lunes, septiembre 12, 2011

Hay que reducir los daños, ya que no podemos reducir el consumo


Peter Reuter

Luego de años de investigación concienzuda y en muchos sentidos solitaria, Peter Reuter concluye que las políticas de combate a las drogas no tienen mayor incidencia sobre el consumo y que lo único que en verdad puede hacerse, ya que la legalización resulta políticamente imposible, es reducir los daños de la política punitiva. He aquí un texto sabio, tolerante y práctico

Mark Kleiman era un joven profesor de la Facultad Kennedy de Administración Pública de Harvard, cuando un colega mayor le preguntó: “¿Cuál es su área de investigación?”. Mark respondió: “La política sobre drogas”. Su colega preguntó: “¿Y para qué?”.

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La idea implícita del colega era que mientras no se legalizaran las drogas no valía la pena estudiar opciones de política pública. Probablemente eso sigue pensando la mayoría de los economistas y muchos intelectuales, en mi opinión con consecuencias desafortunadas.

En los años noventa, junto con Robert MacCoun, estudié con intensidad las consecuencias que podría tener modificar la legislación vigente sobre las drogas.1 Llegamos a la conclusión de que los defensores de la legalización tienen tres problemas fundamentales para probar que tienen razón.

Primero, que los pronósticos sobre los cambios que produciría la legalización son muy inciertos. Nosotros concluimos que era probable que el consumo aumentara, pero no encontramos un método para pronosticar si en 50% o 500%.

La segunda dificultad es que, aun si tuviéramos pronósticos confiables, no hay forma de comparar los daños entre los dos regímenes. ¿Cómo comparar el daño de la persecución y los efectos discriminatorios de las políticas actuales con un aumento en la farmacodependencia que podría derivarse de la legalización? Los estudios recientes sobre la calidad de vida (Quality Adjusted Life Years) indican que la farmacodependencia se considera una condición de salud muy costosa.2

En tercer lugar, con la legalización habría una diversificación de los daños. Disminuirían las fuentes de violencia y delitos relacionados con el narcotráfico en los barrios pobres de las ciudades, pero habría mayores índices de consumo y adicción en esos mismos barrios. Como padre de familia de clase media, me preocupa que mi hijo pueda probar la cocaína y hacerse adicto. Probablemente la legalización empeoraría mi expectativa. Soy un liberal. Me resulta fácil decir que no me incomoda en absoluto esta diversificación de riesgos, pero habrá quienes disientan con justicia de este juicio de valor.

Por todo lo expuesto, no creo que la legalización sea un tema serio de investigación. Dediqué diez años al tema, así que lo digo con cierto pesar. Drug War Heresies es tal vez el libro que presenta el análisis más serio sobre la legalización. Sus autores imaginamos que a ninguna de las partes del debate le gustaría este libro y acertamos: no goza de gran reconocimiento ni entre los defensores de la guerra contra las drogas ni entre los partidarios de su legalización. Nos reconforta el hecho de haber recibido críticas favorables de los interesados en el análisis de políticas públicas vinculadas al problema.3

Si la legalización no es una opción, entonces nuestra tarea es pensar lo que debe hacerse para que la prohibición funcione mejor. Empecemos por reconocer que gran parte de nuestras políticas actuales causan un daño enorme. Estas políticas se caracterizan por su carácter intrusivo, pues el Estado entra en nuestra vida de maneras tan incómodas como imponer exámenes de detección de drogas para los aspirantes a ingresar al servicio civil. Son políticas divisivas o discriminatorias en el aspecto racial y probablemente también en función de la edad. Y son muy caras: 40 mil millones no es un cálculo descabellado de lo que gasta Estados Unidos tratando de controlar los problemas de drogas.

Por último, son ineficaces. Estados Unidos padece el problema de drogas más grave del mundo occidental. Muchos otros países tienen una población adicta a la heroína más o menos del mismo tamaño, pero nadie tiene al mismo tiempo nuestro problema con la heroína y nuestro problema con la cocaína.

El debate tradicional sobre qué hacer es muy corto de miras. Un factor que ha inhibido el debate son los pocos datos sólidos que tenemos para medir los daños inducidos provocados por una política de aplicación de la ley extremadamente agresiva. Me interesa cuestionar aquí la idea tradicional de que esta política tiene un efecto en la reducción del consumo de drogas, eso que se conoce como prevalencia.

Casi todos los gobiernos asumen la prevalencia como una meta. De hecho, hasta hace poco, la Oficina de Política Nacional para el Control de Drogas (ONDCP, por sus siglas en inglés) medía los resultados de la política contra las drogas exclusivamente con base en la reducción del consumo de drogas. Una hipótesis es que la política preventiva puede influir en el consumo, es decir, que con buenos programas de prevención, disminuirá la iniciación del consumo —en particular entre los jóvenes— y que con un mejor sistema de tratamiento, al que tendrían acceso más adictos, se reducirá el alcance de las adicciones. Se da por sentado también que la aplicación de la ley puede aumentar el precio de la droga, reducir su disponibilidad y, por ende, disminuir su consumo.

Me atrevo a decir que la experiencia contradice estas hipótesis. El consumo de drogas está motivado por factores sociales, económicos y culturales más amplios. En el contexto de la prohibición, cualquier cosa que hagamos tendrá efectos sustancialmente menores en la prevalencia.

El principal problema en la epidemiología de las drogas es la ocurrencia de la epidemia: breves periodos de crecimiento explosivo de la iniciación, seguidos de reducciones similarmente drásticas en la iniciación y, en el caso de drogas adictivas, reducciones lentas en la prevalencia. Ninguna medida relacionada con políticas puede incidir en el inicio o no de una epidemia de consumo de drogas, ni en la gravedad de la epidemia, ni en su duración.

Digo esto ex cátedra pero espero que, a estas alturas del análisis, se conceda a las afirmaciones anteriores alguna plausibilidad.4

Lo único que pueden lograr las políticas antidrogas es reducir las consecuencias dañinas del consumo, la distribución y la producción de drogas. Aunque este señalamiento tal vez parezca muy negativo, estoy convencido de que tiene efectos enormemente liberadores. Sabemos que las malas decisiones en esta materia pueden hacer más perniciosos el consumo de drogas, su distribución y producción. Y es de particular relevancia para este artículo señalar que la política estadunidense puede perjudicar a México.

Permítaseme entonces defender el planteamiento, al menos a grandes rasgos, de que la política sobre drogas tiene escasos efectos en la prevalencia del consumo.

Como se resume en la edición de 2010 de Drug Policy and the Public Good,5 los programas de prevención se concentran sobre todo en la marihuana, la droga ilegal de primer contacto. Las evaluaciones de estos programas suelen ser muy negativas. No hay datos sólidos, desde luego. Para empeorar las cosas, las escuelas sistemáticamente seleccionan programas deficientes. Si deben elegir entre un programa eficaz y un programa malo con un nombre rimbombante, optarán por la rimbombancia. El conocimiento científico sobre la prevención está mejorando, pero en este momento la prevención del consumo de drogas es más un lema que un programa eficaz.

Pero incluso si los programas fueran buenos, la prevención supone periodos muy largos para reducir los problemas de las drogas más preocupantes, a saber, la adicción a drogas caras. En términos generales, la prevención se orienta a niños y niñas de 11 a 14 años, mientras que la adicción es un problema de adultos jóvenes, de modo que la prevención eficaz logrará reducir la demanda en un futuro muy lejano. Además, cuando identificamos la necesidad de un programa de prevención que disminuya el uso de metanfetaminas, éstas ya son un problema establecido.

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Desde luego, la investigación sobre tratamientos ha demostrado su eficacia e incluso su rentabilidad (véase de nuevo Drug Policy and the Public Good). Sin embargo, lo sorprendente es que la mayoría de las personas en tratamiento siguen consumiendo drogas, aunque consuman menos y les causen menos daños.

Por otro lado, hay pocas pruebas de que la aplicación de la ley aumenta los precios de las drogas o reduce su disponibilidad. La gráfica, que suelo utilizar para este fin, ilustra este aspecto. En un periodo de 25 años (1980-2005) el número de personas encarceladas por delitos de drogas (es decir, distribución, producción o consumo) se multiplicó alrededor de 10 veces, sin considerar a las personas recluidas por delitos “relacionados con drogas”, como robo a fin de conseguir dinero para comprar droga. En ese periodo de aplicación de la ley mucho más intensiva, los precios de la heroína y la cocaína se desplomaron casi 70%. Llama la atención que las caídas de precios hayan sido muy paralelas, aunque se trata de drogas que no son buenos sustitutos entre sí.

Desearíamos contar con estudios más detallados, hacen falta buenos estudios más precisos.6 Pero las pocas pruebas de que disponemos indican que poco puede hacer la aplicación de la ley para aumentar los precios. Esto no significa que la prohibición no tenga un efecto en el precio, sino que una aplicación de la ley más estricta tal vez no contribuya a subir los precios.

Si en los problemas con las drogas, bien puede ser que la política sobre drogas no sea lo más importante. Otros ámbitos de la política social pueden tener la misma importancia. El hecho, por ejemplo, de que en Europa no tengamos que ser una persona pobre digna de apoyo para recibir una compensación de ingresos, también puede ser muy importante. Quizá los consumidores de drogas en Europa occidental tengan una menor actividad delictiva porque tienen acceso a otras fuentes de apoyos económicos del Estado. Deberíamos preocuparnos menos por la política de drogas en sí, pues hay otros ámbitos de la política social que ameritan nuestra atención cuando tratamos de enfrentar los problemas de drogas en el país.

Sostengo que podemos reducir los programas cuyos efectos adversos son seguros y cuya capacidad para lograr los resultados deseados son de menor prevalencia. Tenemos cerca de 500 mil personas encarceladas por delitos de drogas.7 Si la nación volviera a los números de Ronald Reagan tendría la mitad de esos presos y no hay razón para pensar que habría menos drogas o más caras. La prevalencia del consumo de drogas seguiría siendo básicamente la misma, pero habría 250 mil personas libres, un ahorro sustancial de fondos públicos y menor crueldad en la aplicación de una política demasiado severa, tanto en parámetros históricos como internacionales.

Parto de la base de que el principal objetivo de la política contra las drogas es evitar los daños que causan su distribución y consumo, empezando por el daño de la propia política punitiva. Estamos frente a un caso convencional de análisis de costo-beneficio.

No obtendremos un análisis costo-beneficio completo con cifras porque, como ya dijimos, no se puede hacer un cálculo cuantitativo de muchas de las consecuencias. Pero es un ejercicio útil y se debe hacer no sólo con programas que llevan la etiqueta de reducción de daños, sino con todo lo demás. Por ejemplo, las intervenciones del lado de la oferta: combatir la venta abierta, enfocarse en vendedores de droga particularmente nocivos, etcétera. También es útil para evaluar decisiones internacionales como las intervenciones estadunidenses en México y otros países de producción y tránsito. El efecto de estas intervenciones sobre el consumo de estupefacientes en Estados Unidos ha sido esencialmente nula. Son intervenciones que podemos llamar de “efecto global” pero que no tienen efectos globales: no repercuten en cuánta droga se produce a escala global, sólo en donde se producen y se transportan, con consecuencias a veces fundamentales para los países de origen.8

Abundan ejemplos del “efecto global”. Cuando en los años noventa del siglo pasado Perú y Bolivia adoptaron medidas enérgicas contra la producción, Colombia se volvió el principal productor. Lo mismo pasa con el tráfico. Hacia 2003 el gobierno holandés se cansó del volumen de tráfico de cocaína de las Antillas Holandesas al aeropuerto de Schiphol. Como consecuencia, hizo algo muy poco holandés: revisar a todos los pasajeros y, en el caso de aquellos que transportaban coca, decomisar la droga e impedirles abordar. El resultado fue una gran disminución en el número de viajeros de las Antillas Holandesas a Schiphol y una introducción mucho menor de cocaína en Ámsterdam. Pero se abrió una nueva ruta de Colombia a Europa vía África occidental. De pronto, países como Ghana y Guinea-Bissau tuvieron que enfrentar a narcotraficantes, para lo cual estaban particularmente mal preparados.

Incidentes como éste nos plantean una importante pregunta: ¿Debe la comunidad internacional pensar en una ubicación estratégica de la producción y el tráfico? ¿Debe escoger países donde estas actividades sean menos destructivas para el bienestar general? Por ejemplo, concentrar la producción y el tráfico en países pequeños próximos a los países consumidores, de modo que no haya demasiados países de tránsito. Belice sería una buena opción para la cocaína, pues es un país pequeño, de por sí corrupto y próximo a Estados Unidos. No se me ocurre un candidato para la producción de heroína, pero sé que no es Afganistán, pues se trata de un país grande con problemas importantes en el plano internacional que podrían exacerbarse con el narcotráfico. Disculpando la ironía de los comentarios anteriores, concluyo que la idea de reubicar la producción global y el tráfico de drogas es de suyo problemática.

Terminemos con una generalización de altos vuelos. En mi opinión, reducir el consumo o la prevalencia no es un buen objetivo de la política antidrogas. Lo que sabemos sobre los efectos reales de esta política obliga a poner como criterio principal la reducción de daños. Debemos concentrarnos sólo en reducir las consecuencias adversas del consumo de drogas, tanto en el aspecto internacional como en los ámbitos nacionales. No es una opción, es lo único que podemos hacer.

Mi pleito con la izquierda


Luis González de Alba


Un ensayo personal sobre las diferencias políticas, ideológicas y éticas
de un hombre de izquierdas con la izquierda de su país

Salí de la cárcel en 1971 y pasé un año en Chile. Me sostuve con las ventas de mi relato Los días y los años porque el gobierno de Allende nunca me pudo colocar de barrendero en una oficina pública. Volví cuando me negaron la renovación de la visa, y con mis amigos comencé, en el pequeño grupo que llamamos Consejo Sindical, las desveladas de donde saldrían los sindicatos universitarios y una corriente del PSUM, PMS y PRD. Vicente Leñero me invitó, a nombre de Julio Scherer, director de Excélsior, a escribir en Revista de Revistas, que había sido rediseñada.

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1972: “La izquierda no duda en recurrir al patrioterismo más deleznable si lo considera necesario, pues parece pensar que el fin justifica los medios, como si los medios empleados no sirvieran, ellos mismos, para educar o deformar al nuevo militante […] ¿Qué sucede cuando [la izquierda] nos quiere mostrar la imagen de una juventud burguesa, pro imperialista y de derecha? ¡Nos pone un conjunto de rock! La cámara se detiene para que veamos con desprecio los pelos largos, las camisetas sin mangas, los pantalones con parches, y el locutor, transformado en guardián de nuestra idiosincrasia, en protector de las buenas costumbres latinoamericanas, del rompope Santa Clara y el chocolate Abuelita, nos endilga desde su púlpito que: ‘Esta es la juventud que apoyó a don Canuto de la Borbolla y Arróniz, ¡véanlos! Cantan música extranjera, visten como extranjeros… etcétera”.

