viernes, septiembre 09, 2011

Huele a Chávez en Panamá

Ricardo-martinelli Por José Benegas

Caminos de la Libertad, Panamá

Ricardo Martinelli fue electo presidente de Panamá en el 2009 como una promesa de la libertad. En su discurso inaugural aseguró: “Haré todo lo que esté a mi alcance para avanzar en los ideales de una economía libre, desafiando el péndulo ideológico de América Latina". Lejos de semejante anuncio Martinelli es hoy por hoy uno más de los presidentes que se dedican a pasar por encima de las instituciones abusando de un mandato conseguido en las urnas. El es la prueba en realidad de que no hay péndulo ideológico en América Latina, sino un negocio de concentración de poder, castigo a la disidencia y utilización del Estado para comprar voluntades a favor de intereses que responden a la única matriz de utilizar al Estado para provecho personal de un grupo que busca eternizarse.

“Si camina como pato, se mueve como pato y parpa como pato, es un pato” Las invocaciones ideológicas en Latinoamérica no obedecen a escuelas de pensamiento o cosmovisiones, sino al interés de justificar la depredación al Estado y con el Estado a favor de una nueva clase rentística oligárquica por medios que se repiten: una cuota alta de crispación, división de la sociedad y persecución de los objetores, sin otra definición de fondo que no sean slogans del menor valor intelectual posible. Solo por caracterizarlos con algo conocido todos estos regímenes son hijos del sistema de propaganda al modo y con la crudeza del nacional socialismo, aunque se quieran identificar con la izquierda o con la derecha. En ese club están Hugo Chávez, Evo Morales, Cristina Kirchner, Rafael Correa, Daniel Ortega y habrá que sumar también ahora a Ricardo Martinelli. Es un en todos los casos un proceso estatizador con la imposición de la voluntad del gobernante por encima de la constitución y la ley.

A los seis meses de asumir la presidencia Martinelli desplazó del cargo a la procuradora general de la nación Ana Matilde Gómez con el apoyo de la Corte Suprema nombrada por él. La excusa fue que Gómez había ordenado una escucha telefónica para investigar a un fiscal que era acusado de extorsionar a un detenido. Hasta entonces no estaba claro en la ley si la intervención telefónica debía ser ordenada por la procuradora o por un juez, la Corte se pronunció por la invalidez de esa orden después, pero un caso de una simple de nulidad fue transformado en un delito para despedir a Gómez. No es que tuviera algo contra la procuradora el presidente, pero su reemplazo le permitió contar con un procurador dedicado a abrir investigaciones sobre dirigentes de la oposición que dejara de lado las sospechas sobre sus propios funcionarios. Fue lo que ocurrió con el nuevo procurador Giuseppe Bonissi, quién de todos modos debió renunciar tiempo después en el marco de una investigación a sus subordinados, también por presunta extorsión contra detenidos.

En marzo de este año el periodista español con residencia legal en Panamá Paco Gómez Nadal fue expulsado del país por nada más que irritar al presidente bajo la excusa de haberse entrometido en la política interna.

El espionaje sobre personajes de la oposición, periodistas y objetores en general y la utilización de esa información o inspecciones impositivas para doblegarlos se ha hecho moneda corriente. El presidente en persona de acuerdo a un cable de Wikileaks publicado por el New York Times amenazó a la embajadora norteamericana Barbara Stephenson con echar a la DEA de Panamá si el organismo de lucha contra el narcotráfico no colaboraba con él en el espionaje de teléfonos de opositores políticos. Asistentes a la última reunión del presidente con sus ex aliados panameñistas aseguran que fue también el propio presidente quién amenazó a un diputado que se oponía a su proyecto de segunda vuelta electoral con sacar a la luz carpetas con antecedentes. Como en Venezuela, Argentina o Ecuador o Bolivia, se impone un aparato policial político propio de cualquier dictadura alrededor de los organismos fiscales y de seguridad.

En materia económica la gestión de Martinelli se caracterizó por un incremento sideral del gasto público (con obras faraónicas sobre las que se multiplican denuncias de sobreprecios) y el aumento de la deuda externa qie alcanzará al final de su mandato un 50%. Además de un error económico que distorsiona incluso las estadísticas de crecimiento, esto también es un medio de concentración de poder, reparto de favores y disciplinamiento del sector empresario al que compromete y tiene a su disposición. También una forma de acallar voces de consultoras y generar una dependencia del sector privado respecto del público que no existía. Panamá ni siquiera se encontraba en recesión como para que pudiera pensarse que se trató de un programa keynesiano. Mientras incumplía su promesa de implantar el flat tax, aumentó el impuesto al valor agregado en un 40% e introdujo un sistema de cajas registradoras fiscales obligatorio que abaratará el control de futuros abusos impositivos. Generó inflación con la creación de monedas metálicas, siendo que en Panamá el curso forzoso de papel moneda está prohibido por la Constitución. Puso en marcha un aparato clientelar con un sistema de beca universal a todos los niños en edad escolar y otro de una dádiva de cien dólares a cada persona mayor de setenta años.

Las sospechas de corrupción por sobreprecios y compras directas son moneda corriente. La realización de obras monumentales que no se justifican como la creación de una Torre Financiera o la cinta costera alrededor del casco antiguo que compromete incluso la declaración de patrimonio histórico que le otorgó la UNESCO, son indicativas de decisiones políticas no motivadas en necesidades o urgencias. Amigos, socios y ministros de Martinelli fueron beneficiarios directos de una política de titulación de tierras. Los casos más escandalosos ocurrieron con dos de sus ministras a las que se les escrituraron cientos de hectáreas y con un supuesto florista al que se le adjudicó un terreno con un valor aproximado de u$s 40 millones, en sociedad con allegados del presidente. El vicepresidente y ex aliado del presidente y recientemente expulsado canciller manifestó públicamente que este último episodio había tenido que ver con su salida del cargo.

Nombró en la Corte Suprema de Justicia a personas sin calificación, solo por la cercanía personal con él o su mujer y creó una nueva sala para nombrar a 3 nuevos jueces y tener control sobre el aparato judicial.

Siguió una política de cooptación de partidos políticos hacia el suyo. Dividió al primitivo Movimiento Liberal Republicano Nacionalista (MOLIRENA) y contra la voluntad de sus fundadores forzó una fusión con su partido Cambio Democrático que ha sido cuestionada en su legalidad. Martinelli llegó al poder con con 16 diputados, pero como ocurre en aquél otro lado del péndulo que identificó, consiguió curiosamente que se le sumen 8 del panameñismo, 15 del opositor PRD y todos los del Molinera, contando hoy con mayoría. Los oficialistas repiten sínicamente que se trató de adhesiones espontáneas, pero todos saben que ese transfuguismo es consecuencia de la política de “carpetazos” y premios con presupuesto público realizada de modo sistemático.

El último episodio fue la expulsión vía Twitter del vicepresidente Varela de la cancillería que estaba a su cargo en base a una de tales grabaciones ilegales que Martinelli no tiene problemas en reconocer, lo que provocó la ruptura de la alianza entre Cambio Democrático y el panameñismo que preside el funcionario despedido, motivo de la crisis política actual.

Con estos ejemplos se ve con claridad hacia dónde se desliza el país con un gobierno que está aprovechando el crecimiento que heredó para tomar el control total económico y político al mejor estilo “socialismo del siglo XXI”. Osvaldo Muñoz, periodista del diario venezolano de circulación local El Venezolano de Panamá, comparó los métodos de Martinelli con los de Chavez. El primero, señala, “ha pretendido manejar el país como maneja su cadena de supermercados. Ha sido un ejercicio signado por la confrontación, con un estilo más a lo Jalisco que cualquier otra cosa y donde la persecución a quienes le disienten ha sido una constante. De verdad que muchas de las acciones de Martinelli se parecen a lo que hace Chávez en Venezuela”. Si este diario de gran influencia entre la comunidad venezolana hace esta observación, habría que preguntarse en qué terminará la aventura Martinelli cuando los capitales exiliados de la persecución chavista diagnostiquen que Panamá sigue el mismo camino. Y qué harán los Estados Unidos si se provoca el caos en un país cuya seguridad es especialmente sensible a sus intereses estratégicos.

