes, sus maniobras militares y sus discursos patrióticos, se pusieron en pie de guerra contra el Gobierno federal, al que acusaron de haber urdido un complot para prohibir el libre comercio de armas y despojar de sus poderes a los estados de la Unión. Cosa curiosa, quienes así argumentaban se convertían en los más acérrimos defensores de la Constitución de Estados Unidos, cuya Segunda Enmienda garantiza el derecho de todos los ciudadanos a poseer armas. Además, adelantándose en esto a los secesionistas catalanes, amenazaron con la objeción fiscal.
La bestia negra
Como de costumbre, la pseudoprogresía desempolvó el discurso libertario del que tanto provecho sacan los terroristas. Para Noam Chomsky y para el exquisito novelista Gore Vidal, Clinton se convirtió en la bestia negra cuyo único objetivo consistía en recortar las libertades civiles. El profesor James Q.Wilson, intervino en este debate desde la revista Time, que dedicó su portada del 1/5/1995 a la fotografía de Timothy McVeigh con el título: La cara del terror. Escribió el profesor Wilson:
Las normas de inteligencia que guiaban las operaciones del FBI no habrían impedido la infiltración en el grupo responsable del atentado terrorista si alguien se hubiera enterado de lo que estaban planeando. Pero el FBI ha sido sacudido tantas veces por presiones políticas antagónicas –"¡Detened el terrorismo!" "¡Proteged las libertades civiles!"– que quizá muchos de sus altos cargos han tenido una comprensible reacción burocrática: "¿Quién quiere líos? Ante una duda, desentenderse.
Pienso que el FBI ha impedido muchos atentados terroristas, incluso con bombas, porque se ha infiltrado en grupos que, a su juicio, podían cometer actos violentos. No puede jactarse de ello, porque si lo hiciera desvelaría sus métodos y alertaría a los implicados. No sé si ha impedido tantos como habría podido frustrar si sus miembros hubieran actuado con más entusiasmo que cautela en la tarea de inteligencia dirigida contra objetivos políticos delicados.
El terreno de los demagogos
Volvamos al asesino Breivik. Sus diatribas contra el multiculturalismo y el fundamentalismo islámico están tan impregnadas de irracionalidad como lo estaban las del Unabomber contra la sociedad industrial y la tecnología, y las de Timothy McVeigh contra el Gobierno federal de Estados Unidos. Y están tan alejadas de los razonamientos escrupulosamente fundamentados de Oriana Fallaci o Giovanni Sartori, como las fabulaciones del mago Rappel lo están de las elucubraciones del científico Stephen Hawking. Introducirlas, por tanto, en el debate, equivale a transladarlo a un terreno donde los demagogos y los enredadores juegan con ventaja para arrojar sus estigmas y descalificar a sus adversarios sin siquiera dejarles abrir la boca.
Leer a Sartori ayuda a salir de las tinieblas de los discursos racistas y xenófobos, tan ajenos a nuestra civilización como lo es su imagen invertida, el fundamentalismo islámico. Y nos ayuda a evadirnos también de la encerrona progre, obstinada, por ignorancia, fobia o frivolidad, en entregarnos desarmados a quienes no se recatan de presentarnos como sus enemigos seculares, los Cruzados. Escribe Sartori (La sociedad multiétnica, Taurus, 2001):
La ley coránica no reconoce los derechos del hombre (de la persona) como derechos individuales universales e inviolables; otro fundamento, añado, de la civilización liberal (...) El occidental no ve al islámico como un "infiel". Pero para el islámico el occidental sí lo es (...) La pregunta es: ¿hasta qué punto una tolerancia pluralista debe ceder no sólo ante "extranjeros culturales" sino también ante abiertos y agresivos "enemigos culturales"? En una palabra, ¿puede aceptar el pluralismo su propia quiebra, la ruptura de la comunidad pluralista? (...) El que una diversidad cada vez mayor y, por tanto, radical y radicalizante, sea por definición un "enriquecimiento" es una fórmula de perturbada superficialidad. Porque existe un punto a partir del cual el pluralismo no puede y no debe ir más allá; y mantengo que el criterio que gobierna la dfícil navegación que estoy narrando es el de la reciprocidad y una reciprocidad en la que el beneficiado (el que entra) corresponde al benefactor (el que acoge), reconociéndose como beneficiado, reconociéndose en deuda. Pluralismo es, sí, un vivir juntos en la diferencia y con diferencias; pero lo es, insisto, si hay contrapartidas. Entrar en una comunidad pluralista es, a la vez, un adquirir y un conceder. Los extranjeros que no están dispuestos a conceder nada a cambio de lo que obtienen, que se proponen permanecer como "extraños" en la comunidad en la que entran hasta el punto de negar, al menos en parte, sus principios mismos, son extranjeros que inevitablemente suscitan reacciones de rechazo, de miedo y de hostilidad.