Se trataba de un corto colombiano que denunciaba que las elecciones eran una farsa y cualquier candidato era lo mismo… ¿suena conocido 40 años después? Tenía yo la pésima costumbre, hoy abandonada, de no fechar mis notas ni poner el nombre de la publicación, así que mis amarillentos papeles, llenos de las mismas obsesiones, impresionantemente idénticas a las de hoy, sólo tienen seguros los años, escritos en cada carpeta. Bueno, hasta una primera denuncia de la Navidad como fiesta pagana del Sol ya aparece en 1972. Hoy la firmaría.

Mis amigos más cercanos en la cárcel, el pre-grupo nos llamaban los del PC (Partido Comunista), del que hablo en Los días y los años: Raúl Álvarez Garín, Gilberto Guevara Niebla, Félix Lucio Hernández Gamundi, el Búho Miguel Eduardo Valle y otros habían fundado la revista Punto Crítico: una forma de dar voz a las disidencias políticas y sindicales, y, en el fondo, una presencia en la futura revolución socialista. La dirigía Fito Sánchez Rebolledo, pero mandaba Raúl Álvarez. Llegaron Raúl Trejo, José Woldenberg y otros más jóvenes que los ex dirigentes del 68. Pronto surgieron las diferencias: que nos acercábamos demasiado a la Tendencia Democrática de los electricistas comandados por Rafael Galván. El “núcleo universitario” tenía posturas cercanas a una línea que no era revolucionaria. Su enorme peso en el nuevo sindicalismo universitario daba a los miembros del Consejo Sindical una autonomía mal vista en Punto Crítico.

La ruptura final vino cuando Rolando Cordera y José Blanco, del Consejo Sindical y de Punto Crítico, aceptaron la invitación de Carlos Tello para trabajar en la Secretaría de Programación y Presupuesto, recuerda Woldenberg (Memoria de la izquierda, Cal y Arena, 1998). Yo, la verdad, lo había olvidado porque el proyecto siempre me pareció parte de eso que José Revueltas llamaba la “soledad de perro”: una revista fea, pobre e ilegible, como tantas otras de circulación mano-en-mano. Pero sí recuerdo que fuimos 49 los que firmamos un documento “que intentaba un balance de la revista, recreaba el surgimiento de dos posiciones encontradas…”, op. cit. En fin, nos echaron, apodados como el equipo de americano de San Francisco: Los Forty Niners. Creo que firmé y si no fue por azar, y me fui con mis cuates.

La Jornada

En 1983 dejé de publicar en el unomásuno porque tuve mi primer año sabático en la UNAM (y no existía la internet) y lo pasé haciendo algunos estudios en París. A mi regreso encontré con que Carlos Payán, subdirector del unomásuno, había tenido alguna divergencia fuerte con Manuel Becerra Acosta, el director, y había dejado el diario. Con Payán se habían ido muchos de los colaboradores, entre ellos todos mis amigos: Rolando Cordera, José Woldenberg, Raúl Trejo Delarbre, parte de lo que Pablo Pascual definía así: “No somos un grupo político, no somos un partido, no somos un sindicato: somos una pandilla”. Con espíritu de pandilla, pues, ni siquiera pregunté motivos y me consideré fuera del diario. Supe que planeaban hacer otro y me presenté a las reuniones. Nunca entendí, y no he entendido, el motivo de aquella emigración en masa.

Cuando el proyecto de lo que sería La Jornada estuvo preparado, nos pidieron a los futuros colaboradores un artículo para un número cero, como se llama al ejemplar que todavía no saldrá al público, pero ya no está hecho de recortes, sino de materiales originales.

Como todos, entregué mi colaboración. Mal paso, dirección errónea, resbalón a la primera pues se tituló La izquierda terrorífica. Empecé mal y acabé peor, pero ya pintaba hacia dónde: “15 de septiembre de 1984. La edición mexicana de Playboy agotó en pocos días su primer número: 150 mil ejemplares, y su precio alcanzó en el mercado negro los dos mil pesos. La mochería, tanto la tradicional como la roja, está escandalizada e implora ¡también la roja! al gobierno renovación moral. Ver para creer…”.

Recordemos que los presidentes mexicanos acostumbraban vaciar en bronce algún apotegma e inscribirse en el altar de algún héroe patrio. Echeverría había acuñado “Arriba y adelante”; López Portillo “La corrupción somos todos” y su héroe Quetzalcóatl (quien, como él, era blanco y barbado); en 1982, el presidente Miguel de la Madrid puso veladora en el altar de Morelos y llamó a una “renovación moral” de la sociedad mexicana. Eran temas sagrados de los que nadie se permitía mofa alguna porque se podía pagar muy caro el chiste.

“Cuando las videocaseteras [máquina ahora extinta] nos permiten disfrutar de verdadera pornografía, bien hecha, con magníficos ejemplares humanos, con acción potentemente iluminada hasta sus más lúbricos detalles, ¿a alguien le importa una revista que ni siquiera publica actos sexuales? Parece que sí: un dirigente y tótem de mi partido, el PSUM, hace públicos llamados al presidente de la República para que la renovación moral pase a significar lo que algunos temíamos que significara: lavativas espirituales y no el combate contra la corrupción…”.

No logro recordar al tótem de marras que dejé anónimo, se lo ofrezco al memorioso amigo Pepe Woldenberg.

Luego, como ya desde el unomásuno había publicado temas de divulgación científica y cada día me interesaba más en la física, propuse a uno de los subdirectores, Héctor Aguilar Camín, una sección de ciencia. “Me gusta mucho la idea… Pero no tenemos quién la escriba…”. Dije que por supuesto la proponía para mí. Dudó, me revisó, hubo silencio de ambos y dije (eran tiempos preinternet): “Héctor, tengo kilómetros de notas sobre temas que pido investigar en la computadora del Conacyt, hay bancos de datos que se conectan entre sí [ohhh…] y, pues… ponme a prueba”. Aceptó y puso título a la columna semanal: La ciencia en la calle.

Primer artículo, el 29 de octubre de 1984: “Diferencias sexuales del cerebro”. Hoy es un lugar común, pero hace 25 años era un tema escandaloso, de machos, de misóginos depravados que veían diferencias en donde el Catecismo feminista decía: la mujer no nace, se hace. Alud de cartas de quienes no habían siquiera leído la nota y el solo título les resultaba abominable. Décadas de guardar notas me dieron dos libros: La orientación sexual (Paidós) y Niño o niña: las diferencias sexuales (Cal y Arena). El tema ya a nadie escandaliza y se da por hecho lo contrario de entonces: que la igualdad comienza por la aceptación de las diferencias.

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Mantuve La ciencia en la calle 13 años, hasta noviembre de 1997, cuando la usé para pedir correcciones a un libro clásico sobre el 68 y produje la llamada de Carlos Monsiváis a la directora, para entonces y para siempre Carmen Lira: “¡O Luis o yo!”. El tema ya me satura. Se localiza con facilidad la polémica en archivos de nexos 97-98, La Crónica, YouTube, Letras Libres y más.

Pero no fue un rayo en cielo azul. De mi estreno con “La izquierda terrorífica” y el arranque de la nueva sección con las “Diferencias sexuales del cerebro”, tan impertinentes, había seguido empleando una columna de divulgación científica para, entre detalles de la materia oscura o el spin del electrón y la paradoja EPR, colar con disfraz de ciencia social un completo rechazo del movimiento estudiantil del CEU en 1986-1987, revisar los hechos del 68 en el vigésimo aniversario, 1988; rechazar sin más, en 1994, al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y su venereado (sic) líder, el subcomandante Marcos, santón de La Jornada (a pesar de un primer editorial contrario).

El secuestro de Arnoldo
En 1985 un grupo guerrillero secuestró a Arnoldo Martínez Verdugo, ex candidato a la presidencia y último secretario general del Partido Comunista Mexicano (PCM), por entonces ya en el PSUM. Hubo una confusa discusión acerca de unos dineros que el PC le debía a la guerrilla. El asunto era cuando menos turbio e intentó precisarlo Valentín Campa, uno de los presos de la huelga ferrocarrilera de 1959, liberado para hacer exclamar a jóvenes del PC que nunca habían conocido a nadie más obtuso, esquemático, doctrinario, un comisario político del viejo cuño, intolerante… Alguno me dijo: ¿Sabes dónde queda la ventanilla de devoluciones?... Para entregar a Campa.

En suma: publiqué en La Jornada mi renuncia al PSUM: “No creo, como sostuvo este diario, que el comunicado [del PSUM] sea preciso en lo que respecta al secuestro de Arnoldo Martínez Verdugo, el dinero recibido por el Partido Comunista en su momento, ni tampoco sobre nuestra solicitud de apoyo financiero en vez de vender un edificio (Monterrey 50) que se compró —lo dijo Valentín Campa— precisamente para tener disponible lo que no era nuestro. No entiendo”.

Y ahora entiendo menos, porque mi nota da por sabidos los hechos y ya no los recuerdo. El memorioso Woldenberg dice que hablará del secuestro (op. cit., p. 271), pero no lo hace. Ya lo glooglié y tampoco. Pero en resumen era un feo asunto de que uno de los partidos fundadores del PSUM, el PCM, le debía una feria a cierta guerrilla y no le pagaba. Por lo cual habían secuestrado al una vez dirigente comunista. Nadie tomó en serio mi renuncia y, además, pronto el PSUM desapareció subsumido en el PMS… que se uniría a la Corriente Democrática, surgida en el PRI bajo el liderazgo de Cuauhtémoc Cárdenas, y finalmente en el PRD.

Pero hay un párrafo que rescato: “Tenemos héroes en los que no creo, homenajeados que me parecen detestables; con toda la izquierda padecemos de una triste condición que ejemplifica mejor que nadie Rosario Ibarra de Piedra, diputada por el PRT, entregando cartas valerosas al presidente después del Informe Presidencial, como si fuera todavía la solitaria mujer que debe romper una valla, y no la diputada que desayunará con el presidente De la Madrid y podrá expresarle lo que desee”. Carlos El Tuti Pereira, enfurecido, me dijo que renunciaba por los peores motivos, habiendo otros muy buenos… No supe cuáles.


El CEU
En 1975, el presidente de la República era Luis Echeverría, con su gasto público a manos llenas y su multiplicación por tres, por cinco, por seis a los presupuestos destinados a educación: las zonas de desastre dejadas por el 68. Recogía frutos: Carlos Fuentes había declarado, en 1972: “No apoyar a Echeverría es un crimen histórico”. En 75, faltaban 11 años para que el CEU (Consejo Estudiantil Universitario) echara al suelo la reforma planteada por el rector de la UNAM, Jorge Carpizo, el dirigente principal de aquella huelga estudiantil, Carlos Ímaz, tenía en el 75 sólo 16 años.

Escribí en El Sol de México, dirigido todavía por un gran periodista, Benjamín Wong: “Para las familias acomodadas constituye un injusto subsidio la enseñanza universitaria gratuita […] Son los hijos de la clase media y alta quienes se benefician mayoritariamente de un servicio que paga toda la población económicamente activa y, dado nuestro injusto sistema fiscal, podemos afirmar que los pobres pagan la educación de los ricos…”.

Así pues, no había motivo de sorpresa para que “un ex líder estudiantil”, yo, 11 años después de escribir lo anterior, estuviera contra el movimiento estudiantil de 1986 y su huelga de 1987. Era ése un movimiento estudiantil de derecha, dije, por el que los estudiantes de clases media y alta se negaban a aportar un poco para becas de sostenimiento a estudiantes pobres.

En 1986, la propuesta del rector Jorge Carpizo era intachable porque planteaba una reforma en la que tres puntos podían ser de enorme importancia para la UNAM:
1. Reponer el valor de las cuotas a su valor hasta 1976, cuando empezaron las devaluaciones. En 1964, los estudiantes pagábamos 200 pesos al año, 16 dólares. Eran 50 entradas al cine, un tercio de la renta mensual de una buena casa. Con el endeudamiento del país a cargo de Echeverría y de quien lo sucedió, José López Portillo, el dólar se fue a cientos de pesos y a miles un sexenio después. Controlada la inflación en tiempos del presidente Salinas, una de sus primeras tareas fue eliminar tres ceros a los pesos: un salario regular era de 10 millones al mes. Así fue como los 200 pesos, que yo había pagado, se convirtieron en .20 (20 centavos). El rector no aumentaba las cuotas, sólo pedía la reposición del valor.

2. Los exámenes serían estandarizados, preparados por los departamentos y áreas. Yo daba clase en el 86 y explicaba a mis alumnos: “Ahora puedo elaborar un examen que no pase nadie, como se me dé la gana. ¿Por qué se oponen a que el Departamento de Psicología Social diseñe el examen y los ocho profesores de una materia pongamos el mismo examen?”.

3. Debía haber un tiempo límite para que el estudiante se recibiera. ¡Pero por supuesto! ¿No habíamos estado siempre contra los llamados “fósiles”?

Los temas que mayor clientela atraían eran el supuesto aumento de cuotas y la regulación del pase automático. La Jornada, 19 de enero de 1987. “Orígenes del pase automático en la UNAM”: “Hace 20 años, el presidente Díaz Ordaz decidió echar a patadas al rector de la UNAM, doctor Ignacio Chávez, y para ello movió a los líderes universitarios priistas. Para atraer a la Preparatoria, renuente a seguirlos, ofrecieron un atractivo regalo: ingreso a las carreras profesionales sin examen de admisión. En un instante la Preparatoria estuvo en huelga”. Eso ocurrió en 1966.

Las 26 iniciativas del rector Jorge Carpizo

La Jornada, 3 de noviembre de 1986. “…De ahí que la primera iniciativa proponga el pase automático de las preparatorias de la UNAM a las carreras profesionales únicamente para los estudiantes que no hayan repetido año y tengan un promedio mínimo de 8.

”La 2ª y 3ª restringen el número de exámenes ordinarios y extraordinarios. Es correcta en una institución pública y gratuita…

”La 4ª, que plantea el retorno a las calificación numérica [en vez de letras], es un retorno a la realidad, ya que los profesores hemos seguido calificando siempre con números, única forma posible, y luego traducimos con dificultades a tres letras (con A, B, C, ¿cómo distingo entre 8.2 y 8.9?).

”Las 5, 6 y 7. Nadie puede estar en contra de que se preparen materiales de ayuda para cursos difíciles, se impartan cursillos sobre hábitos de estudio o se determine bibliografía básica de cada materia.

”La 8. Un máximo de reprobación de materias. Las universidades privadas se podrían esperar a que un alumno tenga a bien aprobar alguno de estos años una materia, para eso paga. No lo hacen. En una pública, menos, porque hay alumnos mejores que se quedarán fuera.

”La 9. Exámenes departamentales. Cuando hay más de un profesor impartiendo un curso resulta obvia la necesidad de fijar un mínimo de conocimientos compartidos por los diversos grupos. Las 14 y 15. Revisión de las materias seriadas y de programas de estudio con frecuencia obsoletos, ¿no es correcta? La 16. Baja del personal académico que cobre sin trabajar. ¿Alguien se opone? La 17. Cumplimiento del número de horas de trabajo.