Seis mitos sobre el libertarianismo

por Murray Rothbard

El libertarianismo es la corriente política de más auge hoy en América. Antes de juzgarla y evaluarla, es de vital importancia dilucidar precisamente en qué consiste la doctrina y, más en concreto, en qué no consiste. Es especialmente relevante aclarar unos cuantos malentendidos que la mayoría de gente tiene acerca del libertarianismo, en particular los conservadores. En este ensayo enumeraré y analizaré críticamente los mitos más comunes en relación con el libertarianismo. Cuando nos hayamos deshecho de éstos, entonces la gente será capaz de discutir sobre el libertarianismo sin fábulas, mitos y malentendidos, y tratar con éste tal y como corresponde: de acuerdo con sus verdaderos méritos y deméritos.

Mito #1: Los libertarianos creen que cada individuo es un átomo aislado, herméticamente sellado, actuando en un vacío sin influenciarse con los demás.


Max StirnerÉsta es una acusación habitual, pero harto curiosa. En toda una vida de lector de literatura libertariana no me he topado con un solo teórico o autor que sostuviera algo parecido a esta posición. La única posible excepción es el fanático Max Stirner, un alemán individualista de mediados del siglo XIX quien, sin embargo, tuvo una repercusión mínima en el libertarianismo de su tiempo y posterior. Además, la explícita filosofía “la fuerza hace el derecho” de Stirner y su rechazo de todo principio moral incluyendo los derechos individuales, tenidos por “fantasmas mentales”, dudosamente le acreditan como libertariano en cualquier sentido. Aparte de Stirner no hay nadie con una opinión siquiera remotamente similar a la que sugiere esta acusación.

Los libertarianos son metodológica y políticamente individualistas, desde luego. Ellos creen que sólo los individuos piensan, valoran y eligen. Creen que cada individuo tiene derecho a la propiedad sobre su cuerpo, libre de interferencias coercitivas. Pero ningún individualista niega que la gente se influencia mutuamente de forma constante en sus objetivos, en sus valores, en sus iniciativas y en sus ocupaciones. Como Friedrich A. Hayek mencionó en su notable artículo “The Non-Sequitur of the ‘Dependence Effect’”, el asalto de John Kenneth Galbraith a la economía de libre mercado en su best-seller “The Affluent Society” se cimentaba en esta premisa: la economía asume que cada individuo llega a su escala de valores de un modo totalmente independiente, sin estar sujeto a la influencia de nadie más.

Por el contrario, como responde Hayek, todos saben que la mayoría de gente no produce sus propios valores, sino que es instigada a adoptarlos de otras personas.1 Ningún individualista o libertariano niega que la gente se influencie mutuamente todo el tiempo, y por supuesto no hay nada de nocivo en este ineludible proceso. A lo que los libertarianos se oponen no es a la persuasión voluntaria, sino a la imposición coercitiva de valores mediante el uso de la fuerza y el poder policial. Los libertarianos no están en modo alguno en contra de la cooperación voluntaria y la colaboración entre individuos; sólo en contra de la obligatoria pseudo-cooperación impuesta por el Estado.

Mito #2: Los libertarianos son libertinos: son hedonistas que anhelan estilos de vida alternativos.


Este mito ha sido planteado recientemente por Irving Kristol, quien identifica la ética libertariana con el hedonismo y asevera que los libertarianos “veneran el catálogo de Sears Roebuck y todos los estilos de vida alternativa que la afluencia capitalista permite elegir al individuo”.2 El hecho es que el libertarianismo no es ni pretende ser una completa guía moral o ascética, sino sólo una teoría política, esto es, el importante subconjunto de la teoría moral que versa sobre el uso legítimo de la violencia en la vida social. La teoría política se refiere a aquello que es apropiado o inapropiado que el gobierno haga, y el gobierno se distingue de cualquier otro grupo social como la institución de la violencia organizada. El libertarianismo sostiene que el único papel legítimo de la violencia es la defensa de la persona y su propiedad contra la agresión, que cualquier uso de la violencia que vaya más allá de esta legítima defensa resulta agresiva en sí misma, injusta y criminal. El libertarianismo, por tanto, es una teoría que afirma que cada individuo debe estar libre invasiones violentas, debe tener derecho para hacer lo que quiera excepto agredir a otra persona o la propiedad ajena. Lo que haga una persona con su vida es esencial y de suma importancia, pero es simplemente irrelevante para el libertarianismo.

Luego no debe sorprender que haya libertarianos que sean de hecho hedonistas y devotos de estilos de vida alternativos, y que haya también libertarianos que sean firmes adherentes de la moralidad burguesa convencional o religiosa. Hay libertarianos libertinos y hay libertarianos vinculados firmemente a la disciplina de la ley natural o religiosa. Hay otros libertarianos que no tienen ninguna teoría moral en absoluto aparte del imperativo de la no-violación de derechos. Esto es así porque el libertarianismo per se no pregona ninguna teoría moral general o personal. El libertarianismo no ofrece un estilo de vida; ofrece libertad, para que cada persona sea libre de adoptar y actuar de acuerdo con sus propios valores y principios morales. Los libertarianos convienen con Lord Acton en que “la libertad es fin político más alto”, pero no necesariamente el fin más alto en la escala de valores de cada uno.

No hay ninguna duda acerca del hecho, sin embargo, de que el subgrupo de libertarianos que son economistas pro-mercado tienden a mostrarse complacidos cuando el libre mercado dispensa más posibilidades de elección a los consumidores, elevando así su nivel de vida. Incuestionablemente, la idea de que la prosperidad es mejor que la miseria absoluta es una proposición moral, y nos conduce al ámbito de la teoría moral general, pero no es una proposición por la que crea que deba disculparme.

Mito #3: Los libertarianos no creen en los principios morales; se limitan al análisis de costes-beneficios asumiendo que el hombre es siempre racional.


Este mito está desde luego relacionado con la precedente acusación de hedonismo, y en parte puede responderse en la misma línea. Hay libertarianos, particularmente los economistas de la escuela de Chicago, que rechazan la libertad y los derechos individuales como principios morales, y en su lugar intentan llegar a conclusiones de política pública sopesando presuntos costes y beneficios sociales.

En primer lugar, la mayoría de libertarianos son “subjetivistas” en economía, esto es, creen que las utilidades y los costes de los distintos individuos no pueden ser sumados o mesurados. Por tanto, el concepto mismo de costes y beneficios sociales es ilegítimo. Pero, más importante, la mayoría de libertarianos fundamentan su postura en principios morales, en la convicción en los derechos naturales de cada individuo sobre su persona o propiedad. Ellos creen entonces en la absoluta inmoralidad de la violencia agresiva, de la invasión de los derechos sobre la propia persona y propiedad, independientemente de qué individuo o grupo ejerce dicha violencia.

Lejos de ser inmorales, los libertarianos simplemente aplican una ética humana universal al gobierno del mismo modo que cualquier otro aplicaría esta ética a cada persona o institución social. En concreto, como he apuntado antes, el libertarianismo en tanto que filosofía política que versa sobre el uso legítimo de la violencia, toma la ética universal a la que la mayoría de nosotros nos acogemos y la aplica llanamente al gobierno. Los libertarianos no hacen ninguna excepción a la regla de oro y no dejan ninguna laguna moral, no aplican ninguna vara de medir distinta al gobierno. Es decir, los libertarianos creen que un asesinato es un asesinato y que no deviene santificado por razones de estado si es perpetrado por el gobierno. Nosotros creemos que el robo es un robo y que no queda legitimado porque una organización de ladrones decida llamarlo “impuestos”. Nosotros creemos que la esclavitud es esclavitud incluso si la institución que la ejerce la denomina “servicio militar”. En síntesis, la clave en la teoría libertariana es que no concede excepción alguna al gobierno en su ética universal.