Una lucha cultural anti-establishment
Sartori, buen conocedor del medio universitario norteamericano, donde se desempeña como profesor, explica por qué la versión dominante del multiculturalismo es antipluralista:
Sus orígenes intelectuales son marxistas. Antes de llegar a Estados Unidos y de americanizarse, el multiculturalismo arrancó de neomarxistas ingleses, a su vez fuertemente influidos por Foucalt; y se consolida en los colleges, en las universidades, con la introducción de "estudios culturales" cuyo enfoque se centra en la hegemonía y la "dominación" de una cultura sobre otras. También en América, pues, los teóricos del multiculturalismo son intelectuales de amplia formación marxista, que quizás en su subconsciente sustituyen la lucha de clases anticapitalista por una lucha cultural anti-establishment que les vuelve a galvanizar (...) Resulta así que los marxistas americanos llegan a un multiculturalismo que niega el pluralismo en todos los terrenos: tanto por su intolerancia, como porque rechaza el reconocimiento recíproco y hace prevalecer la separación sobre la integración (...) El proyecto multicultural sólo puede desembocar en un "sistema de tribus", en separaciones culturales desintegrantes, no integrantes.
Sólo a un arrojador profesional de estigmas se le puede escapar la diferencia abismal que separa la argumentación rigurosa de Giovanni Sartori, por un lado, del delirio paranoico del asesino Breivik, por otro. Y sólo a nuestro siempre desnortado José Luis Rodríguez Zapatero se le puede ocurrir, entre los últimos estertores de su desdichado ciclo, proponer, delante de un atónito primer ministro británico, la promulgación de una ley contra la xenofobia. Si dicha ley se aplicara a gusto de Zapatero y de su perenne aliado Recep Tayyip Erdogan, los primeros en ir a la cárcel serían precisamente David Cameron y su colega alemana Angela Merkel, quienes diagnosticaron, de manera rotunda y simultánea, la muerte de la falacia multicultural.
Soluciones reales, no pactos
Alberto Acereda 1
Hace unos años Margaret Thatcher definió el consenso como el proceso por el que se abandonan los principios, algo en lo que nadie cree pero a lo que nadie se opone. Esa palabra "consenso" ha sido utilizada por Barack Obama bajo el eufemismo de "compromiso equilibrado". Obama sabe por las encuestas que está contra las cuerdas en su fiasco económico y que hasta quienes le votaron en 2008 dudan ya seriamente de su gestión. Lo del "compromiso equilibrado" y los "sacrificios compartidos" le sirve para manipular y culpar a todos menos a sí mismo. Porque el compromiso de Obama consiste en terminar un desacuerdo por medio de exigirle al GOP todo tipo de concesiones a cambio de ninguna por su parte, ni por la de su partido. Esto es lo que hemos vivido en estas últimas semanas con la dichosa deuda nacional y con políticos de uno y otro partido adictos al gasto.