”La 19. Incremento en las cuotas de maestría y doctorado. La 20. Incrementos al costo de exámenes extraordinarios. Es una forma de devolverle a ese examen su carácter extraordinario. La 21. Que los investigadores también impartan clases. Las 22, 23 y 24. Revisión de los estudios de postgrado. Diálogo con el sector productivo. Pero, ¿no debió haber sido siempre así?

”La 25. Elección directa y secreta de los consejeros. La 26. Elección del Patronato por medio de ternas. Es mejor procedimiento que el actual dedazo.

”[…] Pero ninguna clase privilegiada ha cedido jamás sus ventajas sin pelear por ellas, y los estudiantes defienden sus privilegios como cualquiera. Incluido el privilegio de que los más pobres y alejados de la educación les paguen su formación profesional”.

En este 2010 lo volvería a firmar, con enorme gusto.

Los líderes del CEU habían heredado de sus padres sesentayocheros una demanda nunca cumplida en aquel año: diálogo público. La impusieron a la Rectoría de la UNAM y así quedó demostrado, con hechos, que fue ése nuestro más grande error en 68. Los delegados estudiantiles, ante un auditorio repleto, estuvieron sentados frente a las autoridades universitarias, sobre el escenario y con reflectores, radio y TV, pero diálogo no hubo. Ni podía haberlo: cada uno se limitó a urdir sus más hirientes sarcasmos y mejores gracejadas para arrancar los aplausos “del respetable”. Nadie se planteó la menor concesión al enemigo porque la rechifla y los gritos de ¡traidor! habrían sido abrumadores.

Diálogo público es una contradicción en los términos: si es público no es diálogo, y si es diálogo no es público. Sólo en privado estamos dispuestos a conceder alguna razón a la parte contraria. Y así es como se hacen las negociaciones, concediendo. Lo cual está clasificado, en el imaginario popular mexicano, como traición.


Heberto y Cuauhtémoc
Con la fusión del PSUM (Partido Socialista Unificado de México) y el PMT (Partido Mexicano de los Trabajadores) en el PMS (Partido Mexicano Socialista) tuvimos al fundador del PMT, Heberto Castillo, como figura casi indiscutible para la elección presidencial de 1988. Cuauhtémoc Cárdenas encabezaba una corriente del PRI que exigía nominación del candidato presidencial a cargo de los afiliados al PRI, contra la tradición que hacia al presidente en turno un gran elector tras de quien el partido súbitamente descubría al mejor, al único, al indiscutible, y llegaban delegados a la asamblea ya con mantas y declaraciones públicas a favor de un elegido. Se le decía “la cargada”: todos con el señalado. La señal usualmente venía de la CTM. Pero todo México sabía que era una decisión del presidente.

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El ingeniero Heberto Castillo era mucho mejor candidato de lo que habían sido Valentín Campa o Arnoldo Martínez Verdugo: candidatos que salían a enfrentar el desierto sin fondos de campaña, sin leyes que obligaran a conceder tiempos en los medios masivos, sin posibilidad alguna de obtener ni un mísero cinco por ciento de votos: años de tristeza y soledad de perro. Pero Heberto tenía más nombre y la unión de partidos y grupos de izquierda en el PMS permitía avistar una campaña que al menos se conociera entre los electores. Que ganara resultaba, por suerte, imposible, pues la sola idea nos resultaba aterradora a algunos. Eran bien conocidas las renuncias de militantes al PMT, cansados de las decisiones autoritarias del ingeniero Castillo y de las atrabiliarias imposiciones de su segundo, el Búho, Eduardo Valle. También era pública la incapacidad de Heberto para reconocer errores.

En 1979, luego de sobrellevar el mote de Heberturo por sus elogios a la “apertura democrática” del presidente Echeverría, sostuvo en el semanario Proceso que la matanza del 10 de junio de 1971 había sido responsabilidad exclusiva del presidente Echeverría, con lo que exculpó a Alfonso Martínez Domínguez (AMD), regente del DF en ese año, y a quien se acusaba de haber preparado al grupo de esbirros conocido como Halcones (por su grito al atacar), por lo que era llamado Alconso. Martínez Domínguez había sido “elegido” gobernador de Nuevo León. (La crónica se puede encontrar ahora en http://www.highbeam.com/doc/1G1-90102070.html)

Dice Heberto en Proceso núm. 136: “Me informaron que AMD me invitaba a desayunar en su casa de Inglaterra 14, en Coyoacán, cerca de la terminal Tasqueña del Metro; a las 9 de la mañana”. Habían pasado ocho años de aquella matanza de jóvenes el Jueves de Corpus. La primera pregunta es: ¿usted habría podido desayunar con Martínez Domínguez en su casa? Ir a oírlo, sí. Pero, ¿desayunar sin atragantarse con el acusado de preparar los Halcones?

Heberto le da voz y así AMD “relata cómo el presidente Echeverría lo usó, lo engañó, lo expuso al más duro juicio histórico al hacerlo responsable de la matanza del 10 de junio, para luego ponerlo en la calle…”. Escribí y produje los rayos de Heberto: “Ahora resulta que hasta el cándido y buenazo de don Alconso Martínez Domínguez cayó en la trampa de ese huracán del infierno que tuvimos por presidente…”. Sin que eso le impidiera llegar a gobernador de Nuevo León. A tres semanas de que asumiera la gubernatura, apareció el artículo de Heberto. Hum…

“Como se desprende de sus artículos”, sigo, “la imagen que Heberto tiene de sí mismo es, cuando menos, grandilocuente: Echeverría quiere hacerle saber… Moya Palencia (Gobernación) le telefonea, lo busca, envía por él… Martínez Domínguez lo elige como depositario histórico de una verdad tan terrible que podría costarle la vida (a AMD)… Algunos compañeros de Proceso, dice Heberto, piensan que si el peligro ya no es mortal para un gobernador-de-hecho, sí lo es para el ingeniero (Castillo)…”. Me parecía ridículo ese temor porque Echeverría estaba refundido en Nueva Zelanda y las islas Fidji, como supuesto embajador.

Así que, en 1987, era una inmensa fortuna que nuestro candidato, el ingeniero Castillo, no tuviera ninguna posibilidad de ganar la Presidencia. Pero sí la tenía Cuauhtémoc Cárdenas.

Cuando renunció al PRI Cuauhtémoc Cárdenas, publiqué sin consulta y con entusiasmo que Heberto debía declinar su candidatura a favor de Cuauhtémoc. Fui increpado por camaradas. Pero el PMS lo hizo su candidato una vez que Heberto cedió. Vino la elección del 88 y perdió Cárdenas, o eso dijo Manuel Bartlett porque las elecciones las organizaba la Secretaría de Gobernación, con él al frente. Al poco tiempo, tras el encarcelamiento del jeque petrolero apodado La Quina, vi con asombro a Cárdenas marchando por las calles para exigir la liberación del criminal.


Análisis fragmentario de
una histeria (caso La Jornada)

Si desde el número cero de La Jornada mi artículo fue mal recibido, la situación no hizo sino empeorar con los años. Una crisis mayor vino con “La urgencia de martirio”, mi nota del 23 de abril de 1990. “El asesinato de dos vigilantes de este diario a manos de un supuesto Partido de los Pobres (Procup) que los redime matándolos, ha sido analizado abundantemente en estas páginas y deplorado en la sección de cartas. Pero la nota permanente, la consideración de que se trata de un nuevo atentado contra la libertad de expresión, cauce interpretativo elegido por la dirección de La Jornada y aceptado sin réplica por buena parte de los comentaristas de dentro y de los solidarios de fuera, es errónea: no hubo atentado alguno contra la libertad de expresión, sino un crimen sin relación con la línea ideológica de este diario. ¿Por qué entonces nos hemos ido por el lado de los mítines frente (al monumento) a Francisco Zarco? Porque:

”a) Ser perseguidos políticos eleva nuestra autoestima; ser víctimas de un crimen, no (…sigue psicología para pasar la nota como ciencia: disonancia, Gestalt…).

”Los criminales se alejaban cuando nuestros vigilantes les dieron alcance en la calle con la torpe encomienda de regresarles el paquete de propaganda recién entregado […]

”Hay sentimiento de culpa de todos los que aquí trabajamos. ¿No era menor de edad uno de nuestros vigilantes asesinados? […]

”Dentro de todo, hemos estado mejor en La Jornada que Cuauhtémoc Cárdenas y su desafortunadísima y por suerte pronto olvidada declaración sobre los problemas sociales no resueltos que agobian a quienes mataron a Enrique García y a Jesús Samperio”.

Ardió La Jornada: “Aunque carezcamos de elementos, hoy mismo, para asegurar que sea un acto destinado a acallar la voz de este periódico…”. “Ante la irracionalidad del fanatismo es preferible el escándalo a la indolencia…”. “La acción del Procup deja una secuela de violencia hacia los medios de difusión…” (secuela no hubo ninguna). “Espeso clima político. Clausura de opciones. Ha sido inevitable recordar el golpe a Excélsior…”.

En suma, por primera vez apareció la expresión sombra ominosa que se cernía sobre la voz de la democracia. Dije que habrían matado también a vigilantes de Novedades si los hubieran visto acercarse a ellos.

Entre el alud de cartas, dos eran de colegas y amigos: Guadalupe Loaeza y Humberto Mussachio me llamaban “tipejo” y más. Mi intención, aseguraba éste, era convertir en victimarios o corresponsables de un crimen a los periodistas amenazados. Tuvieron razón porque hoy nadan en celebridad y ella, enamorada del Peje, en una buena fortuna con sus libros y artículos.

Intervinieron los trabajadores: Yo mentía en cinco aspectos, uno de ellos al afirmar que “hay sentimientos de culpa en todos los que aquí trabajamos”. Les di razón: los tengo yo porque soy copropietario del negocio, La Jornada, donde tuve trabajando a un menor en tareas que no iban con su edad. Los asistentes al mitin por la libertad de expresión no la deseaban para mí.

Luego vino lo peor: mi artículo tenía cola. Dice Pedro Miguel: “Me niego a considerar la posibilidad de que Luis esté actuando de mala fe o por consigna”. No lo creo, pero plantó la duda. Y Javier Flores pide que aclare “una supuesta relación entre La Jornada y el PRD”, hecha por otra persona en otro diario… No entendí y sigo sin entender. Lo único claro es el método: me niego a creer que el periodista X cobre en Gobernación…

La manifestación para recordar el 2 de octubre de 1992 dio lugar a un reportaje tramposo y a mi respuesta:

“Querido Carlos [Payán]: Entre gitanos no se leen la mano y todos los periodistas sabemos que eso de ‘yo no hago más que describir lo que vi’ nos sirve para engañar ingenuos. Yo no lo soy y conozco el método empleado. Ni tu reportera Georgina Saldierna ni nadie describe lo que vio, pues el color de cada pantalón, los dibujos de cada vestido, las alas de cada mosca llenarían […] Todos seleccionamos y Georgina también cuando describe la manifestación del 2 de octubre último, sólo que ella lo hace teniendo en mente al público de ideología elemental que hemos colaborado a deformar. Conozco las trampas, por lo mismo sé que mencionar los nombres de tres dirigentes del 68 como los grandes ausentes es colocarlos bajo las toneladas de mierda que la izquierda, no la derecha, ha lanzado durante los pasados 25 años contra ese movimiento hasta convertirlo en lo que hoy es para muchos jóvenes: el ejemplo de la transa vil. Ya encarrerada, hace una mezcolanza donde lo mismo cabe un delator que hombres rectos como Raúl Álvarez, Valle o Guevara, cuya obra creando sindicatos, partidos y publicaciones, ha transformado a México sin que ella se entere, aunque no vayan a manifestaciones donde Georgina pasa lista”.


Retrato de Pepe Woldenberg

La ciencia en la calle, 22 de marzo de 1993. “Hace casi 20 años, algunos profesores de la UNAM decidimos crear un sindicato que nos representara. En las noches de largos debates cargados de lugares comunes, apareció un jovencito, parecía casi adolescente aunque no lo era, lleno de espinillas y silencioso. Escuchaba con atención a los mayores, a los famosos, a los de la cárcel y el exilio. Una noche tomó la palabra, con timidez pero sin temor. En aquella voz pausada, que cuidaba las distancias todavía, que no buscaba enfrentamientos, brilló una visión del mundo nueva, sin la plaga del catecismo y la ideología […] Exponía aquel muchacho ideas que no surgían de supuestos comunes, de verdades compartidas. Era un aire respirable, joven. La frase: ‘Tiene la palabra José Woldenberg’ llamaba a poner atención, a dejarse llevar por la duda. Ninguna afirmación era evidente […] Un ejercicio constante de lucidez y de reflexión. A sus 30 primeros camaradas de aquellas pesadas sesiones nos deslumbró; a los siguientes 300 en un sindicato ya dividido por corrientes les causó irritación.

”Hoy su señalamiento del uso merolico y abusivo que hacemos al atribuirnos la representación de ‘los ciudadanos’, ‘el pueblo’ y otras generalizaciones, produjo el más desafortunado traspiés de Elena Poniatowska en terrenos que no conoce […] Por mi parte seguiré leyendo despacio a Woldenberg (cada 15 días en La Jornada), rápido a Poniatowska (primera vez que no la llamé Elena). Lo de ella me lo sé, lo de él, no”.

¿Qué había ocurrido? Para comenzar la campaña que devolvería a los habitantes del DF el derecho a elegir sus autoridades (que eran nombradas por el presidente), se dio la banderola de salida a Elena. Su discurso lo dedicó, en forma de letanía, no contra el PRI, que décadas atrás había arrebatado el voto a los capitalinos, sino contra un joven desconocido, José Woldenberg, de quien muchos no habían oído hablar: “¡Y le vamos a demostrar a José Woldenberg que los ciudadanos sí pensamos! ¡Y le vamos a demostrar a José…!”. Luego publicó su texto en La Jornada. Una verdadera infamia.

Yo había ido pasando del amistoso: Ah, qué Elena…, cuando la leía, al ¡Pinche Elena, cómo trivializa y abarata cuanto toca! Ese discurso me enfureció. Y más todavía cuando, a raíz de mi inamistosa respuesta, me llamó. Dijo que no había leído la nota de Pepe, que Pablo Gómez se la había citado de memoria cuando ella, aterrada por el gran papel que se le había encomendado, no sabía qué decir. “¿Crees que debo llamarlo y disculparme?”. Respondí que las ofensas públicas exigen disculpas públicas. Pero que podía comenzar por llamarlo. Jamás lo hizo, tampoco publicó que había metido la pata. Pule bien el brillo de su aureola.