Por tanto, lejos de ser indiferentes u hostiles a los principios morales, los libertarianos los consuman siendo el único grupo dispuesto a extender estos principios por todo el espectro hasta al gobierno mismo. 3

Es cierto que los libertarianos permitirían a cada individuo elegir sus valores y actuar acorde con ellos, y reconocerían en suma a cada individuo el derecho a ser moral o inmoral según su juicio particular. El libetarianismo se opone firmemente a la imposición de todo credo moral a cualquier persona o grupo mediante el uso de la violencia – excepto, por supuesto, la prohibición moral de la violencia agresiva en sí misma. Pero debemos percatarnos de que ninguna acción puede considerarse virtuosa a menos que sea emprendida en libertad, habiendo consentido voluntariamente la persona. Como dijera Frank Meyer:

“No puede forzarse a los hombres a ser libres, ni puede forzárseles a ser virtuosos. Hasta cierto punto, es verdad, pueden ser obligados a actuar como si fueran virtuosos. Pero la virtud es el fruto de la libertad bien empleada. Y ningún acto, en la medida en que sea coaccionado, puede implicar virtud – o vicio”4.

Si una persona es obligada por la fuerza o la amenaza de la misma a llevar a cabo una determinada acción, entonces ésta ya no supone una elección moral por su parte. La moralidad de una acción sólo puede ser el resultado de una decisión libremente adoptada; una acción difícilmente puede tildarse de moral si uno la acomete a punta de pistola. Imponer las acciones morales o prohibir la acciones inmorales, por tanto, no fomenta la moral o la virtud. Por el contrario, la coerción atrofia la moralidad porque priva al individuo de la libertad para ser moral o inmoral, y entonces necesariamente despoja a la gente de la posibilidad de ser virtuosa. Paradójicamente, pues, la moral obligatoria nos sustrae la oportunidad misma de actuar moralmente.

Es además especialmente grotesco dejar la salvaguarda de la moralidad en manos del aparato estatal, es decir, ni más ni menos que la organización de policías, gendarmes y soldados. Poner al Estado a cargo de los principios morales equivale a poner al zorro al cuidado del gallinero. Prescindiendo de otras consideraciones, los responsables de la violencia organizada en la sociedad jamás se han distinguido por su superior estatura moral o por la rectitud con la que sostienen los principios morales.

Mito #4: El libertarianismo es ateísta y materialista, y desdeña la dimensión espiritual de la vida.


No hay ninguna conexión necesaria entre las adscripción al libertarianismo y la posición religiosa de cada uno. Es verdad que muchos si no la mayoría de los libertarianos en la actualidad son ateos, pero esto tiene que ver con el hecho de que la mayoría de los intelectuales, de la mayoría de credos políticos, son ateos también. Hay muchos libertarianos que son ateos, judíos o cristianos. Entre los liberales clásicos precursores del libertarianismo moderno en una época más religiosa que ésta encontramos una miríada de cristianos: desde John Lilburne, Roger Williams, Anne Hutchinson y John Locke en el siglo XVII hasta Cobden y Bright, Fréderic Bastiat y los liberales franceses del laissez-faire y el gran Lord Acton.

Los libertarianos creen que la libertad es un derecho inserto en una ley natural sobre lo que es adecuado para la humanidad, en conformidad con la naturaleza del hombre. De dónde emanan este conjunto de leyes naturales, si son puramente naturales o fueron prescritas por un creador, es una cuestión ontológica importante pero irrelevante desde el punto de vista de la filosofía política o social. Como el padre Thomas Davitt señaló:

“Si la palabra ‘natural’ significa algo en absoluto se refiere a la naturaleza del hombre, y en conjunción con la palabra ‘ley’, ‘natural’ remite al orden que es manifestado por las inclinaciones de la naturaleza humana y nada más. Por tanto, tomada en sí misma, no hay nada de religioso o teológico en la ‘Ley Natural’ de Aquino”5.

O, como d’Entrèves escribió en el siglo XVII aludiendo al jurista protestante holandés Hugo Grotius:

“La definición de ley natural [de Grotius] no tiene nada de revolucionaria. Cuando mantiene que la ley natural es el cuerpo de normas que el hombre es capaz de descubrir mediante el uso de su razón, no hace otra cosa que reafirmar la noción escolástica de una fundamentación racional de la ética. De hecho, su intención es más bien la de restaurar esta noción debilitada por el augustianismo radical de ciertas corrientes protestantes de pensamiento. Cuando asevera que estas normas son válidas en sí mismas, independientemente de que Dios las dispusiera, repite el aserto que ya fue proclamado por algunos de los escolásticos…”6

El libertarianismo ha sido acusado de ignorar la naturaleza espiritual del hombre. Pero uno fácilmente puede llegar al libertarianismo desde posiciones religiosas o cristianas: enfatizando la importancia del individuo, de su libre voluntad, de sus derechos naturales y de su propiedad privada. Uno puede igualmente llegar al libertarianismo mediante una aproximación secular a los derechos naturales, con la convicción de que el hombre puede alcanzar la comprensión racional de la ley natural.

Atendiendo a la historia, además, no está claro en absoluto que la religión sea un fundamento más sólido del libertarianismo que la ley natural secular. Como Karl Wittfogel nos recuerda en su Oriental Despotism, la unión del trono y el altar ha sido una constante durante décadas que ha facilitado el imperio del despotismo en la sociedad7. Históricamente, la unión de la Iglesia y el Estado ha sido en muchos casos una coalición mutuamente alentadora de la tiranía. El Estado se servía de la Iglesia para santificar sus actos y llamar a la obediencia de su mando, presuntamente sancionado por Dios, y la Iglesia se servía del Estado para obtener ingresos y privilegios. Los Anabaptistas colectivizaron y tiranizaron Münster en nombre de la religión cristiana8. Y, más cerca de nuestro siglo, el socialismo cristiano y el evangelio social jugaron un importante papel en la marcha hacia el estatismo, y el proceder condescendiente de la Iglesia Ortodoxa en la Rusia soviética habla por sí mismo. Algunos obispos católicos en Latinoamérica han proclamado que la única vía hacía el reino de los cielos pasa por el marxismo, y si quisiera ser grosero diría que el reverendo Jim Jones, además de considerarse un leninista, se presentó a sí mismo como la reencarnación de Jesús.

Por otra parte, ahora que el socialismo ha fracasado de un modo manifiesto, política y económicamente, sus valedores han recurrido a la “moral” y a la “espiritualidad” como último argumento en pro de su causa. El socialista Robert Heilbroner, arguyendo que el socialismo debe ser coactivo y tiene que imponer una “moral colectiva” a la sociedad, opina que: “La cultura burguesa está centrada en los logros materiales del individuo. La cultura socialista debe centrarse en sus logros morales o espirituales”. Lo curioso es que esta tesis de Heilbroner fue elogiada por el escritor conservador y religioso de National Review Dale Vree, que dijo:

“Heilbroner está… diciendo lo que muchos colaboradores del NR han dicho en el último cuarto de siglo: no puedes tener libertad y virtud al mismo tiempo. Tomad nota, tradicionalistas. A pesar de su terminología disonante, Heilbroner está interesado en lo mismo que vosotros: la virtud9.

Vree también está fascinado con la visión de Heilbroner de que una cultura socialista “promueva la primacía de la colectividad” antes que la “primacía del individuo”. Cita a Heilbroner con relación a los logros “morales y espirituales” bajo socialismo en oposición a los burgueses logros “materiales”, y añade acertadamente: “contiene un timbre tradicionalista esta afirmación”. Vree prosigue aplaudiendo el ataque de Heilbroner al capitalismo por no tener “ningún sentido de ‘lo correcto’” y permitir a los “adultos que consienten” hacer aquello que les plazca. En contraste con este retrato de la libertad y la diversidad tolerada, Vree escribe: “Heilbroner dice seductoramente que debido a que la sociedad socialista debe tener un sentido de ‘lo correcto’, no todo estará permitido”. Para Vree, es imposible “tener colectivismo económico junto con individualismo cultural”, y por tanto él está inclinado hacia un nueva fusión socialista-tradicionalista – hacia un colectivismo omnicompresivo.