El compromiso de acuerdo alcanzado en Washington no pasa de ser otro inútil pacto de consenso entre la clase política dirigente de uno y otro partido que seguirá perjudicando la economía en lugar de activarla. Obama ve en peligro su reelección y ha presionado aunque la jugada no le haya salido perfecta como él quería. Sabía y sabe a sus adentros que esta es su economía desde su elección en 2008 y la del Partido Demócrata al mando total de las dos cámaras desde las intermedias de 2006 hasta hace apenas siete meses. Tras derrochar casi un billón de dólares en el famoso paquete de "estímulo" económico y tras elevar el gasto y la deuda como nunca antes en la historia de este país, Obama y los demócratas exigieron un compromiso bilateral que ellos mismos negaron a George W. Bush en marzo de 2006: aumentar el techo de la deuda y evitar que EEUU incurra en el llamado default. Obama necesitaba evitarlo porque no quería ser el primer presidente que cargue con este sambenito.
Consciente de que los votantes están hartos del gasto del Gobierno, de un monumental paro y de un lacerado crecimiento económico, Obama se precipitó hace unos días ante los televisores de millones de norteamericanos en un inusual discurso a la nación. Se trató de la escenificación de otra farsa más en la que un presidente narcisista, sectario y demagogo no ofreció ninguna solución real pero volvió a culpar una vez más a la derecha política y en particular al Tea Party de la falta de acuerdo. Lo mismo han hecho los líderes del Partido Demócrata. Los centristas del GOP se asustan de forma incomprensible y es notable ya cierta división interna en la derecha política entre la parte oficialista y acomodada de los republicanos y la más fiscalmente seria del todavía joven Tea Party.
A día de hoy, y gracias al impulso del Tea Party, el GOP intentó tímidamente sacar adelante proyectos de ley con soluciones para hacer frente al problema financiero. El Plan Presupuestario de Paul Ryan y la Ley del "Cut, Cap and Balance" fueron buenos pasos en esa dirección. A todos ellos se opusieron siempre Obama y los demócratas. Lamentablemente, el acuerdo de este fin de semana resulta ser más de lo mismo con otra subida más del techo de la deuda, con nula reducción real del gasto, con la escondida realidad de una futura subida de impuestos y con la amenaza al presupuesto de seguridad nacional.
En clave política, cada vez resulta más claro que es precisamente esa voluntad de la derecha tonta de buscar consensuar cosas con la izquierda política lo que les está llevando a una posible división interna, algo que electoralmente podría beneficiar a Obama. El descontento de los republicanos ligados al Tea Party así lo prueba. Estamos, pues, ante un episodio más del ya largo e histórico debate interno en el GOP. A fin de cuentas, y citando otra vez a Thatcher, "no hay tal cosa llamada sociedad; lo que hay son individuos y familias". Y el pueblo –del que salió el Tea Party– quiere soluciones, no pactos de medio pelo entre políticos de profesión.
Alberto Acereda es catedrático universitario en Estados Unidos y director de The Americano.
El día en que el mundo no terminó
Juan Ramón Rallo
Acaso sea la cercanía de 2012 la que lleva a muchos a pronosticar el fin de los tiempos de tanto en tanto. Sabido es que el alarmismo vende y no otra cosa recibimos como moneda de cambio. Tras varias semanas acongojados de que el mundo tal y como lo conocemos iba a concluir, de que corríamos el riesgo de caer en un cataclismo peor que el de Lehman Brothers, al final todo se ha arreglado de la manera en que cualquiera podía esperar que se arreglara desde el comienzo: con un pacto de última hora y a regañadientes que permitiera a los dos partidos aparentar que se han mantenido firmes en sus convicciones, que han cedido un poquito por responsabilidad institucional e interplanetaria y que, en todo caso, los derrotados han sido los otros.