Cuatro años después, estos hechos serían definitivos para exigirle a Elena, desde un largo artículo en nexos, que revisara más de 50 errores en su reportaje La noche de Tlatelolco. Ella no había participado ni siquiera en la Coalición de Intelectuales y Artistas (con José Agustín, Revueltas, Cuevas y tantos), no había visto una manifestación ni desde la acera. Pero su reportaje era magnífico… si corregía lo que un dirigente le estaba señalando como errores. Lo hizo bajo demanda legal. Su libro mejoró mucho.

En septiembre de 1993, y por los 25 años del 68, publiqué en nexos un ensayo largo: “1968: La fiesta y la tragedia”. Reviso “las tesis de Lecumberri”, señalo que no hemos explicado las causas de aquella tormenta: ¿Por qué “los tradicionales estudiantes de Ingeniería, Química y otras escuelas, incluida Filosofía, que no habían oído jamás los nombres de los presos políticos de entonces (ni les habrían importado), se lanzaron a huelgas y manifestaciones callejeras donde se jugaban la libertad y hasta, lo supimos después, la vida?”.

Es un texto muy largo. Sólo diré que molestó mucho a Carlos Monsiváis. Peor lo puso el de La Jornada del 4 de octubre: “68: La merienda con las tías”. Comenzó a lanzar ataques sin dar mi nombre ni citas textuales. En noviembre mi entrega semanal fue “La construcción social del nosotros”, inicio de una serie. “Mientras Tomás Borge era comandante sandinista en el poder era igual de cursi, pretencioso, confuso, meloso, ditirámbico y pedante. Pero nadie lo decía o al menos no en público…”.

Lo censuró la subdirectora, Carmen Lira. Mi carta: “…al parecer te disgustó mi referencia a la triste repetición con que la izquierda no descubre a Stalin sino después de muerto o la cursilería de Tomás Borge hasta que ensalza al presidente Salinas”. Carlos Monsiváis había desatado la merecida paliza contra Borge. “Es típico del cronista pisar siempre sobre seguro y regar el pasto llovido…”. Y le presento mi renuncia. Es 1993 y el director, Carlos Payán, está fuera de México. La subdirectora me pide esperar el regreso del director. Volví sobre el tema en nexos y etcétera: “…la presión del tótem de la ‘izquierda’ (sea eso lo que sea) alcanzó dentro de La Jornada tal nivel que la subdirectora, Carmen Lira, creyó atisbar con suspicacia una críptica referencia al ocurrente y aplaudido cronista en el texto y decidió censurarlo…”.

Carta. 5 de noviembre. “Carmen: Es canallesco de tu parte publicarle hoy al poco brillante Pino ataques en mi contra con idénticas palabras a las de su maestro, el insidioso Monsiváis. El Pino, más hombre, al menos hace su crítica con nombre y apellidos […] Buscaré responder en otros medios ya que me cierras éste”.

(Referencia a que Lira no me publicaba ni cartas en respuesta a cartas en mi contra.)

Volvió de viaje el director y tuvo carta. “Querido Carlos: … En semanas pasadas se me aplicó en casa la censura que combatimos en otros: la subdirectora Carmen Lira decidió, sin proponer alternativas, sin siquiera informarme directamente ni menos darme explicación alguna, aplicar censura total sobre dos textos completos de La ciencia en la calle previamente leídos, aprobados y preparados para su impresión por el jefe de sección…”.

En la queja señalo que, mientras me tenía con mordaza, no dejó de publicar ataques en mi contra, que no me permitía responder, “…Anne Huffschmid extrae lo que desea de mi artículo sobre la última moda estadunidense, la ‘memoria recobrada’, sin responder a mi principal argumento: que ninguna terapia puede hacer recordar la violación por el padre a las tres semanas de edad porque la memoria misma tardará todavía años en ser duradera, por lo tanto dicho ‘recuerdo’ o es inducido por la terapeuta o es expresión de un deseo […] Pero dejemos lo anecdótico. ¿Cuál es la relación entre los fundadores y propietarios del diario con los funcionarios que, temporalmente, colocamos para fabricar un producto diseñado entre todos?...”.
El final lo he relatado decenas de veces. Ocurrió en noviembre de 1997.

1994: Marcos

El 1 de enero no se publican diarios. Pero el 2, horas después del levantamiento guerrillero del EZLN en Chiapas, La Jornada sostuvo en su editorial que se trataba de “aventureros y profesionales de la muerte” con propósitos irracionales que “ya no saben dónde empieza el mito milenarista, dónde el delirio y dónde la provocación política calculada y deliberada”. Al día siguiente, La Jornada hace notar a sus lectores “La contención mostrada por el Ejército al abstenerse de tomar por asalto la plaza…”. El día 5 el titular es: “Repele el Ejército Mexicano ataques de guerrilleros”. Y una nota: “Líder tzotzil: Investiguen… y en Carranza no van a encontrar a nadie que apoye al EZLN”. Pero, en unos días, La Jornada ya había recapacitado. Otros no lo hicimos nunca: Marcos era un farsante, patán e imbécil. Oh, Dios: ¡GdeA contra los indios! No, aclaré, sino contra la ruptura de un acuerdo nacional: No a las armas. Hoy Marcos es una celebridad literaria desde la selva.

“En respuesta a la pregunta sobre los indios de Chiapas enviados por los mandos guerrilleros a combatir con palos en forma de rifle los tanques y helicópteros del Ejército Mexicano, dijo ese héroe de la izquierda universitaria, el subcomandante Marcos: ‘Cuando el combatiente no tiene aún un arma, debe aprender a moverse como si la tuviera, es parte de la formación de un combatiente’. El silencio en torno a esta escalofriante confesión ha sido abyecto…”.

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Carta a Hermann Bellinghausen. “Hermann: Tus crónicas son tan buenas que me basta con leerlas separando los datos de tus muy personales explicaciones. También creo que hay en Chiapas lo que has visto: ‘miedo, odio, linchamiento, racismo invertido’ de los indios contra los blancos, sobre todo contra uno tan rubio como tú.

Diferimos en la explicación del odio. Para ti sólo puede ser producto de la ‘manipulación’ y los ‘instigadores’ que ‘azuzan’ al ‘motín’ […] Yo saco otra conclusión de los muy buenos relatos de ustedes, y es que muchos indios odian la guerrilla al grado de casi linchar a sus defensores. Veo la posibilidad de otra guerra civil, ésta entre población defensora del EZLN y población enemiga. Creo que comienzas a vislumbrarla. Tú dices: los manipulan. Yo digo: no, te odian de verdad, y no sólo por rubio y desconocido, sino porque te asocian a un medio, La Jornada, al que sienten aliado de sus enemigos […] Estás descubriendo a los indios de verdad, no los inditos del INI. Hacen bonitos bordados, pero también y sin manipulación odian, linchan, matan, se van a la guerrilla unos, están hasta la desesperación contra ella otros. Hay de todo. O sea: fíjate que son humanos…”. (No se publicó.)

La otra guerra civil. “Antes del ya histórico primero de enero de 1994 y la toma de ciudades por el EZLN, los indios católicos arrojaron fuera de sus comunidades, con frecuencia a palos, a más de 20 mil indios protestantes. Como se ve, no se nace conociendo el respeto a los derechos de los demás…”.


Cuauhtémoc Cárdenas
Se juntaron los diversos malestares en La Jornada y fui echado en 1997 cuando Payán dejó de ser director. No se publicaron las cartas de lectores extrañados por la desaparición de la sección de ciencia completa. Tuve invitaciones de otros medios, pero acepté la de Pablo Hiriart a La Crónica porque, si bien no lo conocía, me llegó por medio de Francisco Báez, miembro de aquel Consejo Sindical y asiduo a tanta fiesta sabatina. Somos una pandilla, y Paco era de la pandilla.

Cuando finalmente ganamos el derecho a elegir gobierno en el DF (yo vivía allá), luego del traspiés de Elena Poniatowska con Pepe Woldenberg, la nueva jefatura de gobierno la ganó Cuauhtémoc Cárdenas, quien derrotó a Carlos Castillo Peraza, del PAN y uno de los artífices de las reformas que Salinas había logrado cuando el presidente decía hágase y se hacía. Reformas sin las cuales México no habría sobrevivido a las siguientes crisis. Nada más piense en que no tuviéramos la balanza comercial favorable que nos da el TLC. Me unió una gran simpatía con Castillo y comenzamos una amistad que cortó mi regreso a Guadalajara y su muerte prematura.

Aparecieron nubarrones con Cárdenas. Me llamó Castillo: ¡Tengo las pruebas de que Cuauhtémoc le regaló a su madre un terreno con playa en Michoacán mientras era todavía gobernador! Le respondí: Pues ya te lo acabaste. No contábamos, ni él ni yo, con los mexicanos. Cárdenas publicó un largo manifiesto explicando el caso. No lo entendí entonces y sigo sin entenderlo ahora. Desde La Crónica dije esto mismo. Ganó Cárdenas porque el asunto no le hizo mella alguna: los mexicanos están convencidos de que gobernador que no ofrece grandes regalos a su madre es porque no tiene madre, y quien lo ataca por esos regalos, menos la tiene. La candidatura de Castillo se derrumbó en semanas luego de estar en la punta.

Un reportero de La Crónica descubrió que un jefe de policía del nuevo gobierno de Cárdenas en el DF había sido miembro del Batallón Olimpia: aquel grupo de militares en ropa civil y con un guante blanco para identificarse entre sí, que habían comenzado los disparos el 2 de octubre en Tlatelolco. Lo señalamos muchos. Cárdenas lo destituyó. Después reapareció en la policía aquella criminal “Hermandad” cuya corrupción y exigencia de pago por cuota a cada policía había sido demasiado hasta para el PRI. Los destituyó. En fin, Cuauhtémoc se equivocaba, al fin producto del PRI, pero ponía inmediato remedio. Lo cual no es posible decir de quienes lo sucedieron.

Pero no hizo igual en el caso Paco Stanley, animador de TV Azteca asesinado en una taquería. El procurador Samuel del Villar se empecinó en acusar a una joven edecán, Paola Durante, de complicidad con los criminales. Única prueba: el dicho de un preso cargado de sentencias que por una reducción de su condena aseguraba haber visto y oído a Paola Durante planear el homicidio con otros. Ella presentó decenas de testimonios en contra, para empezar los de edecanes y sus jefes que la habían visto trabajar en el Auditorio Nacional a la hora en que el criminal juraba haberla visto en la cárcel complotando. Los registros de visitantes que lleva todo presidio tampoco la tenían anotada.

Paola salió gracias al empeño del ombudsman capitalino, Luis de la Barreda, quien no cejó en acumular pruebas de inocencia hasta que la vio libre. Un gran defensor de Derechos Humanos, Luis. El PRD no lo perdona. Pero, en fin, fue un encontronazo más con el PRD, ahora desde otro diario. Y, sobre todo, Cárdenas fue una gran desilusión. Perdió la elección presidencial del 2000 en buen medida por su desempeño (por error escribí “despeño” y creo que es más exacta la expresión), su despeño como primer jefe de gobierno elegido en el DF después de 70 años.

El PRD me cargó una porción a mi ya abultada cuenta.

Tras la crisis del 95, mi Taberna Griega quebró. Dijeron fans del Sub: “No iremos a comer allí mientras Luis mantenga esas posiciones contra el EZ”. Así me ocurrió que no pude pagar la renta de mi depa. Enrollé mis bellos tapetes persas y afganos, y salí a ofrecerlos entre mis amigas de buena posición. No me compraron ni uno.

Cuando López Obrador dio a construir obras por miles de millones, los segundos pisos, sin concurso, y las entregó a la esposa de Carlos Ímaz (aquel del CEU), que es bióloga o astrónoma, dije que la dama no distinguía entre cemento y yeso. De nuevo, fui aplastado por la Historia: lograron hacer secreto por 12 años el precio de los megaarcos triunfales para la marcha de AMLO a la Presidencia. Hoy gastan a manos llenas en sostener varios cientos de casas de pre-pre-campaña por todo el país, en llenar el Zócalo con gente traída de los cuatro puntos cardinales en autobuses, gente que deben alimentar y regresar a sus lugares de origen. Todos sabemos quén pompó, como decía AMLO cuando se hacía el simpatías.

El PRI, con todos sus detestables defectos, tenía una ventaja: no negaba su corrupción. La inspección de un negocio detectaba sin falta algunos incumplimientos. Se arreglaba con 500 pesos. Con el PRD, el propietario se enfrenta al Hombre Nuevo, al Proyecto Histórico… y también se vende, pero cuesta 50 mil pesos. Mi bar El Taller, en la Delegación Cuauhtémoc del DF, tuvo muchas inspecciones en la era del PRI. Ninguna encontró motivos para clausura.

Pero nomás llegaron los Faros Rojos y vino una clausura por no tener estufa de gas. “En un sótano”, alegué, “me deberían clausurar por sí tenerla”. La estufa eléctrica no fue válida. No puse estufa de gas. La segunda fue porque no teníamos la lista de precios en Braille… Sí, para que el marica ciego no deba preguntar a su mesero el precio del vodka-tonic. La clausura duró un año y un mes.


Atenco

¿Un preso político, yo, que está contra la salida de presos políticos?, se interrogan quienes creen que secuestrar, atar y bañar en gasolina a policías y funcionarios en Atenco es una objeción de conciencia. El fondo de lo que fue el lago de Texcoco, de agua salada, sirve para dos cosas: volver a llenarlo y ver que las aves acuáticas regresan, como se ha hecho en una parte, o cubrirlo de concreto para hacer un gran aeropuerto moderno y entregar locales para comercio a quienes vendan sus tierras. Y faltaba lo peor: he dejado escrito que nuestra leyes consagran el derecho de manifestación, pero ninguna el de bloqueo.

Oaxaca
Otro crimen. La libertad propia acaba donde impido la libertad del otro, pero eso no aplica para los “movimientos sociales” que cercaron su hermosa ciudad, incendiaron edificios históricos, asesinaron maestros que daban clases y jóvenes que movieron una piedra para meter su auto a la cochera. Fue danza y frenesí salvaje entre humo, llamas, pillaje y terror, la ruina de la ciudad. Un estado que recibe el 97 por ciento de su presupuesto de la Federación perdió sus pocos ingresos propios a cuenta de artesanía pobre y de turismo. Los criminales hoy tienen fuero porque son diputados no elegidos, de los pluris que los partidos nombran a dedazo: lo que tanto criticamos al PRI. Un panorama deprimente.


Retrato de Rosario Ibarra
de Piedra

nexos, junio de 1993. “Hace ya más de diez años, una mujer lanzaba insultos contra el ‘teatro burgués’ desde el foro abierto de la Casa del Lago: proponía en cambio el modelo de los que cada domingo, y desde el mismo foro abierto ocupado a la fuerza, gritaban sus baratijas ideológicas, hacían pasar por teatro sus esketches ante un público entre distraído en cambiar pañales a los niños y medio risueño por las ocurrencias de los muchachos.