Cabe apuntar aquí que el socialismo deviene especialmente despótico cuando reemplaza los incentivos “económicos” o “materiales” por los incentivos pretendidamente “morales” o “espirituales”, cuando aparenta promover una indefinible “calidad de vida” antes que la prosperidad económica. Si las remuneraciones son ajustadas a la productividad hay considerablemente más libertad así como estándares de vida más altos. Pero si se fundamentan en la devoción altruista a la madre patria socialista, la devoción tiene que ser regularmente reforzada a golpe de látigo. Un creciente énfasis en los incentivos materiales del individuo suponen ineluctablemente un mayor acento en la propiedad privada y en la preservación de lo que uno gana, y trae consigo una libertad personal superior, como atestigua Yugoslavia en las últimas décadas en contraste con la Rusia soviética. El despotismo más horrible en la faz de la Tierra en los años recientes ha sido sin duda el de Pol Pot en Camboya, donde el “materialismo” fue hasta tal punto desterrado que el dinero fue abolido por el régimen. Habiendo suprimido el dinero y la propiedad privada, cada individuo era totalmente dependiente de las cartillas de racionamiento de subsistencia del Estado y la vida no era sino un completo infierno. Debemos ser prudentes, pues, antes de despreciar los objetivos o incentivos “meramente materiales”.

El cargo de “materialismo” dirigido contra el libre mercado ignora el hecho de que cada acción envuelve la transformación de objetos materiales mediante el uso de la energía humana conforme a ideas y propósitos sostenidos por los actores. Es inaceptable separar lo “mental” o lo “espiritual” de lo “material”. En todas las grandes obras de arte, extraordinarias emanaciones del espíritu humano, se han empleado objetos materiales: ya fueran lienzos, pinceles y pintura, papel e instrumentos musicales, o la construcción de bloques y materia primas para las iglesias. No hay ninguna escisión real entre lo “espiritual” y lo “material” y por tanto cualquier despotismo sobre aquello material sojuzgará también aquello espiritual.

Mito #5: Los libertarianos son utópicos que creen que toda la gente es buena por naturaleza y que por tanto el control del Estado es innecesario.

Rousseau

Los conservadores tienden a añadir que, puesto que el hombre es vil por naturaleza parcial o totalmente, se hace precisa una severa regulación estatal de la sociedad.

Esta es una opinión muy común acerca de los libertarianos, si bien es difícil identificar la fuente de semejante malentendido. Rousseau, el locus classicus de la idea de que el hombre es bueno pero es corrompido por sus instituciones no era precisamente un libertariano. Aparte de algunos escritos románticos de unos pocos anarco-comunistas, que en ningún caso consideraría libertarianos, no conozco a un solo autor libertariano o liberal clásico que haya defendido esta postura. Por el contrario, la mayoría de escritores libertarianos sostiene que el hombre es una mezcla de bondad y maldad y que lo importante para las instituciones sociales es fomentar lo primero y mitigar lo segundo. El Estado es la única institución social capaz de extraer sus ingresos y su riqueza mediante coerción; todos los demás deben obtener sus rentas o bien vendiendo un producto o servicio a sus clientes o bien recibiendo una donación voluntaria. Y el Estado es la única institución social que puede emplear sus ingresos provinentes del robo organizado para intentar controlar y regular la vida y la propiedad de la gente. Por tanto, la institución del Estado establece un canal socialmente legitimado y santificado para que las personas malvadas cometan sus fechorías, emprendan el robo organizado y manejen poderes dictatoriales. El estatismo, así pues, alienta la maldad, o como mínimo los aspectos criminales de la naturaleza humana.

Como Frank H. Knight mordazmente resalta: “La probabilidad de que los titulares del poder sean individuos que detestan su posesión y su ejercicio es análoga a la probabilidad de que una persona de corazón extremadamente benévolo devenga el patrono de una plantación de esclavos”10.

Una sociedad libre, por el hecho de no instituir un canal legitimado para el robo y la tiranía, desalienta las tendencias criminales de la naturaleza humana y aviva aquéllas que son pacíficas y voluntarias. La libertad y el libre mercado desincentivan la agresión y la compulsión y fomentan la armonía y el beneficio mutuo del intercambio voluntario, en la esfera económica, social y cultural.

Puesto que un sistema de libertad promovería la voluntariedad y desalentaría la criminalidad, además de deponer el único canal legitimado de crimen y agresión, cabe esperar que una sociedad libre padeciera de hecho menos violencia criminal y agresiones de las que padecemos actualmente, aunque no hay razón alguna para asumir que desaparecerían por completo. Esto no es utópico, sino una implicación de sentido común del cambio de lo que socialmente se tiene por legítimo y del cambio de la estructura de premio y castigo en la sociedad.

Podemos aproximarnos a nuestra tesis desde otro ángulo. Si todos los hombres fueran buenos y ninguna tuviera tendencias criminales, entonces no habría ninguna necesidad de un Estado, tal y como conceden los conservadores. Pero si por otro lado todos los hombres son malvados, entonces el caso a favor del Estado es igualmente débil, pues ¿por qué tiene uno que asumir que aquellos hombres que componen el gobierno y retienen todas las armas y el poder para coaccionar a los demás están mágicamente exentos de la maldad que afecta a todas las otras personas que se hallan fuera del gobierno?

Tom Paine, un libertariano clásico a menudo considerado ingenuamente optimista acerca de la naturaleza humana, rebate el argumento conservador de la maldad humana en pro del Estado fuerte como sigue:

“si toda la naturaleza humana fuera corrupta, estaría infundado fortalecer la corrupción instituyendo una sucesión de reyes, a quienes debiera rendirse obediencia aun cuando fueran siempre tan viles…” Paine añadió que “ningún hombre desde el principio de los tiempos ha merecido que se le confiase el poder sobre todos los demás”11.

Y como el libertariano F.A. Harper escribió una vez:

“De acuerdo con el principio de que la autoridad política debe imponerse en proporción a la maldad del hombre, tendremos entonces una sociedad en la cual se demandará una autoridad política completa sobre todos los asuntos humanos… Un hombre gobernará a todos. ¿Pero quién ejercerá de dictador? Quienquiera que sea el elegido para el trono con seguridad será una persona enteramente malvada, puesto que todos los hombres lo son. Y esta sociedad será entonces regida por un dictador absolutamente malvado en posesión de todo el poder político. ¿Y cómo, en nombre de la lógica, puede emanar de ahí algo que no sea pura maldad? ¿Cómo puede ser esto mejor que el que no haya autoridad política alguna en la sociedad?”12

Por último, como hemos visto, puesto que los hombres son en realidad una mezcla de virtud y maldad, un régimen de libertad sirve para alentar la virtud y desalentar la maldad, al menos en el sentido de que la voluntariedad y lo mutuamente beneficioso es bueno y lo criminal es malo. En ninguna teoría de la naturaleza humana, por tanto, ya establezca que el hombre es bueno, malo, o una combinación de ambos, se justifica el estatismo. En el curso de negar que es un conservador, el liberal clásico Friedrich Hayek apuntó:

“El principal mérito del individualismo [que Adam Smith y sus contemporáneos defendieron] es que es un sistema bajo el cual los hombres malvados pueden hacer menos daño. Es un sistema social que no depende para su funcionamiento de que encontremos hombres buenos que lo dirijan, o de que todos los hombres devengan más buenos de lo que son ahora, sino que toma al hombre en su variedad y complejidad dada…”[13]

Es importante señalar qué es lo que diferencia a los libertarianos de los utópicos en el sentido peyorativo. El libertarianismo no se propone remodelar la naturaleza humana. Uno de los objetivos centrales del socialismo fue crear, lo cual en la práctica supone emplear métodos totalitarios, un Hombre Socialista Nuevo, un individuo cuyo primer fin fuera trabajar diligente y altruistamente por la colectividad. El libertarianismo es una filosofía política que dice: dada cualquier naturaleza humana, la libertad es el único sistema político moral y el más efectivo. Obviamente, el libertarianismo – como los demás sistemas sociales – funcionará mejor cuanto más pacíficos y menos agresivos sean los individuos y menos criminales haya. Y los libertarianos, como la mayoría de la otra gente, querrían alcanzar un mundo donde más personas fueran “buenas” y menos criminales hubiera. Pero esta no es la doctrina del libertarianismo per se, que dice que cualesquiera sea la composición de la naturaleza humana en un momento dado, la libertad es lo más deseable.

Mito #6: Los libertarianos creen que cada persona conoce mejor sus propios intereses.


Del mismo modo que la acusación precedente sugería que los libertarianos creen que todos los hombres son perfectamente buenos, este mito les acusa de creer que todos son perfectamente sabios. Pero como esto no es cierto con respecto a mucha gente, se dice, el Estado debe intervenir.