Interesante ópera bufa para quien se la haya creído y la haya disfrutado con una canasta de palomitas en la mano. Pero poco más. Desde el principio, elefantes y burros se arrojaban los tratos a la cabeza por ver quién le dejaba la calderilla al camarero. No otra cosa se dilucidaba. Los planes de republicanos y demócratas eran prácticamente calcados: los primeros pretendían aprobar una reducción del gasto de 1,2 billones de dólares durante los próximos 10 años, crear una comisión que acordara la reducción adicional de de 1,8 billones y elevar el techo de deuda en dos fases, 0,9 billones de inmediato y 1,6 después de reunida la comisión; los segundos, minorar el gasto 1,2 billones durante 10 años, especialmente en las partidas de Defensa (partidas en las que, por cierto, las reducciones vendrán por sí solas, por el progresivo abandono de las contiendas de Irak y Afganistán), reunirse en comisión sin demasiado compromiso para estudiar la viabilidad de los déficits futuros e incrementar de inmediato el techo de deuda en 2,7 billones.
El acuerdo final ha sido una fusión de estos dos mellizos: el gasto se reduce de inmediato en 0,9 billones (un tercio de los cuales proviene del menor gasto en Defensa); antes del 23 de diciembre de este año se votará una reducción consensuada de 1,5 billones; si, como es previsible, la comisión bipartidista no llega a un acuerdo, se procederá automáticamente a reducir 1,2 billones a diez años vista; y el techo de deuda se eleva en 0,9 billones ahora y en 1,5 ó 1,2 billones según lo que suceda el 23 de diciembre. En cualquier caso, como querían los demócratas, se garantiza un incremento suficiente como para que Obama no tenga que responder de sus despilfarros antes de las próximas elecciones.
Pues la cuestión de fondo es: ¿cuándo el Leviatán estadounidense abandonó los últimos resortes de autocontención que le quedaban? El mal no viene de ahora, ciertamente, pero la frivolización del techo de deuda lo ilustra de nuevo. ¿Qué disciplina le impone a un Gobierno un techo de deuda que sabe que se elevará siempre que lo requiera? ¿Acaso el techo de deuda no debería actuar como límite insuperable y preventivo a su irresponsabilidad y prodigalidad? Por lo visto no: un simple maquillaje para hacernos creer que el Estado se encuentra realmente sometido a límite alguno.
Y no, la pataleta de los republicanos ni siquiera puede considerarse una chinita en el camino de Obama hacia el Enorme Gobierno. Tras el acuerdo, en el mejor de los casos, el gasto público se reducirá en 0,24 billones al año... sobre un gasto total de 3,69 billones: apenas un 6,5% (aunque para 2011, no nos asustemos, el comprometido recorte apenas alcanzará los 0,1 billones). O, para que nos entendamos, una magnitud similar a la que el poco o nada derechista Zapatero osó aprobar con el tijeretazo. Pero mientras, el déficit anual sigue disparado en 1,4 billones anuales y el nuevo techo de deuda de 16,5 billones de dólares (el 110% del PIB de EEUU) erosiona cada vez más la solvencia del país.
¿Eso es todo amigos? Sí, eso es todo. Ni demócratas, ni republicanos ni un Tea Party que tiene mucho menos poder del que se le reputa. Al cabo, por lo visto la suspensión de pagos de EEUU iba a hundir a la economía mundial en la mayor depresión que conocieron los tiempos. Será que EEUU no había suspendido previamente pagos en 1971 y 1973, cuando se comprometió a entregarles a los bancos centrales europeos unas ingentes cantidades de oro que jamás llegaron a ver; será que esta suspensión de pagos, resultado de una mera insuficiencia transitoria de liquidez, iba a ser más grave que aquélla, resultado de una irremediable insolvencia; será, en fin, que el establishment ha jugado inteligentemente sus cartas metiéndoles a todos el miedo en el cuerpo. Ah, el miedo: crisis y Leviatán. Han vuelto a ganar, pero ¿en algún momento estuvieron a riesgo de perder?
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