”En esa ocasión el ‘teatro burgués’ que se representaba en el interior de la Casa del Lago, gratuitamente, era una obra escrita por el propio director y sus dos únicos actores, la escenografía eran tubos formando un gran cubo, el vestuario era de calle. El director vivía en una casa modesta, la actriz en un cuarto con un tapanco y el actor, Ernesto Bañuelos, vivía conmigo, por lo cual me constaba que llevaba puesto uno de sus dos únicos pantalones y traía un peso para el camión en el bolsillo. La Parca, vestida de negro, con los pelos sueltos y agitados como una loca, con la fotografía de un hijo desaparecido prendida al pecho como el gran medallón de sor Juana, señalaba con dedo huesudo el ‘lugar infame al que no puede entrar el pueblo’: una dependencia de la UNAM de acceso gratuito o muy barato (en el bosque de Chapultepec); salpicaba su discurso con palabras que había aprendido el día anterior: burguesía, proletariado y pueblo, pueblo, pueblo, que le llenaba la boca bien cuidada por su dentista; esto hacía la señora, cuya servidumbre en su nada modesta casa de Monterrey vivía mejor que los actores y el director de teatro fulminados por ella a golpes de unos Marx y Lenin jamás leídos. Por supuesto se trataba de Rosario Ibarra de Piedra.

”Los actores entraron silenciosos a la Casa del Lago, humillados por la fama de la predicadora, quizá hasta temerosos de ser reconocidos y señalados por ella con su índice huesudo y su larga y bien cuidada uña. No había peligro de que lanzara a la gente contra los actores porque, no habiendo visto jamás la obra burguesa que presentaban, era imposible que los reconociera. Con cualquier pretexto abracé a Ernesto mientras se cambiaba en el sótano que servía de camerino, y quizá le habré dicho que su pantalón ya estaba muy sucio y acaba de caérsele un peso al suelo. Quizá le extrañaron, por tan escasos motivos, la voz cortada y las lágrimas que vio en los ojos de su amigo”.

Bien, pues Ibarra de Piedra llegó a senadora por el PRD, igual que la Tigresa, quien hizo su fortuna como amante del presidente Díaz Ordaz. Cuando López Obrador ordenó a Ibarra irse al PT, partido creado por el presidente Salinas en su afán por destruir al PRD, se fue y hoy es senadora por ese membrete. Es parte de la bazofia que tanta gente nos presenta como “izquierda”: Ricardo Monreal, José Guadarrama, Manuel Camacho, Marcelo Ebrard, López Obrador, todos formados y deformados en el PRI, son hoy la izquierda. Quien les señala crímenes, como el de no salvar a los policías quemados vivos en Tláhuac, o menciona el echeverrismo del “Nuevo” Proyecto de Nación es porque se pasó a la derecha. Lo asumo: dondequiera que ellos estén, yo estoy a 180 grados.

Luis González de Alba. Escritor. Su libro más reciente es Olga. Es colaborador de Milenio Diario. www.luisgonzalezdealba.com

Chávez: “Los Tres Poderes soy yo”


Pedro Salazar Ugarte

Notas de un constitucionalista perdido en Caracas

En los primeros días del mes de diciembre de 2009 viajé a Caracas, Venezuela, invitado por el Tribunal Supremo de Justicia de ese país para participar en el Congreso conmemorativo del X Aniversario de la Constitución de la República Bolivariana. La experiencia, por muchas razones, resultó memorable. A continuación reproduzco mis notas de ese viaje. Aunque transcribo lo que anoté día a día durante mi estancia caraqueña y, por lo mismo, no se trata de un texto reconstruido en retrospectiva, sí es la crónica de una experiencia vivida y narrada con la carga de inevitable subjetividad que traen adheridos los recuerdos. Por lo mismo, lo que aquí cuento, probablemente, no es idéntico a lo que recuerdan mis colegas constitucionalistas (españoles, argentinos, ecuatorianos, bolivianos, cubanos y brasileños) que también fueron convidados a tan peculiar evento. Así es esto de la memoria y sus bemoles.


Salida de México: Sábado 5 de diciembre de 2009

El aeropuerto de la ciudad de México, a las 23:50 horas, en domingo, es un páramo desierto. La situación es extraña o, por lo menos, mi sensación lo es. Abordaremos el último vuelo del día: el MX375 con destino a Caracas. El aeropuerto de una de las ciudades más grandes y pobladas del mundo, por el que pasan miles de pasajeros diariamente, está vacío. Las tiendas cerradas, los trabajadores de limpieza haciendo su tarea, los guardias de seguridad, cansados, bostezan. La terminal 1 del Benito Juárez parece una ciudad que se acaba de dormir y aún no quiere despertarse. Y el único lugar activo, en el que se encuentra un grupo de personas sentadas y ansiosas, es la puerta 21 en la que nos han convocado para abordar el vuelo. Estoy cansado pero curioso porque voy a un país y a una ciudad que no conozco. Además, tengo la impresión de que soy el único mexicano en la sala de espera. Así que éste es ya mi primer contacto con Venezuela.

El vuelo, de hecho, está lleno. ¿Qué vinieron a hacer tantos venezolanos a México? Imagino que están de vacaciones (predomina un perfil de clase media y alta). Yo, al menos hasta ahora, no habría contemplado la posibilidad de vacacionar en su país. Ya es domingo, 6 de diciembre, el vuelo saldrá a la 1:05 a.m. Nunca había despegado de madrugada. La situación me desagrada.


Llegada a Caracas: Domingo 6 de diciembre

El vuelo transcurre bien y llegamos a Caracas con media hora de adelanto. Me esperan en el aeropuerto dos personas de protocolo y me auxilian para salir en calidad de diplomático. Nada de trámites, nada de aduana, nada de controles. Agradezco la atención sin ningún reparo. Lo que me desconcierta es el huso horario: vaya usted a saber por qué razón es una hora y 30 minutos más tarde que en la ciudad de México (6:00 a.m. en el D.F.; 7:30 a.m. aquí). Así que debo ajustar mi reloj 90 minutos y no 60, 240 o 420 como debemos hacerlo cuando viajamos a la frontera con Estados Unidos, a Buenos Aires o a Europa.

Chávez

A la salida me espera una comitiva de jóvenes de protocolo, elegantes y amables, con una batería de automóviles haciendo guardia cada uno con su respectivo conductor. Me asignan un auto que me llevará directamente al hotel. El chofer es un personaje de película: fuerte, moreno, grande, simpático. Además, como descubro de inmediato, es un convencido seguidor de Chávez. Con un lenguaje popular y florido me explica los peligros que enfrenta el régimen bolivariano: nuestro presidente tiene muchos enemigos de dentro y de fuera. Los de dentro son todos golpistas: “Fulano de tal, gobernador de la región tal… ¡golpista!; el otro, gobernador de este otro lugar… ¡golpista!; el diputado ‘X’, también él, ¡golpista!”. Y, como una reminiscencia de un discurso congelado en el tiempo, al voltear hacia el mundo, está convencido de que los americanos tienen la culpa de todo lo malo que pasa en el continente. La mejor prueba —y en ello lleva razón— son las bases militares norteamericanas en Colombia: “Los americanos quieren que peleemos con nuestros vecinos para meterse hasta acá; pero este presidente, Chávez, es muy inteligente. Si se meten con nosotros, se las verán con nuestros amigos: Rusia, Irán, Bolivia, Ecuador, Brasil y tantos más. ‘Nomás con Cuba ya tienen’ porque los cubanos están esperando el momento de vengarse de los americanos”. Pasamos unas villas miseria en la montaña de camino a la ciudad y él me dice que eso no debería estar ahí “porque da una mala imagen a los visitantes”, pero me cuenta con orgullo que “hay mucho médico cubano trabajando con esa gente”. No me queda duda, desde mi aterrizaje, que el discurso bolivariano tiene anclaje (aunque no olvido que se trata de un conductor al servicio del Estado).

Conforme pasan los minutos confirmo que el señor es un seguidor auténtico del gobierno. Y eso hace la charla más interesante. Me cuenta partes de su vida y destaca el crédito que obtuvo —“gracias al presidente”— para comprase un departamento. Antes, “uno como yo —me dice— no hubiera obtenido un crédito, nunca”. En todo momento subraya que, en el pasado reciente, su país era elitista y excluyente y ahora predomina lo popular. Obviamente, no es un hombre educado: por ejemplo, me pregunta si el avión que me trajo desde México puede volar todas esas horas sin tener que cargar gasolina. Pero ostenta un grado de politización sorprendente y, junto con el mismo, un notable nivel de ideologización.

Poco antes de llegar al hotel nos cruzamos con un maratón en el que los corredores vestían, todos y todas, de rojo. “Ese es el color del partido del presidente”, me dijo. “Los ‘escuálidos’, en cambio, se visten de amarillo”. Se despide recomendándome encarecidamente aprovechar que es domingo para sintonizar, a partir de las 11:00 a.m., aproximadamente, Aló Presidente.

El hotel —Gran Meliá Caracas— es el más fastuoso de la ciudad y, como en todas partes, el lujo es idéntico: grande, majestuoso, elegante. Mi habitación es espaciosa y cómoda. Me esperan, como bienvenida, dos canastas de frutas y unas nochebuenas, regalo de la presidente del Tribunal Supremo. El lujo no me apantalla pero me sorprende. Simplemente, en Venezuela, invitado por el régimen supuestamente socialista (que se empeña en transmitir, dentro y fuera del país, una imagen popular), no esperaba un hotel en el que, por ejemplo, puedo elegir “almohadas a la carta”: de “semillas de trigo”, “ortopédica”, “plumas de ganso”, “almohada de bebé”, “plumas sintéticas”, “anatómica”, “alérgica poliéster & policron”. Unas semanas antes estuve hospedado, invitado para participar en otro seminario, en el Hotel Victoria de Turín, Italia. Mi habitación en aquel viaje y el resto de las instalaciones del clásico hotel turinés medían la tercera parte. ¿De dónde nos viene a los latinoamericanos esta vocación por lo ostentoso y esta manía por lo monumental? Cuando algunos amigos europeos visitan México, con frecuencia, si son invitados por las autoridades me hacen notar el exceso y el dispendio con el que son recibidos. Esta es la primera vez que vivo esa sensación en carne propia. Y, tienen razón mis amigos, surte el efecto contrario al que los anfitriones esperan.

A las pocas horas de llegar al hotel tengo la sensación de que nada es lo que parece. El lugar es igual a los grandes hoteles de todo el mundo —quizá lo único que delata algo de descuido es el estado de los baños, grandes y viejos—, sin embargo, el ambiente y el modo de comportarse del personal es singular. Pareciera que, detrás de la fachada del hotel de cinco estrellas, descansara un fresco latinoamericano. Para muestra un botón: no logro retirar dinero de un cajero automático (me pide dos números de un carnet de identidad que, obviamente, por ser extranjero, no tengo). La señorita de recepción —joven, muy guapa y simpática— me sugiere pedir orientación con el conserje —también joven y simpático— quien me explica que, tal vez yo no lo sepa, “existe un problema con el tipo de cambio en Venezuela”. Por aquello de la “falta de divisas”, puntualiza. Así que no me recomienda seguir intentando obtener dólares en los cajeros (además, apunta, ello supone correr riesgos innecesarios). Él propone otra cosa: una operación “segura y secreta”, con un tipo de cambio preferencial, ni más ni menos que del doble a mi favor (el cambio oficial es de 2.5 bolívares por dólar; él me cambia 100 dólares por 500 bolívares). Así, sin más, en el lobby de un hotel de gran lujo. Por eso no me sorprende la devaluación que anunció Chávez en enero de 2010 ni me sorprendería un quiebre de la economía venezolana.

Dado que no acepté la generosa oferta del conserje tuve que cambiar unos cuantos dólares en efectivo por unos cuantos bolívares pagando, además, el 1% de comisión en el hotel. Todavía recuerdo la cara del conserje y de la recepcionista ante mi decisión (supongo que, para ellos, absurda). Con ese dinero, después de nadar en la enorme piscina al aire abierto, decidí ir a conocer el centro de la ciudad. Justo antes de salir de mi habitación recibo las cartas de invitación para las cenas oficiales y un directorio telefónico en el que —entre otras cosas— se me indica el número de Protocolo, el de Seguridad y el de Servicio Médico que están a mi disposición, permanentemente, ahí mismo en el hotel. Todo junto, más el cansancio, profundizan mi extrañamiento.

Al abandonar el hotel lo primero que noté es que éste estaba custodiado, en su entrada, por dos destacamentos de tres militares armados. Quizá la explicación reside
en que el mismo se ubica en una zona caótica y popular. Los alrededores de este majestuoso edificio son muy parecidos al once en Buenos Aires o a la calle de Regina, antes de su rescate, en la ciudad de México. En pocos minutos me encuentro en el meollo de una caótica ciudad latinoamericana en la que todo puede pasar. Por ejemplo, la vendedora del puesto en el que me detengo a comprar dos botellas de agua, antes de atenderme, con discreción fallida, despacha algo que debe ser droga —por la manera en la que tiene lugar el intercambio entre el billete y el producto— a una joven veinteañera. Nada que no suceda en la ciudad de México (o en pleno centro de cualquier ciudad del mundo) pero que aquí observo con la sorpresa de un visitante que, técnicamente, acaba de llegar.

Viajo en metro, es domingo y aquello está a reventar. La muchedumbre es popular, colorida y las mujeres —ya me lo habían advertido—, en verdad, son atractivas. Mi primera impresión es que ésta es una sociedad relativamente igualitaria —con un status de clase media baja generalizado— que contrasta en su composición con la ostentosa desigualdad mexicana. Acá todo parece popular, parejo, uniforme. Obviamente, estoy en una zona popular, en pleno centro de la ciudad, pero no salta a la vista lo que en México o en Río de Janeiro es común, frecuente y está por todas partes: autos de marca y gente de esa clase alta latinoamericana, altiva y ostentosa.

El metro de Caracas podría estar en cualquier ciudad del mundo. Nada especial, nada que merezca un comentario. Pero el centro de la ciudad me parece un sitio desolador. Algún edificio interesante —el Capitolio— pero, el resto, incluida la plaza Bolívar, en verdad decepcionante. Cuernavaca es una metrópoli frente a esto. Al menos si comparamos el centro histórico de aquella ciudad con este lugar caótico, ruidoso y tremendamente sucio. Me acerco a dos vendedores de artículos varios para preguntar por un restaurante para comer y, sin satisfacer mi inquietud, me ofrecen dólares, droga, compañía. Constato que mi condición de extranjero es inocultable. Y eso me desagrada pero, al mismo tiempo, me consuela. O mejor dicho, me ayuda a soportar mejor mi propio sentimiento de extranjería. Y aunque eso me puede pasar también en los sitios turísticos de México —“España, olé” nos gritaban a mí y a mi esposa para llamar nuestra atención los vendedores ambulantes de Playa del Carmen hace algunos meses—, aquí mi extranjería es real, definitiva. No logro encontrar en mí —al menos no ahora— la fibra que hace latir los corazones de muchos amigos y familiares con fervor latinoamericano. Soy extranjero y me siento extranjero en medio de este caos que mezcla la vitalidad ruidosa con el más desolador deterioro. No me gusta la arquitectura irregular y sin estilo alguno que hermana a Caracas con Villahermosa, ni disfruto el escándalo sin censura de decenas de chiquillos que juegan entre las mesas a arrojarse pequeñas explosiones de pólvora (de esas que en México llamamos “brujitas”). Hay algo que me impide dejarme abrazar por un sol que, a pesar de ser diciembre, quema.