Pero los libertarianos no asumimos la perfecta sabiduría del hombre más de lo que asumimos su perfecta bondad. Hay algo de sentido común en la afirmación de que la mayoría de los hombres conoce mejor que cualquier otro sus propias necesidades e intereses. Pero no se asume en absoluto que todos siempre conocen mejor sus intereses. El libertarianismo propugna que cada uno debe tener el derecho a perseguir sus propios fines como estime oportuno. Lo que se defiende es el derecho a actuar libremente, no la necesaria sensatez de dicha acción.

Es cierto también, no obstante, que el libre mercado – en contraste con el gobierno – ha articulado mecanismos que permiten a las personas acudir a expertos que pueden aconsejar sensatamente acerca de cómo alcanzar los fines propios de la mejor manera posible. Como hemos visto antes, los individuos libres no están separados los unos de los otros. En el libre mercado cualquier individuo, si tiene dudas sobre sus verdaderos intereses, es libre de contratar o consultar a un experto que le ofrezca consejo en base a su conocimiento presumiblemente superior. El individuo puede contratar a este experto y, en el libre mercado, testar continuamente su competencia y su utilidad. Las personas en el mercado, por tanto, pueden patrocinar aquellos expertos cuyos consejos estimen más provechosos. Los buenos doctores, abogados o arquitectos serán recompensados en el libre mercado, mientras que los malos tenderán a ser desplazados. Pero cuando el gobierno interviene, el experto del gobierno obtiene sus ingresos mediante la coacción sobre los contribuyentes. No hay ninguna fórmula de mercado para testar su éxito informando a la gene de sus verdaderos intereses. Sólo necesita tener habilidad para adquirir el apoyo político de la maquinaria coercitiva del Estado.

Por tanto, el experto privado tenderá a florecer en proporción a su habilidad, mientras que el experto del gobierno florecerá en proporción a su destreza en obtener prebendas políticas. Además, el experto del gobierno no será más virtuoso que el privado; su única superioridad radica en el arte de conseguir favores de aquellos que retienen el poder político. Pero una diferencia crucial entre ambos es que el experto privado tiene todos los incentivos para velar por sus clientes o pacientes, obrando del mejor modo posible. El experto del gobierno carece por completo de semejantes incentivos; él obtiene sus ingresos de todos modos. Luego el libre mercado tenderá a satisfacer mejor al consumidor.

Espero que este artículo haya contribuido a limpiar el libertarianismo de mitos y malentendidos. Los conservadores y todos los demás deben ser educadamente advertidos de que los libertarianos no creemos que los hombres son buenos por naturaleza, ni que todos están perfectamente informados acerca de sus propios intereses, ni que cada individuo es un átomo aislado y herméticamente sellado. Los libertarianos no son necesariamente libertinos o hedonistas, ni son necesariamente ateos; y los libertarianos enfáticamente creen en principios morales. Dejemos ahora que cada uno de nosotros se disponga a examinar el libertarianismo tal cual es, sin temor ni partidismos. Yo estoy seguro de que, allí donde este examen tenga lugar, el libertarianismo gozará de un auge impresionante en el número de sus seguidores.

¿En qué se basa la filosofía libertaria?

Extracto del emblemático libro “For a New Liberty: the libertarian manifesto” de Murray Rothbard, cuya traducción la está realizando Dante Bayona en Vanguardia Libertaria.

El credo libertario descansa sobre un axioma central: que ningún hombre o grupo de hombres debe cometer agresión contra la persona o propiedad de otra persona. A esto se le llama el “axioma de no-agresión”. “Agresión” se define como el inicio o amenaza de uso de violencia física contra la persona o propiedad de otro. Por tanto, agresión es sinónimo de invasión.

Si ningún hombre debe cometer agresión contra otro; si todos tienen el derecho absoluto de ser “libres” de agresión, entonces esto implica que el libertario defiende lo que en general se conocen como “libertades civiles”: la libertad de expresarse, de publicar, de reunirse y de involucrarse en “crímenes sin víctimas”, como pornografía, desviación sexual y prostitución (que para el libertario no son “crímenes”, dado que “crimen” se define como la invasión violenta de la persona o propiedad de otro). Además, el libertario considera el servicio militar obligatorio como esclavitud a gran escala. Y dado que la guerra, sobre todo la guerra moderna, implica la matanza masiva de civiles, el libertario ve ese tipo de conflictos como asesinatos en masa y, por lo tanto, completamente ilegítimos. En la escala ideológica contemporánea todas estas posiciones son consideradas “de izquierda”.

Por otro lado, dado que el libertario se opone a la invasión de los derechos de propiedad privada, eso también significa que se opone a la interferencia del gobierno en los derechos de propiedad y en la economía de libre mercado a través de controles, regulaciones, subsidios o prohibiciones.

Si cada individuo tiene derecho a la propiedad privada, sin tener que sufrir depredación agresiva, entonces también tiene el derecho de regalar su propiedad (legar y heredar) e intercambiarla por la propiedad de otros (contratos libres y economía de libre mercado) sin interferencia. El libertario está a favor del derecho a la propiedad privada sin restricciones y del libre intercambio, por tanto, a favor de un sistema de “capitalismo de laissez-faire”.

Una vez más, en terminología actual, a la posición libertaria sobre la propiedad y la economía se llamaría “extrema derecha”. Pero el libertario no ve incoherencia alguna en ser “de izquierda’ en algunas cuestiones y “de derecha” en otras. Por el contrario, él ve su posición como la única consistente; consistente en favor de la libertad de cada individuo, puesto que ¿cómo puede el de izquierda oponerse a la violencia de la guerra y al servicio militar obligatorio, y al mismo tiempo apoyar la violencia de los impuestos y el control gubernamental? ¿Y cómo puede el de derecha proclamar su devoción a la propiedad privada y la libre empresa, y al mismo tiempo estar a favor de la guerra, el servicio militar obligatorio y la prohibición de actividades y prácticas no invasivas que él considera inmorales? ¿Y cómo puede el de derecha estar a favor del libre mercado, y al mismo tiempo no ver nada de malo en los inmensos subsidios, distorsiones e ineficiencias improductivas del complejo militar-industrial?

Mientras se opone a toda agresión privada o grupal contra los derechos de la persona y la propiedad, el libertario ve que a lo largo de la historia, hasta nuestros días, siempre ha habido un agresor central, dominante y avasallador de todos estos derechos: el Estado.

En contraste a todos los otros pensadores, de izquierda, derecha y centro, el libertario se rehúsa a dar al Estado el permiso moral para cometer acciones que, en opinión de casi todos, son inmorales, ilegales y criminales si las lleva a cabo una persona o un grupo en la sociedad. El libertario, en suma, insiste en aplicar la ley moral general sobre todos, y no hace ninguna excepción especial para personas o grupos. Si vemos al Estado desnudo, nos damos cuenta de que está universalmente autorizado, e incluso incentivado, a realizar actos que incluso los no libertarios consideran crímenes reprensibles. El Estado habitualmente comete asesinatos masivos, que le llama “guerra”, o a veces, “represión de la subversión”; esclaviza en sus fuerzas militares, utilizando lo que llama “servicio militar obligatorio”; y su existencia depende de la práctica del robo forzado, al que denomina “cobro de impuestos”. El libertario insiste en que, independientemente de que esas prácticas sean o no apoyadas por la mayoría de la población, no son pertinentes a su naturaleza; que, sea cual sea la opinión popular, la guerra es asesinato masivo, el servicio militar obligatorio es esclavitud y los impuestos son robo.

En suma, el libertario es como el niño de la fábula, que se obstinaba en decir que el emperador estaba desnudo –aunque la mayoría de las personas, adulando al emperador, se hacían los ciegos y alababan sus vestiduras.

Leyes sin gobierno – Parte 1

Al considerar el anarquismo de libre mercado, tal vez el asunto más polémico y difícil de asimilar sea el de la provisión de servicios tradicionalmente concentrados en el poder estatal. Uno de ellos es el sistema legal monopólico al cual estamos acostumbrados.

¿Pero qué es una ley? ¿para qué sirve? Este ilustrativo video creado por GrahamPWright y subititulado al castellano por OrdenVoluntario muestra los principios para un sistema legal sin gobierno.