Ragazzi, non aborghesatevi”, nos decía Franco, un viejo comunista y amigo italiano, a mi esposa y a mí hace algunos años. Me doy cuenta que su advertencia, al menos en mi caso, fue desatendida. O quizá era simplemente imposible de cumplir: cada uno es fruto de su medio y de su tiempo. Tal vez por ello, observo esta ciudad con una mirada de extranjería que no tiene su origen en las coordenadas de la geografía sino en los recintos de la cultura, las concepciones políticas, los gustos y las formas de vida. En medio de una plaza enorme que descansa detrás del espantoso edificio del Congreso Nacional —decorado con un enorme cintillo que, por un lado, tiene los retratos de los libertadores de América (Bolívar a la cabeza) y por el otro dos enormes fotos de un Chávez tomando juramento y saludando a la masa y que, irónicamente, recoge la consigna “la sede del poder del pueblo”—, ante la suciedad, el abandono y la indigencia que merodea y escarba en los basureros en busca de comida, me descubro completamente ajeno, fatalmente distante de esta realidad en la que no veo ninguna “revolución progresista”. No encuentro un socialismo con rostro moderno en el que la igualdad social vaya de la mano del progreso ni una democracia en la que el concepto sea algo más que un recurso legitimador del caudillo en turno.

Me pregunto si es este caos que se inclina al precipicio lo que emociona a algunos intelectuales europeos que celebran la revolución bolivariana, denuncian con aburrimiento el impasse y la mediocridad intelectual en el que —según dicen— está atrapada la sociedad europea y declaman su encanto por Latinoamérica (pero suelen tener un boleto de avión —de regreso a casa— en el bolsillo). Yo, definitivamente, no encuentro en lo que veo el germen de una sociedad moderna, libre e igualitaria. Y me niego a claudicar ante la idea de que ésta es la igualdad y libertad que nos toca a los latinoamericanos: una seudomodernidad folklórica, ad hoc para los países del tercer mundo. La idea provinciana de que debemos encontrar nuestra identidad y destino sin mirar hacia otra parte siempre me ha parecido mediocre. Una cosa es aceptar la realidad y sentirse parte de ella y otra, muy distinta, conformarse con un estado de cosas en el que la marginalidad es destino.

Chávez

Regreso al hotel. Son las 17:10 horas y prendo la TV. Ahí está, en vivo, Aló Presidente. Lo que escucho y veo es un adelanto de lo que —sin saberlo— me tocará presenciar al día siguiente. Reporto solamente un par de imágenes. Hugo Chávez interactúa con su público y provoca su entusiasmo: habla de un fiscal chavista asesinado “por la burguesía” y el público de pie, todos de rojo, en un mitin televisivo y televisado, comienzan a gritar: “¡Honor y gloria a todos los caídos!”. Minutos después, como quien habla de cualquier cosa, dice que teme por la vida su hermano, Nacho, porque los burgueses podrían asesinarlo para dañarlo a él. El público, de nuevo, entusiasmado, irrumpe al grito de: “¡Chávez amigo, el pueblo está contigo!”. Ante las porras, el presidente asegura que seguirá luchando contra los latifundistas “así me quede solo; moralmente solo”. Y, como si nada, advierte que, para evitar que eso suceda, es necesario “pulverizar” al enemigo. Este espectáculo ya ha sido narrado en muchas crónicas y artículos por lo que no me extenderé en su desarrollo pero, en verdad, no tiene desperdicio: es la personalización mediática del poder en su máxima expresión. Una forma de demagogia que, según me dicen, comparte con su enemigo Uribe. Michelangelo Bovero llama, con razón y filo, a esta nueva clase dirigente, los “caudillos posmodernos”.

El discurso de Chávez reivindica insistentemente lo popular y desprecia todo lo que huela a burgués: le encanta, por ejemplo, manifestar su desprecio por los que beben whisky. Pero yo estoy hospedado en un hotel de lujo pagado por el propio Estado venezolano. Alguien podría apuntar que la invitación proviene del Poder Judicial y no del Poder Ejecutivo pero, en la Venezuela de Chávez, como confirmaré después, esa distinción no tiene mayor sentido. Por lo mismo, la habitación me permite palpar el tamaño de la farsa. Y, entonces, reconfirmo la razón profunda de mi toma de distancia radical con el proyecto bolivariano y su presunta revolución hacia el socialismo del siglo XXI: detesto a los caudillos. La simulación, la retórica y el uso y abuso de las emociones con las que alimentan su poder, es la materialización de las formas políticas que más aversión me generan. Chávez hablando de Chávez y de su proyecto para el bien de Venezuela activa los resortes más sensibles de mis convicciones democráticas y me permite confirmar que, en efecto, en mi caso, soy un demócrata antes que otra cosa. Hijo legítimo de mi tiempo histórico creo en la necesidad de reemplazar periódicamente a los gobernantes y limitar sus poderes como una condición para el ejercicio de una verdadera libertad política. Además, la retórica schmittiana —colorados vs. escuálidos; bolivarianos vs. burgueses—, venga de quien venga, me resulta violenta, excluyente y peligrosa. La política es conflicto, por supuesto; pero la política democrática es superación del conflicto. Me pregunto cómo es que no ha estallado la violencia en este pobre país gobernado durante décadas por una elite clasista y explotadora y ahora por un general carismático que cuenta con un ejército —diría Bovero— de “siervos contentos”.


Antes de la cena oficial de bienvenida —que resultará discreta y sin mayores lujos— nos reunimos en el lobby del hotel los participantes del congreso. La composición es interesante: académicos de Ecuador, Bolivia, Venezuela, Argentina, España, Cuba. También hay funcionarios judiciales del más alto nivel. Por ejemplo, están presentes magistrados de los Tribunales Constitucionales de Chile, Ecuador y Bolivia; el presidente del Tribunal de Cuba y el secretario del Consejo de Estado de ese mismo país. Seguramente por ello el aparato de seguridad es impresionante: una decena de hombres de físico portentoso y actitud vigilante. Ese cuerpo de protección y vigilancia, a partir de entonces, estará presente en todos los recintos, lo cual no deja de ser desconcertante porque supone que existe un riesgo real de que se verifique algún tipo de atentado. De lo contrario no me explico por qué la presidente del Tribunal Supremo está permanentemente rodeada de un cuarteto de matones que le doblan la estatura y calibran con cara de pocos amigos a todos los que la rodean.

Durante la cena comparto mesa, entre otras personas, con un juez y un diputado, chavistas ambos. La defensa del gobierno es excesiva y raya en lo ridículo: la crisis no ha llegado a Venezuela, el petróleo es sólo una parte de su economía, la popularidad del presidente es muy alta (las encuestas mienten), la inseguridad es un problema real pero explotado por la oposición (una de sus causas principales —me explican— es la presencia de colombianos desplazados que antes se quedaban en la frontera pero ahora llegan hasta Caracas), etcétera. Ya en el extremo de la complacencia, una joven juez que no quiere quedarse fuera del concierto, remata: “Venezuela es el mejor país de mundo”. Ni el más mínimo asomo de crítica. De hecho, el afán por superarse unos a los otros en la celebración de los éxitos del chavismo llega a extremos patéticos. Reproduzco de memoria dos intervenciones emblemáticas. La primera es del diputado. Y comienza con el reconocimiento de un dato de hecho inocultable: el calentamiento global ha provocado una fuerte crisis de agua en el país. Por lo mismo, reconoce, hay problemas de abasto en amplias regiones. Sin embargo, Chávez, me explica con una sonrisa socarrona, ha sorteado la crisis de manera ejemplar pidiendo a los ricos que aprendan a bañarse con jícaras (ellos usan otra palabra pero no recuerdo cuál es) como siempre lo ha hecho el pueblo. “Fíjese usted”, me dice, hasta “la naturaleza está teniendo un papel igualador en Venezuela”.

La segunda perla proviene de la boca del juez (un joven simpático, bien enterado, enamorado de México y muy preocupado porque me lleve una buena impresión de su gobierno): “La historia de este país es increíble, ¿usted sabe que la historia del Quijote es, en realidad, venezolana? Un escudero —me explica— la llevó a Madrid y de ahí la tomó Cervantes”. Me recordó a algunos amigos catalanes que, en su nacionalismo, pierden la brújula de lo sensato.

Antes de irnos a dormir llegó la noticia de la victoria electoral aplastante de Evo Morales en Bolivia. El ánimo generalizado es de fiesta. “¡Y luego dicen que estos tíos no lo hacen muy bien!”, celebraba un colega español muy vinculado con lo que han llamado “nuevo constitucionalismo latinoamericano”.


Inicia el congreso: Lunes 7
de diciembre


Temprano nos reunimos en el lobby del hotel. Nos espera un convoy de seis camionetas, escoltadas por motoristas (que fueron abriendo el paso) y seguidos por una ambulancia. En las camionetas delanteras nos acompañaron unos escoltas de físicos, en verdad, amenazantes. Llegamos al tribunal después de rodear la ciudad hacia lo alto (lo que me permitió constatar que es más grande de lo que me había parecido el día anterior y que tiene muchos edificios altos e irregulares, algunos de ellos modernos). Caracas, en definitiva, no es una ciudad bonita ni ordenada pero ahora descubro que no carece de una cierta personalidad. A pesar de las favelas que rodean una parte de la montaña que a su vez circunda a la ciudad (y que es escenario común en toda Latinoamérica), si debo encontrar un adjetivo, diría que a Caracas la caracteriza más el desaliño que la miseria. Sin embargo, por lo que puedo apreciar, por desgracia, ya no tendré oportunidad de recorrerla. Un colega brasileño me comentó que intentó salir a correr por la mañana y no logró evitar que lo siguiera un guardia de seguridad; algún otro comentó que le sucedió lo mismo la noche anterior. Se ve que el tema de la inseguridad —y la posibilidad que le pase algo a algún miembro del congreso— los tiene, en verdad, preocupados. O quizá sus preocupaciones y las causas de su marcaje individualizado sean otras.

El Palacio de Justicia es grande e imponente. Lo corona un vitral que es orgullo de sus miembros y que no deja de ser interesante (“es el más grande del mundo” me repiten un par de veces). La hospitalidad y la atención por parte del personal y del comité organizador siguen siendo impecables. En el auditorio dos grandes mantas anuncian el propósito del Tribunal Supremo de Justicia: “Construyendo un Estado Democrático y Social de Derecho y de Justicia”. Poco a poco el auditorio se llena y se va integrando el presidium con algunos invitados especiales, los miembros del gobierno y los titulares de los órganos del Estado bolivariano. Detrás de ellos se sentarán los 31 jueces constitucionales. Junto al presidente Chávez estará nuestra anfitriona, la presidente del tribunal, Dra. Luisa Estella Morales. A mí, quién sabe por cuáles suertes del destino, me tocará sentarme en la primera fila, prácticamente enfrente del presidente. Detrás de mí estarán los embajadores de Cuba, Italia, Bolivia y Ecuador y, como después constataré, el diputado que conocí la noche anterior.

Chávez llegó 40 minutos tarde y su intervención estaba programada (según consta en el programa) para durar unos 20 minutos. Nos sorprendió llegando por la entrada principal y, entre su arribo y el inicio del evento, se detuvo a platicar e intercambiar bromas con distintos grupos de los presentes. Desde ahí quedó claro que no tenía prisa. Su carisma y dominio del escenario son indiscutibles, abrumadores. Es la representación del poderoso que disfruta sus enormes potestades. Un par de invitados le dicen de pasada, ¡venimos de Cuba!, y él grita en respuesta ¡Viva Fidel!, a lo que le sigue un aplauso espontáneo y animado por parte del respetable. Ya en el estrado, antes del discurso de la presidente, escuchamos de pie el himno de Venezuela. El evento inicia con el discurso de la presidente. A partir de ese momento el evento adquiere un significado y un interés distinto para quien esto escribe. La Dra. Morales, cabeza del Poder Judicial del Estado venezolano, abre boca advirtiendo la necesidad de superar la “odiosa separación de poderes”. Lo dice así, textualmente. Después puntualiza: de lo que se trata es de dejar atrás la barrera clásica liberal de la separación entre los poderes que ha impedido que el Estado se erija como un solo ente. Esa concepción “liberal burguesa” debe abandonarse en el “nuevo paradigma constitucionalista” de Sudamérica. No doy crédito. Frente a ella están sentados sus pares, los jueces constitucionales, que escuchan (me pareció que algunos con cierta incomodidad y disimulada sorpresa) su llamado a lograr una dinámica “coordinada, interrelacionada, de cooperación” entre los poderes estatales. Su adversario, nos dice, es la concepción liberal —francesa y americana del checks and balances— porque no corresponde a la realidad actual y a las necesidades de nuestros países. Al menos no, remata, al presente de Venezuela.

Chávez3

Hugo Chávez Frías comenzó a hablar a las 11:50 aproximadamente. Se levantó hacia la palestra y no lo acompañó el aplauso de algunos de los jueces constitucionales (a los que él no ve; pero nosotros sí, desde las butacas de enfrente). Pero el público lo recibe con entusiasmo. Y aquí comenzó una historia aparte. El presidente nos recetará un discurso de casi tres horas, que será interrumpido 30 veces por aplausos —las conté una a una y participé en tres de ellas: una por distracción, otra por prudencia y la última porque finalmente el martirio se había acabado— y que contendrá decenas de —supuestas o reales— citas de Bolívar (muchas de ellas de memoria), bromas, anécdotas, canturreos y, sobre todo, desvaríos. Una breve reseña del contenido me resulta irresistible. Narraré partes de su discurso en desorden (lo que no altera en nada su sentido porque él mismo es completamente desordenado) para ofrecer una síntesis sustantiva y no una reseña periodística (que no sería capaz de hacer). Todo lo que transcribo entre comillas proviene de mis notas y, por lo mismo, puede tener algunos errores menores pero el sentido es preciso y en la mayoría de los casos textual.

Para explicar por qué llegó tarde al congreso cuenta que tuvo que atender una llamada del mandatario de Rusia y, después, se entretuvo jugando con unos niños en la entrada del auditorio que estaban en una guardería organizada por el propio Tribunal Supremo. Y ahí deja caer una frase que anuncia su concepción de la autonomía entre los poderes: guardería que yo celebro “[entre otras razones] porque la organizaron sin pedirme un solo peso [risas]”. Volteo a ver a los magistrados y magistradas y me da la impresión que muchos de ellos lo observan cansados, aburridos, con cierto hastío. Él, supongo que lo nota y remata con actitud burlona: “¡ay, qué severos son los magistrados y yo que llegué tarde por jugar con los niños y porque tenía que hablar con el primer ministro de Rusia… ¡Viva Rusia!”. Su auditorio aplaude y alguno deja escapar un par de “vivas”. La autonomía del tribunal, su independencia frente al Poder Ejecutivo, quedó así arrollada entre la anécdota y la ironía. Con lo que, de paso, hizo eco directo con el discurso de la presidente Morales.

En su discurso, Chávez, salta de un tema a otro sin aparente coherencia: desde la cumbre en Uruguay a la que está por asistir, hasta el triunfo de Evo Morales (“Bolivia: Pueblo que se alza como Lázaro y se reivindica”), pasando por aparentes confesiones retóricas de humildad (“No quiero parecer presuntuoso ante sabios […] A mí siempre me ha apasionado esto del derecho pero yo soy solamente un soldado”). Y de ahí construye una implícita conexión entre él y Bolívar (cita de memoria al libertador): “Yo soy sólo un soldado, nacido entre esclavos y no he visto más que hombres encadenados y compañeros con armas dispuestos a romper las cadenas”. No hace falta decir que el tono es histriónico —aunque no exagerado— y el gesto raya en lo profético.

A lo largo del discurso regresará, una y otra vez, sobre otra conexión —digamos ideal— con Bolívar que parece obsesionarlo: la derrota y traición por su pueblo. En algún momento defenderá la necesidad de educar al pueblo —“educación, moral y luces deben ser los polos de una República”— para evitar que, desde la ignorancia, “sea un instrumento ciego de su propia destrucción” (esta frase es repetida a sotto voce por el diputado con el que cené la noche anterior y que está sentado detrás de mí). Me siento en el ritual de una secta cuyo guía teme que le suceda lo mismo que al profeta: a Bolívar, insiste, lo acechó la “Crónica de una muerte anunciada, para citar al Gabo”. Y al igual que el libertador y supuestamente como él decía, Chávez se declara: “una débil paja arrastrada por el vendaval revolucionario” (esta clase de frases le encantan porque las repite dos o tres veces modulando tonos distintos). Pero, cuando expulsaron a Bolívar de Venezuela, se pregunta preocupado: “¿dónde estaba el pueblo que no salió a defenderlo?”.

Al hablar de Bolívar adquiere un tono místico-religioso: Bolívar, como él mismo, fue “crístico”; “vivió cual Cristo y murió crucificado”; a los venezolanos “nos guía su fata morgana”. Así, tal cual. Y, para rescatar a su otro pilar ideológico, remata: Fidel también es “crístico en lo social” (y lo repite un par de veces en voz más baja). El tono mesiánico y profético se expresa en esta y otras frases más adelante (él mismo ironiza sobre el hecho de que la oposición lo pinta como un predicador protestante “puertorriqueño”): “yo soy católico pero, sobre todo, soy cristiano”. Más adelante, en medio de una frase, advierte que construir una patria verdadera es “una tarea homérica y bolivariana”. Y mucho después, en la tercera parte del discurso, citando a un tal Mesaro, advierte: “¿Cómo conciliar la vida del individuo humano limitada en el tiempo con el carácter radicalmente ilimitado del tiempo histórico?”. Recupero una última anécdota —que él narra entre bromas, chistoretes y calculados titubeos de (falsa)memoria— para redondear el tono profético y mesiánico del discurso: dice que un día, en Cuba, se encontró a unos niños que lo saludaron (“Hola, Chávez”, dice que le dijeron) y le contaron que iban a la escuela; al poco rato, por el mismo camino, se encontró a un pastor evangélico que también lo reconoció y dijo con tono severo: “Chávez, te exhorto a que continúes y dile a Fidel que es un cristiano en lo social”. Después, como es debido, juntos, “terminamos orando”.

En su discurso los conceptos de “occidente”, “liberalismo”, “capitalismo”, “revolución francesa”, “revolución americana” —todos juntos— forman parte del mismo proyecto que debe abandonarse y superarse. En un momento exclama con voz convocante: “Jamás volveremos [a ese modelo], cueste lo que cueste y pasé lo que pasé”; “por nuestros niños, ¡no podemos volver atrás!”. El auditorio lo premia con un aplauso. Su discurso, a partir de este momento, incluirá reflexiones seudofilosóficas alrededor de un dilema supuestamente bolivariano: ¿en dónde será posible desentrañar la “misteriosa incógnita del hombre en libertad”? De vez en vez, entre anécdotas, desvaríos y chascarillos, regresará al punto para concluir que eso sólo es posible en la América Latina que su proyecto revolucionario encarna. En paralelo, su arenga va y viene sobre los males del capitalismo. Ese capitalismo que produce una televisión que “corrompe la mente” y que activa “lo que Fidel llama ‘los reflejos condicionados’ ” (la referencia a Pavlov no puede faltar y no falta). Acto seguido, cierra la pinza de su razonamiento: “¡O el imperio yanqui o el mundo; los dos no caben en este planeta!”.

Para aterrizar esa retórica advertencia en tierras venezolanas advierte que la oligarquía engaña a los venezolanos diciéndoles que Chávez (se refiere a sí mismo como Hugo Sánchez, en tercera persona) regala casas a los bolivianos (mientras los venezolanos viven en la pobreza). Ésa, nos dice para retomar su tesis, es una estrategia científicamente diseñada: “¡están haciendo activar los reflejos condicionados!”. Nos quieren vender un lenguaje y unas ideas sugerentes y peligrosas: “¡cuidado con la igualdad de oportunidades”; “¡necesitamos la igualdad de condiciones!”. Detrás de mí, el diputado, de nueva cuenta, repite en voz baja las frases de Chávez: ¿cuántas veces las habrá escuchado? Se me antoja voltearme y decirle que entendió muy bien; que precisamente ésos son los “reflejos condicionados”. Obviamente, me abstengo.

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No es difícil adivinar la otra veta de su argumento: la burguesía venezolana es el enemigo “movido por el imperio” y por eso “necesitamos educación”. “Hay muchos jóvenes venezolanos —explica— que no saben en dónde está Quito pero sí en dónde queda Miami”. Aprovecha la idea para jugar con nombres de localidades y bromear con la incapacidad de los ignorantes oligarcas imaginarios para pronunciarlos. Es, en verdad, simpático: el público ríe, yo mismo sonrío. Aprovecha el aplauso que levanta su chascarrillo para continuar el espectáculo: “apláudanme más porque voy a tomar café” (y le da un sorbo al café que le han puesto en atril). Por un segundo me siento en una trova o en una peña. Pero estoy en el auditorio del Tribunal Supremo de Justicia de la República de Venezuela. Y, por lo mismo, el espectáculo resulta tragicómico.

Pero Chávez recupera mi atención porque sube el tono de manera alarmante: “si la burguesía recupera el poder acabará con la constitución”. Y narra que Fidel le ha hecho una advertencia muy severa: “Chávez: es bueno que los venezolanos sepan que, con el odio que tienen acumulado, si la burguesía recupera el poder cometerá un genocidio de proporciones enormes”. A mí se me hiela la espalda cuando alguien del público —una voz de mujer— grita: “¡lo sabemos, presidente!”. Esta escena me vendrá a la mente al día siguiente cuando, como narraré a continuación, acudimos al Cuartel San Carlos y en la fachada divisé una gran manta que decía: “Todos de pie; presidente Chávez, ordene!”.

De la constitución, Chávez tiene una idea meramente política: lo que importa no es su contenido, ni los límites institucionales que pudiera contener, sino el proceso que llevó a ella. Por eso, con tintes rousseaunianos, advierte que no pueden ponerse límites al poder transformador del pueblo. “¿Qué constitución es inamovible?”, pregunta. “¿Qué constitución no debe adaptarse al ritmo de los tiempos?”, remata. Y como el tema de la reelección está implícito en el circunloquio justificativo, continua: “en España se puede reelegir el presidente todo lo que quiera; ¡ah!, pero aquí no, ¡los indios no podemos hacerlo!”. De ahí desarrolla una veta más de su discurso: “¡el constitucionalismo [del siglo XXI] nació en Caracas!”. Para él, de hecho, el tiempo que vivimos es maravilloso: “una ideología que se apodera de las masas y que se convierte, de nuevo, en ideología”. Marx y “su dialéctica” son invocados para celebrar la fiesta.

Chávez, afirma, pertenecen a una corriente llamada “el historicismo” que consiste, simplemente, en ser parte de la historia. Y hoy, en la Venezuela bolivariana, la división de poderes es una institución del pasado. La razón es simple: esa medida liberal y burguesa, debilita al Estado. Aunque “los reaccionarios nos quieren hacer pasar como dictadores”, dicho principio debe ser sustituido por el de la “autonomía entre poderes”, que es propio del “constitucionalismo popular”. Un constitucionalismo “histórico y bolivariano” al que, según asegura, “le tienen pavor los yanquis y sus lacayos”. Yo no podía dejar de pensar en el texto del artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 (y que sería el eje de mi intervención del día siguiente): “una nación en la que los poderes no están divididos y los derechos no están garantizados, no tiene constitución”. Pero lo que pudiera pensar quien esto escribe y los otros constitucionalistas, magistrados y profesores extranjeros, invitados (y a quienes llamó “sabios” al iniciar su arenga) lo tenía completamente sin cuidado. No es mi interpretación, el propio Chávez se tomó la molestia de aclararlo: “prefiero las opiniones del pueblo que las de los sabios”. Por eso —y aunque no soy sabio— escribo esta crónica sin cargo de conciencia.

Chávez dejó de hablar después de más de 180 minutos de perorata. Estoy convencido que el despotismo también descansa en esos detalles (aparentemente sin importancia): el tirano se apodera de nuestro tiempo a capricho; obliga a escucharlo hasta que se agota el caudal de sus ocurrencias. Cuando miraba hacia el presidium me dio la impresión de que más de un magistrado, durante el discurso, pensaba lo mismo. Cuando lo hice notar en una sobremesa recibí una respuesta cerrada: en efecto, algunos de ellos son “escuálidos”, de derecha. El blindaje ante cualquier crítica, por mínima que sea, es absoluto. Yo no soy de derecha y celebro no tener que soportar otro discurso de esos, nunca más en mi vida. En la noche, con malicia y sarcasmo, un colega español, en el lobby del hotel, ante un pequeño grupo de invitados y funcionarios de diversos países (Venezuela incluida) me disparó a quemarropa: “¿Calderón también hace esos discursos?”. Mi reacción fue a bote pronto: “No —le dije—, Calderón, seguramente, no sería capaz”. Pero, “sobre todo —rematé consciente de lo que hacia—, nosotros no le tenemos tanta paciencia”. Sé que es estúpido pero me sentí infantilmente complacido con mi respuesta.


Cuartel San Carlos:
Martes 8 de diciembre


Temprano nos trasladan, de nueva cuenta y como todos los demás días, escoltados (seguridad, motocicletas, ambulancia, etcétera) a la sede del Tribunal Supremo de Justicia. Sin embargo, un pequeño grupo nos separamos para participar en una reunión programada con la finalidad de analizar el proyecto de una red de constitucionalistas “por un nuevo constitucionalismo” que impulsan algunos colegas desde hace tiempo. En abstracto la idea de la red tiene aristas interesantes. No existe algo así en el continente y, en principio, podría ser una plataforma para promover la idea de que el derecho puede ser un instrumento para transformar a la realidad y no necesariamente para conservarla. El manifiesto en el que se recogen los principios básicos de la propuesta no está mal: habla de democracia, justicia social, división de poderes, circulación de los gobernantes. Por eso acepto asistir al encuentro.

La reunión tendrá lugar en el Cuartel San Carlos, ubicado a unos 200 metros del Palacio de Justicia y que fue una cárcel durante varios años. Se trata de un edificio cuadrado y amplio con un enorme patio central —bien podría haber sido una hacienda mexicana— en cuyo centro colocaron algunas sillas alrededor de una mesa, con un toldo y un equipo de sonido. Todo rigurosamente de rojo. En el fondo del patio, sirviendo de telón al encuentro, cuelga una enorme manta con una foto de Chávez deteniendo en su mano una pequeña constitución bolivariana y rematada con la frase “Nuevo Constitucionalismo del Pueblo Bolivariano”. La puesta en escena es burda y, a mis ojos, constituye una provocación. Solamente acepté ser fotografiado —junto con un grupo de colegas extranjeros— dando la cara a la manta para evitar que ésta coronara la imagen. La reunión, a mi juicio y a juzgar por el tinglado, desde su inicio, se precipitaba al fracaso.

Antes del encuentro un par de guías populares —uno de ellos ex presidiario— nos cuentan que el recinto fue “rescatado por el pueblo” porque el Ministerio de Cultura quería convertirlo en una escuela. La historia suena inverosímil en la Venezuela chavista pero ésa es la versión oficial. Y el valor del lugar, nos dicen, reside en que ahí fueron encarcelados muchos luchadores sociales. Uno de ellos —“el último gran soñador que pasó por aquí”— fue preso por “el imperio y la oligarquía criolla servil”. Por supuesto, se trata del mismísimo Chávez, quien estuvo encarcelado ahí mismo después de intentar dar un golpe de Estado. La historia la escriben los vencedores, no cabe duda: el intento de golpe chavista es celebrado como un acto heroico; el golpe en contra de Chávez, en cambio, es muestra de la falta de escrúpulos de la oligarquía. Defino, de inmediato, mi postura en este tema: ningún golpe de Estado es aceptable. En todo caso, en situaciones de opresión, es legítimo el derecho de resistencia.

La reunión, finalmente, bajo un sol insoportable, inicia en el templete del patio (yo me siento intencionalmente en la esquina de frente a la manta chavista). El coordinador, el colega español que se divirtió provocándome la noche anterior, narra los objetivos de la iniciativa en términos básicamente académicos. Sabe, supongo, que está en medio de una emboscada política. Los venezolanos presentes están, de hecho, esperando que su líder, Carlos Escarrá —el diputado del que ya he hablado en un par de ocasiones—, tome la palabra. Él mismo, con orgullo, dice ser el coordinador del movimiento de constitucionalistas bolivarianos. En su primera intervención se declara “militante de la esperanza” y habla de actividades e iniciativas populares venezolanas (como la “parlamentarización social de calle”) que se orientan a una “apropiación popular de la constitución”. Mientras habla cita a Chávez reiteradamente y su tono, no sé por qué, me parece amenazante.