The State versus the Highwayman - Lysander Spooner

Llega Meade a Hacienda; Chertorivski a Salud. Cordero buscará la candidatura panista

José Ángel Córdova Villalobos buscará la candidatura de Acción Nacional a la gubernatura de Guanajuato; Alejandro Poiré va al Cisen y a la Secretaría de Energía llega Jordy Herrera Flores

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01José Ángel Córdova Villalobos


CIUDAD DE MÉXICO, 9 de septiembre.- El presidente Felipe Calderón anunció cambios en el gabinete, una reestructuración que tiene en miras, principalmente, la carrera presidencial en el PAN y rumbo a 2012.

Así, Ernesto Cordero deja la Secretaría de Hacienda y Crédito Público para buscar la candidatura presidencial por su partido, tomando su lugar José Antonio Meade Kuribreña, actual titular de la Secretaría de Energía, y uno de los colaboradores más cercanos del aspirante presidencial en Hacienda, donde se desempeñó como subsecretario.

José Ángel Córdova Villalobos deja la Secretaría de Salud en manos de Salomón Chertorivski.

A la Secretaría de Energía llega Jordy Herrera Flores.

En el Centro de Investigación y Seguridad Nacional, Cisen, Alejandro Poiré reemplaza a Guillermo Valdés Castellanos, quien fungirá como embajador en España.

La vocería del Gabinete de Seguridad queda en manos de Alejandra Sota, también titular de Comunicación Social de la Presidencia de la República.

¿Nos roban el trabajo los chinos?

Economía paso a paso

Juan Ramón Rallo

No serán los chinos quienes nos empobrezcan, sino en todo caso el intervencionismo de unos gobiernos occidentales que nos lleve a dilapidar el capital y, por tanto, nos impida crear nuevos modelos de negocio.

En un sistema económico caracterizado por la división del trabajo y el intercambio, es normal que muchas personas vean amenazada su posición cuando otros agentes salen de la pobreza y comienzan a producir bienes y servicios que compiten directamente con los suyos. Cuando la población de una pequeña aldea crece, el tendero de toda la vida probablemente deba enfrentarse a nuevos competidores, de modo que su posición de monopolio (y las rentas extraordinarias que de ahí derivaba) desaparece. Eso no significa, sin embargo, que el incremento de la población empobrezca a la aldea: al contrario, el antiguo tendero monopolista pasará a dedicarse a otras labores y la variedad de bienes y servicios disponibles para el intercambio (la riqueza) se incrementará.

Lo mismo sucede cuando el tamaño de esa aldea global que es la economía mundial se expande. Por supuesto, habrá sectores locales que salgan perjudicados por la mayor cantidad de productores y competidores extranjeros –incluso podría haber algún país pequeño, concentrado en unos pocos sectores productivos, que sufriera una crisis nacional–, pero eso no significa, ni mucho menos, que el crecimiento de esa aldea global sea perjudicial, sólo que a corto plazo requerirá reestructuraciones.

A China se le pueden reprochar muchas cosas, como su continuada violación de los derechos humanos, su enorme corrupción, sus poco honrosas alianzas externas o su estructura política dictatorial en manos de la nomenclatura nacionalista y comunista, pero no que haya muchos chinos. Sin embargo, ése si es el temor de muchos occidentales que ven cómo la avalancha de manufacturas chinas nos está engullendo: al final, se nos dice, en Occidente nos quedaremos sin nada que producir porque los chinos son más competitivos en todo (debido a sus bajos salarios) y no hay en el mundo demanda suficiente como para absorber toda esa avalancha de producción.

La idea parece intuitivamente cierta, pero incurre en dos errores archirrefutados por la ciencia económica: la falacia de la sobreproducción generalizada y la falacia de la ventaja absoluta.

La falacia de la sobreproducción generalizada sostiene que la producción puede crecer más allá del poder adquisitivo existente, de modo que no habrá mercado para colocar todas las mercancías fabricadas y acaecerá una crisis. De hecho, no han sido pocos quienes pretenden explicar la presente crisis meced a la sobreproducción china. Fue Jean Baptiste Say quien en sus Principios de Economía se encargó de enterrar este mito: en última instancia, todo lo que compramos lo pagamos con otros productos que previamente hemos producido y vendido (la llamada "ley de Say"). Por consiguiente, si todos producimos más, nuestro poder adquisitivo crece correlativamente: tenemos más mercancías que podemos comprar, pero también más mercancías que podemos vender. Los chinos no sólo producen, sino que también compran (ya sean bienes de consumo o de inversión). En definitiva, una sobreproducción generalizada nunca será posible (una mayor oferta sienta las bases para una mayor demanda); otra cosa son las sobreproducciones sectoriales, que obviamente sí son posibles, como ha sucedido con la vivienda.

La falacia de la ventaja absoluta fue enunciada por Adam Smith al sostener que los intercambios entre individuos y naciones se guiaban por quien fuera mejor a la hora de producir un bien. Si Inglaterra es mejor que Portugal produciendo tela y Portugal mejor que Inglaterra produciendo vino, entonces ambos países trocarán sus mercancías. Pero, ¿qué pasaría si Inglaterra fuera mejor que Portugal fabricándolo todo? A esta pregunta respondió otro economista, David Ricardo, cuando explicó que los intercambios en realidad no se mueven por ventajas absolutas, sino relativas: cada persona se especializa en aquello en lo que es relativamente mejor que el resto. Por ejemplo, si Inglaterra genera mucho más valor que Portugal produciendo tela pero sólo un poquito más produciendo vino, será conveniente que Inglaterra se especialice en la tela y le deje a Portugal producir vino. Otro ejemplo quizá más comprensible: un empresario puede saber más contabilidad que nadie, pero normalmente subcontratará su gestión a una tercera persona para que él pueda centrarse en aquello en lo que es mucho mejor que todos, crear valor para los consumidores.

Por tanto, si no puede haber una sobreproducción general y todos podemos ocupar nuestro lugar dentro de una división internacional del trabajo, parece claro que no son los chinos quienes nos condenan al desempleo estructural, sino más bien nuestras rígidas regulaciones laborales.

Existe, con todo, una variante un tanto más verosímil del argumento anterior que no incurre en las mentadas falacias: aun cuando no nos quedemos sin empleos, el capital occidental tenderá a trasladarse a China por sus menores costes laborales, de modo que nuestros salarios se igualarán a la baja con los suyos.

Lo primero a tener en cuenta es que el capital no se dirige allí donde los costes laborales sean más bajos, sino allí donde los costes totales de producción sean menores en relación con la productividad de los factores productivos; esto es, allí donde cueste menos fabricar valor. El coste laboral es un coste de producción más, pero existen otros como el de transporte, el energético, el de financiación, los regulatorios, las deseconomías de escala o el riesgo institucional. Y, asimismo, existen otros factores que elevan la productividad (el valor) que se genera por unidad de coste: la dotación de capital (incluyendo el humano) o las complementariedades derivadas del efecto red.

Es cierto que los costes laborales son mucho más bajos en China, pero Occidente sigue teniendo ventajas en términos de infraestructuras, estabilidad institucional, seguridad jurídica, formación del capital humano o complementariedades vía efectos red. Es decir, en Occidente se puede formar una riqueza de mayor calidad con costes no laborales en ocasiones más baratos que en China. Por supuesto, esas ventajas son transitorias –conforme China acumule más capital y, sobre todo, si llega a establecer pacíficamente un Estado de Derecho riguroso, sus otros costes se reducirían– pero también lo serán los bajos salarios chinos, debido a que su mayor capital incrementará la productividad de los trabajadores (volverá el factor trabajo relativamente más escaso –y caro– con respecto a los bienes de capital complementarios).

Lo segundo a considerar es que los consumidores occidentales salimos beneficiados si podemos comprar más baratos algunos bienes que nosotros fabricamos de manera más cara. La economía se basa en economizar el uso de recursos para satisfacer la mayor cantidad de fines posibles: si los chinos son capaces de fabricar alguna mercancía más barata que nuestros productores locales, los consumidores occidentales podremos adquirirla a precios más asequibles y nuestros productores locales podrán reorientar sus recursos para manufacturar otros bienes que nosotros podremos comprar gracias al ahorro derivado de las más asequibles mercancías chinas. Ninguna sociedad sale beneficiada por producir a los costes más elevados posibles, pues en tal caso nos convendría abandonar la división del trabajo y que cada ser humano se volviera autosuficiente.