Será unos minutos después, en una segunda intervención del mismo diputado, cuando la baraja quedará expuesta. En respuesta a la lectura de una relación de nombres de posibles integrantes de la red —el Dr. Fulano, la Dra. Mengana— a cargo del coordinador del encuentro, el diputado Escarrá, desenvainó la espada bolivariana (cuya réplica en miniatura, por cierto, nos había sido regalada la noche anterior): “el lenguaje que se está usando en este encuentro es capitalista; porque ‘red’ es un concepto capitalista” y porque en la presentación de los nombres se incluyó el grado académico de los mencionados. Mirando con desprecio a los presentes, remató: “Yo no puedo participar en una organización de elite —aunque no perdió la oportunidad para recordarnos que él tenía un doctorado, tres maestrías y 31 años de experiencia en la docencia— porque yo estoy por un constitucionalismo mestizo”. La perorata es interesante por exagerada y, a mi juicio, resulta demoledora para la reunión. Su discurso es delirante: “en Venezuela el derecho constitucional se está haciendo en las calles y no en la academia”. Y lo dice, nos advierte, un profesor que en el pasado fue “discriminado por no ser blanco” y que, “aunque no es un chavólogo”, tiene muy presentes las enseñanzas del presidente. Sobre todo la que ya conocemos y que él repite: “es menester escuchar más al pueblo que a los sabios”.

En ese momento caigo en cuenta de que, en ese país, todos los poderes y todos los sectores —en este caso la academia y los estudios constitucionales— han ido perdiendo autonomía y se están alineando, paulatinamente, con el proyecto del comandante. Soplan aires totalitarios. De hecho, el diputado aprovecha para expresar su total “coincidencia” con la presidente del Tribunal Supremo: “el poder del Estado es uno sólo; el poder es sólo uno”; “por eso hay un jefe de gobierno que también es un jefe de Estado”. Y concluye sonriente y con turbia mirada: “¿hasta cuándo seguiremos con las vetustas ideas del Espíritu de las Leyes?”. Es ahí cuando decido abandonar la reunión e irme al hotel. Estoy cansado y me siento profundamente incómodo. Me levanto y, caminando hacia la salida, veo apostado en el fondo del patio un equipo de grabación con dos grandes antenas que captan todo lo dicho en la mesa. Ahora entiendo la insistencia del diputado en hacer recurrentes y redundantes muestras de lealtad presidencial. Sé que es absurdo pero, en ese momento, padecí un sentimiento de pérdida de libertad. Mismo que se incrementó cuando me comunicaron —con amabilidad pero de manera tajante y definitiva— que no podía irme en un taxi, por mi cuenta.

Deseo abandonar el lugar de inmediato porque no quiero legitimar con mi presencia un minuto más esa farsa y tengo que esperar a un chofer/escolta. Mientras espero resignado su llegada, leo distraído unos carteles en los que se pide la inmediata liberación de Illich Ramírez Sánchez, alias Carlos o El Chacal, terrorista detenido en Francia que, en el lugar en el que me encuentro, es considerado “un luchador social”. Es inagotable la capacidad que tenemos los seres humanos para manipular los hechos. Eso pienso cuando llega el auto que me llevará al hotel. Lo conduce el mismo chofer que pasó por mí al aeropuerto. Aprovecho la confianza que ese encuentro previo me brinda para enterarme que es un instructor de boxeo; que él y todos sus colegas son guardias de seguridad; que tiene instrucciones de llevarme o seguirme a todas partes; que es responsable por mi integridad física, y que no puedo abrir las ventanas del auto. El tipo —como ya he tenido oportunidad de reportar— es bonachón, simpático y platicador pero no me cuesta trabajo imaginarlo “obedeciendo órdenes”, incluso, sobre mi persona. Sobra decir que es enorme: pesa 105 kilos, según me cuenta. Decido quedarme toda la tarde en el hotel, antes de regresar para las mesas de trabajo al tribunal. La noche siguiente descubriré que en el mismo piso en que estaba mi cuarto —el piso 12—, a dos puertas de distancia, dos habitaciones idénticas a la mía, una frente a la otra, estaban ocupadas por el personal de protocolo y de seguridad. Hasta ese momento entendí cómo era posible que, cada que salía de la habitación y caminaba a los elevadores, invariablemente, aparecía un escolta a mis espaldas.

La mesa de trabajo vespertina del martes es interesante porque en las intervenciones de los participantes —público inscrito compuesto por estudiantes o funcionarios judiciales en su mayoría— es palpable un orgullo sincero por su constitución. Obviamente, aquí sólo están presentes los que piensan eso (el evento es una celebración de su documento constitucional) pero el dato, para mi sorpresa, es real. La constitución bolivariana tiene una base social indiscutible. Existe una apropiación popular de algunas de sus normas y un sentido de reivindicación política representado por su texto. No puedo dejar de pensar en el tipo de oligarquía que debió gobernar a este país y que logró generar este sentimiento de emancipación simbólica en los jóvenes estudiantes que —según narran— participan en las misiones populares y se sienten orgullosos de promover el socialismo por todo el país. Al contestar una pregunta del público expreso una banalidad: eso que llamamos pueblo no existe en cuanto tal y, en todo caso, con frecuencia “se equivoca”. La respuesta no tarda en llegar: “como ha dicho el presidente Chávez, el pueblo educado nunca se equivoca”, me dice un joven funcionario judicial. Ese mismo muchacho, más adelante, en un significativo desliz, me llama el “camarada norteamericano que viene de México”. A pesar de este episodio, al final, mi sensación es que el nivel de la discusión, desde un punto de vista académico, fue elevado.

La cena, ese día, tendría lugar en un bonito jardín ubicado a la mitad de la ciudad que fue recuperado como espacio cultural “abierto al pueblo”. La tranquilidad del lugar, sus más de cinco hectáreas de verde y el canto de los grillos, contrastan radicalmente con el caos y el desorden de la ciudad que nos rodea, que nos atrapa. Mi lugar en la mesa está ubicado junto con un colega argentino y otros dos cubanos en la mesa de la presidente del tribunal. La charla resulta amena e interesante. La Dra. Morales cuenta que es de una provincia pobre y de origen popular. Mi tierra, nos dice, no sin un dejo de orgullo, “siempre fue cuna de guerrilleros”. Su historia es ejemplar:
abogada en Venezuela, estudiante de posgrado en Italia y Francia (vivió en Europa ocho años), experta en derecho agrario y juez por mérito propio (de hecho, años atrás, antes de la llegada de Chávez al poder, la expulsaron del Poder Judicial por conceder un amparo, en aplicación directa de la constitución, para proteger unas tierras comunales). No me queda duda que es una persona inteligente y calculadora. Y, al narrar su experiencia como presidente, destaca un dato verdadero en el que yo no había reparado: cuatro de los cinco titulares de los poderes en Venezuela son mujeres. Ningún otro país en América Latina puede presumir un dato como éste. Es cierto.

Pero, al entrar al terreno de la política, cae el telón. Su independencia frente a Chávez es, a todas luces, inexistente. Y, sin un Poder Judicial independiente, como nos enseñó MacIlwain, no hay espacio para las libertades. La Dra. Morales conoció a Chávez cuando éste la invitó a asesorarla para hacer la Ley Agraria (según escuché en diversas oportunidades, el presidente, al menos al inicio de su gobierno, mostró un inteligente talento para allegarse de consejeros valiosos) y, después, la convirtió en juez constitucional. De ahí, el paso a la presidencia —con el apoyo del comandante— fue sencillo. El colega argentino se interesa por las tesis que expuso en su discurso inaugural y ella, sin reparos, confirma lo dicho: la división de poderes, al menos en la Venezuela bolivariana, debe superarse. “En mi país —nos dice—, ahora, no miramos hacia Europa”. Su posición es nítida: el Estado debe tener objetivos únicos y comunes y todos los poderes deben abonar en esa dirección; lo contrario debilitaría su capacidad transformadora. Y, en Venezuela, no hay duda, “Hugo Chávez es el jefe de ese Estado”. Yo no logro contenerme y, con cierto maquillaje teórico pero sin rodeos, le recuerdo una obviedad: el poder corrompe y que los seres humanos no tenemos llenadera. Nunca un lugar común tan manoseado me había resultado tan pertinente. Su rostro permaneció inmutable.


Intervención y clausura: Miércoles 9 de diciembre

El día de mi exposición en el pleno el ambiente fue amable. Leí, sin mayores ajustes, el texto que había escrito en México y que se publicará en la Revista Internacional de Filosofía Política. Mi tesis central venía como anillo al dedo y era todo menos obsequiosa: las constituciones no son —al menos no solamente— proclamas políticas, sino un conjunto de normas vinculantes, y parte de esas normas, junto a los derechos fundamentales y como una garantía de protección para los mismos, es la dimensión orgánica de la constitución que se funda en el principio irrenunciable de la separación/división de los poderes. El auditorio me acompañó con atención y con un aplauso prudente, moderado y en ese contexto y a la luz de mis tesis, generoso. Al terminar se acercaron algunos magistrados de dos de los tres países aludidos —Venezuela, Bolivia y Ecuador— y me pidieron que les envíe mi ponencia. Los tres, cada uno por su parte, me solicitan que no lo hiciera a sus correos oficiales. Una señora —que se quedó mi ponencia con anotaciones— se acercó para decirme: “gracias, porque nos trajo un poco de oxígeno”. Lo más gratificante fue el abrazo de un magistrado que me felicitó por el valor para decir lo que dije en el contexto en el que lo expuse. Al escucharlo no pude dejar de pensar con cierto orgullo nacionalista —poco común en mi caso— que, a pesar de nuestros múltiples problemas, en México los profesores universitarios no necesitamos valor para decir este tipo de cosas.

Después de mí, para cerrar el evento, expuso el colega español al que he hecho más de una mención y que ha jugado un papel importante en la confección de las constituciones venezolana, ecuatoriana y boliviana. Su ponencia me pareció sólida. Y me resultó particularmente interesante porque, al ser un promotor del “nuevo constitucionalismo latinoamericano”, delineó algunas de sus tesis principales: la importancia de las asambleas constituyentes populares; el peso de la fuerza democrática sobre las instituciones elitistas de garantía (cortes constitucionales); la participación ciudadana constante; el referéndum como instrumento de consulta de todas las reformas a la constitución; la iniciativa popular; el poder constituyente recogido en la propia constitución, básicamente. Al escucharlo me acordé de los dilemas que ocuparon mis reflexiones cuando escribí mi tesis de doctorado, precisamente sobre las tensiones entre el constitucionalismo y la democracia. Y no pude dejar de sorprenderme ante lo mucho que nos cuesta entender que el poder, en las manos de quien sea, si no se limita, se vuelve tiránico.

Después de pasar por el hotel partimos hacia la cena de clausura. Para llegar subimos por un teleférico durante 20 minutos, lo que me permitió divisar una bella vista de esa ciudad desordenada, ruidosa y ajena con la que no logré conectarme. En el hotel en el que tendrá lugar la cena nos espera un recibimiento cálido y discreto que promete una velada tranquila. Sin embargo, una desafortunada intervención de la presidente del tribunal me regresa a la realidad: esto es la Venezuela de Chávez. Narro solamente la médula de la anécdota.

Aunque el viejo hotel en el que estamos no reviste el mayor interés turístico, dado que solía ser un sitio lujoso y elitista, nos anuncian que tiene un valor simbólico. Convencernos de ello será la tarea encomendada a una joven trabajadora del lugar. Su misión parecía simple: contarnos en dónde existía una pista de baile, cómo era el bar de los años setenta, etcétera. Pero la presidente del tribunal esperaba otra cosa. Así que, cuando la muchacha se disponía a concluir, la Dra. Morales le preguntó a bocajarro: dinos, por favor, ¿quién está recuperando y remodelando el lugar? A lo que la chica, que no dio muestras de aptitudes para la esgrima mental, respondió: “pues…, unos trabajadores”. La tensión se dejó sentir de inmediato y la presidente no contribuyó a diluirla: “sí, claro, pero ¿cuál es la autoridad que decidió recuperarlo?”. En respuesta, la muchacha, balbuceó: “el ministerio del poder popular para el turismo”. La contestación, obviamente, fue insatisfactoria: “y…, quién está por encima de ese ministerio”, reclamó sin tapujos la anfitriona del evento. “Ah —alcanzó a mascullar la niña—, el presidente Hugo Chávez Frías”. El silencio fue general y la escena fue patética. Pero lo fue todavía más la preocupada intervención del jefe de protocolo del Tribunal Supremo de Justicia de la República Bolivariana, quien se aprestó a confirmar que, en efecto, el presidente había ordenado la recuperación del hotel y también había decretado que éste ostentara el nombre indígena del parque en el que está ubicado: Waraira Repano.

Finalmente, pasamos a cenar —una comida, como la de todos los días, buena y austera— amenizados por una estupenda banda integrada por músicos que habrán tenido una edad promedio de 65 años. Al término de la cena, con la hospitalidad de siempre, nos regalaron recuerdos y materiales gráficos del evento y nos acompañaron a presenciar un espectáculo de fuegos artificiales en la cúspide del monte en el que nos encontrábamos. El congreso, ahora sí, había terminado.


Epílogo

En el aeropuerto, a las 5:00 a.m. del 10 de diciembre, aumentó mi deseo de volver a casa. Me parecía extraño que entre ciudad de México y Caracas sólo existieran cinco horas de vuelo (y una hora y media de diferencia). Para mí la distancia era más grande: representaba dos modos de vida y dos proyectos de futuro diametralmente distintos. Nuestro país, con sus miles de defectos, a contraluz con Venezuela, se me antojaba como una bocanada de oxígeno para el devenir latinoamericano; una promesa que no se ha cumplido pero que, si logramos atender los rezagos sociales sin abandonar las libertades, todavía puede materializarse.

Quizá por ello pagué sin mayores reparos los 120 dólares que me costó salir de aquel país. Los primeros 60 me los cobró un personaje vulgarmente sentado en un banco, enfrente del mostrador de Mexicana, con una pequeña caja de madera abierta y repleta de dinero y dedicado a la tarea —a todas luces oficial— de cobrar un impuesto para el turismo. A cambio del dinero, como si fuera mi tarjeta de embarque, me entregó, nada más y nada menos, que la forma migratoria de salida.

Obviamente, aunque lo intenté, no fue posible pagar con tarjeta de crédito. La sensación de estafa fue fuerte pero eran más intensas mis ganas de regresar al Distrito Federal. Y eso que todavía tuve que pagar 60 dólares más: antes de entrar a la sala de espera que, para nosotros los ponentes era una sala VIP tapizada con fotos de Chávez (una de las cuales encabezaba una curiosa “cadena de mando” y venía acompañada por los retratos de sus inferiores, obviamente, colgadas en secuencia descendente), tuve que desembolsar, ahora, el impuesto de aeropuerto. También en efectivo.

Por eso y porque el amable personal de protocolo que nos acompañó en el aeropuerto retuvo nuestro pasaporte hasta el último momento, cuando por fin nos acompañaron a la sala de espera general, un simpático y ocurrente profesor brasileño —con el que, ante la experiencia, desarrollé una relación de complicidad y camaradería— me abrazó bromeando al grito ¡libres!, yo, en verdad, celebré la broma. Y, en efecto, al despegar el avión hacia México, mi país, con sus miles de problemas y su indignante injusticia social, se me antojó moderno, democrático y libre. Lástima que no lo sea tanto.

Pedro Salazar Ugarte
. Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Es autor de El derecho a la libertad de expresión frente al derecho a la no discriminación.

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