Pero, sobre todo, el mayor error en relación con la presunta destrucción de empleos en Occidente como consecuencia de los menores costes laborales chinos es que no todas las industrias chinas compiten con todas las industrias occidentales. Gran parte de las industrias chinas se dedican a cooperar con las industrias occidentales para lograr una mayor producción. Por ejemplo, la industria de juguetes de China compite con la industria de juguetes de Occidente, pero las fábricas dedicadas a producir chips informáticos se complementan con las industrias informáticas de Occidente. Del mismo modo que no todas las empresas dentro de España compiten entre sí (hay numerosas relaciones proveedores-mayoristas-minoristas), tampoco todas las empresas en el mundo hacen lo propio.

Por ejemplo, en 2010 España importaba de China productos valorados en 20.000 millones de euros, esto es, el 2% del PIB; porcentaje similar al de EEUU (365.000 millones o el 2,5% del PIB). De todas esas importaciones, alrededor del 50% eran bienes de capital que las industrias occidentales emplean para mejorar su productividad (el resto son bienes de consumo que sí compiten con los bienes de consumo que fabriquemos internamente). En otras palabras, si ya resulta poco probable que nos abocamos a la desindustrialización por el hecho de que importemos el 2% de nuestro PIB de China (sobre todo cuando, a su vez, les exportamos alrededor del 0,5%), aún lo es menos si tenemos en cuenta que la mitad de esos productos son bienes de capital tirados de precio que nos permiten ser mucho más competitivos que si los produjéramos internamente a precios más altos. Cuanto más abarate China los bienes de capital que nosotros incorporamos a nuestros procesos de producción, más productivos seremos y más altos salarios podremos permitirnos.

¿Qué nos deparará, por tanto, el futuro? Como ya sucediera con la transición de la agricultura a la industria o de la industria a los servicios, conforme se acumule internacionalmente el capital, las ocupaciones que puedan automatizarse y sustituirse por bienes de capital tenderán a desaparecer (como lo hicieron decenas de agricultores con la aparición de la cosechadora o como podrían hacer los robots de limpieza con respecto al servicio doméstico), mientras que las otras tenderán a revalorizarse. Y entre esas otras hallaremos toda una variedad de empleos: desde los más básicos (como pueden ser peluqueros, policías, camareros... que de momento no pueden prestarse por una máquina ni, por supuesto, en China) hasta los más sofisticados (formación superior muy especializada: directivos, ingenieros, diseñadores, consultores, investigadores, profesores...). Así, por ejemplo, las ocupaciones más especializadas se han duplicado en EEUU desde 1983 (hasta representar un tercio de toda la fuerza laboral) y las medias han crecido en torno al 30%. Los trabajos que realmente se han perdido están relacionados con la agricultura, la minería o las cadenas de montaje, esto es, las ocupaciones más automatizables y con menor valor añadido.

En definitiva, no serán los chinos quienes nos empobrezcan, sino en todo caso el intervencionismo de unos gobiernos occidentales que nos lleve a dilapidar el capital (vía ciclos económicos, regulaciones absurdas o inadecuada formación en universidades públicas) y, por tanto, nos impida crear modelos de negocio que generen el suficiente valor para los consumidores occidentales... y chinos.

Juan Ramón Rallo es doctor en Economía, jefe de opinión de Libertad Digital y profesor en el centro de estudios Isead. Puede seguirlo en Twitter o en su página web personal. Su último libro es Crónicas de la Gran Recesión (2007-2009).

Los temores importados de Europa restan un 2% semanal a Wall Street

La bolsa estadounidense sigue los pasos de sus homólogas europeas y se hunde en terreno negativo. La dimisión del economista jefe del BCE ha avivado los temores de Wall Street, predispuesta ya de antemano a una sesión en rojo tras las decepciones que supusieron para el mercado el plan de estímulo de Obama y la comparecencia de Bernanke. Al final el parqué estadounidense se dejó un 2% en la semana.

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Al cierre de la sesión el Dow Jones de industriales cayó un 2,7%, hasta 10.992 puntos, con recortes del 2,2% en la semana, mientras que el selectivo Standard & Poor´s 500 se dejó un 2,7%, hasta 1.154 puntos y acumuló pérdidas del 1,7% en el cómputo semanal. El índice tecnológico Nasdaq Composite cedió un 2,4%, hasta 2.467 puntos y cedió u 0,5% semanal.

La jornada comenzaba muy mal para los intereses de la renta variable estadounidense y con el paso de las horas la cosa fue a peor. Antes de que sonara la campana de apertura los inversores ya parecían tener claro que el rojo sería hoy el color de sus apuestas. La decepción que supuso ayer para Wall Street la comparecencia de Ben Bernanke seguía muy presente en el parqué en la jornada de hoy. El presidente de la Reserva Federal (Fed) no quiso dar detalles sobre las herramientas de que dispone el banco central para hacer frente al enfriamiento económico y se limitó a repetir una vez más los mismos mensajes dados en sus últimas apariciones en público.

La falta de datos concretos no gustó nada al mercado, que terminaba la jornada del jueves con recortes considerables. Los más optimistas confiaban en que el posterior discurso de Barack Obama sirviera para inyectar algo de optimismo en el parqué y que Wall Street recuperase hoy algo del terreno perdido últimamente. Nada más lejos de la realidad. El presidente de EEUU anunció un plan de 325.000 millones para estimular el mercado laboral, pero ni el mercado ni los inversores se dieron por satisfechos con las propuestas de la Casa Blanca.

De poco sirvió que justo antes de la apertura de Wall Street el secretario del Tesoro, Tim Geithner, alabara las virtudes del plan de rescate y asegurase ante los micrófonos que tendrá un impacto positivo en el mercado laboral a corto plazo. Wall Street abrió a la baja.

Pero el verdadero mazazo llegó minutos después de que la principal bolsa del mundo diera el pistoletazo de salida. La noticia de que el economista jefe del Banco Central Europea (BCE) dimitía de su cargo por su oposición al plan de recompra de bonos encendió las alarmas de los mercados a ambos lados del Atlántico. En Europa las principales plazas bursátiles se precipitaron y Wall Street siguió sus pasos. Al final el Ibex cerró con pérdidas cercanas al 4,5%, acumulando un descenso semanal del 6,5% y una caída del 9% en lo que va de mes.

En el mercado de divisas el euro sufrió las consecuencias de la marcha de Jüergen Stark y cayó un 1,5% frente a la moneda estadounidense, perdiendo los 1,37 dólares y tocando mínimos de más de seis meses. El oro cerró plano en 1.859 dólares la onza, mientras el precio del petróleo registró pérdidas notables. El barril de West Texas Intermediate, de referencia en EEUU, cae un 2,3% y se paga a poco más de de 87 dólares.

En el plano empresarial la banca fue uno de los sectores más castigados y dentro el sector, Bank of America (-3%), una de las que más sufrió. El mercado no encajó bien la información publicada por el Wall Street Journal en la que asegura que el banco estudia eliminar 40.000 puestos de trabajo.

Al final no fueron los especuladores

Crisis

Jorge Valín

Ahora vivimos, otra vez, las consecuencias de manipular los ciclos con dinero barato. ¿Y qué hacen los políticos? Confundir a la gente y a la economía con palabrería vacía y apaños cosméticos de tipo estadístico y legal.

No hay duda, el "conocimiento popular", la opinión e ideas de la gente son patrimonio del pensamiento único socialista. Cuando la CNMV, por orden de la Unión Europea, decidió prohibir las ventas a corto, salieron todos los medios de comunicación celebrando la noticia y afirmando que así se pondría coto a los especuladores. El mercado tenía que recuperarse.

Tras el monumental fracaso de tal prohibición, ninguno de esos medios ha vuelto a decir nada de esta violación a la libertad de mercado, y por tanto, parece que toda la población lo haya olvidado como por arte de magia. En realidad, la directiva del regulador no solo ha sido neutra para el mercado, sino que ha acentuado el aumento de la volatilidad y las bajadas.

Si hemos eliminado una de las principales herramientas que usan los especuladores "para forrarse" según los medios, ¿por qué se ha hundido la bolsa? Porque vivimos en un sistema que es insostenible. Se acabó el imperio de la deuda y dinero fácil. Los grandes burócratas aún no lo han entendido y por eso las consecuencias seguirán siendo nefastas. Los principales indicadores macro nos dicen que, a falta de estímulos, la economía mundial podrá entrar en recesión. La solución keynesiana consiste en ahondar en el problema que nos ha llevado a este desastre: más Gobierno, más gasto y más transferencias forzosas del ciudadano al Estado. Todo ello con unos presupuestos públicos desequilibrados e insostenibles que acabará pagando el Pueblo: cada español debe 14.000 euros al Gobierno central en concepto de deuda, y cada americano 48.000 dólares a su Gobierno federal.

No es una crisis en "W", siempre ha sido la misma crisis. Durante el último año hemos tenido una falsa ilusión de reactivación generada por la inflación crediticia que han creado los bancos centrales y que se ha reflejado en los mercados internacionales con fuertes bajadas del dólar y del euro en relación a monedas más saneadas como el franco suizo, el yen o commodities como el oro. A propósito, más estímulos monetarios van a significar un aumento en los precios de las materias primas, lo que nos lleva a un aumento del precio de los alimentos, una disminución del poder adquisitivo en occidente y más hambrunas en países subdesarrollados.

El crecimiento que hemos tenido a nivel mundial (España no ha llegado ni a eso) ha sido una burbuja de creación y muerte rápida. Ahora vivimos, otra vez, las consecuencias de manipular los ciclos con dinero barato. ¿Y qué hacen los políticos? Confundir a la gente y a la economía con palabrería vacía y apaños cosméticos de tipo estadístico y legal. Según los Gobiernos la crisis terminó en 2009. ¿Aún se fía de los datos estatales?

Nada de esto es culpa de los especuladores, esto es, de la gente corriente con planes de pensiones, fondos de inversión, deuda privada y pública o acciones. El inversor, o el especulador, solo es un componente del mercado de la misma forma que una persona es un componente de la sociedad. Especulador, inversor y "persona" reaccionan a estímulos externos para maximizar su bienestar. Desde el momento en que los Gobiernos se responsabilizan de tales incentivos y bienestar, los mensajes a la sociedad y mercado son contradictorios y confusos. Los mercados, continuamente, están pendientes de cada reunión de la UE, Obama, Banco Central Europeo, la FED o el FMI. Y cada vez que estas reuniones se cierran con un enorme fracaso, el mercado se hunde. No culpemos al mensajero, sino a todos aquellos dictadores de la producción que no saben hacer su trabajo.

Jorge Valín es miembro del Instituto Juan de Mariana

La solución

Crisis de deuda

Charles Krauthammer

&quote&quoteCada dólar recaudado merced a cerrar una laguna en la legislación tributaria ha de ser devuelto a la ciudadanía en forma de tipos impositivos más bajos.

La opinión generalizada sostiene que el súper-comité formado tras el acuerdo para ampliar el techo de la deuda y que debe proponer mayores medidas de reducción del déficit no acabará en agua de borrajas. Yo no estoy tan seguro. Se podría alcanzar un gran compromiso que, no obstante, obliga a ir paso a paso. Para triunfar tiene que proceder en tres etapas:

1. Reforma tributaria

Una reforma tributaria real que elimine las lagunas al tiempo que baja los tipos es el Santo Grial de la política social. Gusta por igual a izquierda y derecha porque, de forma casi exclusiva, promueve tanto la eficiencia como la igualdad económica. La eficiencia económica porque elimina las ventajas fiscales que distorsionan los flujos de capital (y que de esa forma contraen la productividad) al tiempo que recorta el tipo fiscal marginal (estimulando así el crecimiento). La igualdad porque nuestro actual código fiscal corrupto está repleto de privilegios que conceden ventajas profundamente injustas a los ricos, que contratan a los lobistas para abrir las lagunas legales y luego a los abogados que las explotan.

Ese fue el motivo por el que la reforma fiscal Reagan-Bradley de 1986 fue un éxito histórico. Satisfizo a izquierda y derecha, promovió la eficiencia y la igualdad, y ayudó a poner en marcha dos décadas de crecimiento económico casi ininterrumpido.

¿Pero cerrar ese acuerdo no llevó años? Sí. Hoy, sin embargo, los principios ya están fijados a través de la comisión Simpson-Bowles. El súper-comité no tiene que reinventar la pólvora. Simplemente tiene que escoger.

2. Neutral desde el punto de vista de la recaudación

Cada dólar recaudado merced a cerrar una laguna en la legislación tributaria ha de ser devuelto a la ciudadanía en forma de tipos impositivos más bajos. Comenzar adoptando esta regla evita la parálisis ideológica que provocaría una subida de impuestos y garantiza una transparencia prístina en cualquier alteración posterior de esa fórmula.

Se puede empezar por los derroches más evidentes, desde los 6.000 millones de dólares anuales desperdiciados en subvenciones al etanol a las perennes quejas demócratas: la desgravación de los aviones privados corporativos, los privilegios fiscales de las petroleras, etc. Esa es la parte divertida. Por desgracia, reventar esa piñata no produce sino una mínima parte de lo que se necesita. El dinero de verdad se encuentra en las deducciones populares: la cobertura sanitaria de empresa, la deducción por hipoteca y las donaciones de caridad. Modificar parte de estos privilegios fiscales políticamente intocables hasta la fecha representaría por sí solo un gran acontecimiento.

Sugeriría abolir la excepción fiscal de los planes sanitarios de empresa, que promueven un gasto médico manirroto. También iría aboliendo de forma paulatina la deducción por hipoteca. Se puede empezar excluyendo la segunda residencia y las hipotecas superiores a, pongamos, 500.000 dólares. Luego se puede ir rebajando ese umbral a 100.000 machacantes a medida que el mercado inmobiliario satisface ciertos baremos mínimos de recuperación.

En cuanto a las donaciones de caridad, en esto sería blando. Dejaría intacta la deducción por el motivo madisoniano de que subvencionar la caridad privada –las donaciones realizadas a instituciones elegidas por la ciudadanía, no el Estado– reparte el poder y fortalece a la sociedad civil, principal baluarte contra el dominio del Estado.

Sus gustos serán diferentes. También los del súper-comité. No importa. Lo importante es tomar decisiones que sean profundas, radicales y que permitan al Estado bajar los tipos nominales sin perder recaudación.

¿Pero, dirá usted, la misión del comité no es reducir el endeudamiento? Porque esto, por ahora, no hace nada en esa dirección. Correcto. Pero es la premisa indispensable para alcanzar el resultado final a la hora de reducir la deuda.

3. El gran acuerdo

Una vez en vigor esta reforma podrá comenzar el toma y daca ideológico que hace falta para reducir de forma masiva el déficit: subidas de impuesto frente a recortes del gasto. Los republicanos se opondrán a lo primero, los demócratas a lo segundo. Pero anteponer la reforma del marco tributario hace posible el compromiso que no pudieron alcanzar John Boehner y Barack Obama. Boehner estaba dispuesto a elevar la recaudación alrededor de 800.000 millones. Supuestamente, Obama lo estaba para elevar la edad de jubilación del programa Medicare de los ancianos y alterar el cálculo de la revalorización automática de las pensiones.

Recuerde: la reforma tributaria ya habrá rebajado de forma radical los tipos. En una valoración de la comisión Simpson-Bowles, el tipo máximo bajaba de golpe al 23%. Los conservadores podrían entonces considerar un aumento de la recaudación neta alterando ligeramente estos nuevos tipos bajos, digamos, volviendo al 28% de Reagan, muy por debajo todavía del actual 35% y del fervientemente ansiado 39,6% de Obama. Salirse así del principio de neutralidad produciría nuevos ingresos al Tesoro, además de los resultantes del crecimiento económico estimulado por los tipos nominales más bajos.

Los demócratas tendrían que responder cruzando sus propias líneas rojas en materia de pensiones. Eso se traduce en verdaderos cambios estructurales. Significa elevar las edades de jubilación del Medicare y la seguridad social, ajustándolas a la esperanza de vida, hasta que los 70 años se conviertan en los nuevos 65 y cambiar la fórmula de la revalorización de las pensiones. Puede que incluso sacar de la seguridad social a los ancianos financieramente bien cubiertos una vez hayan recuperado lo que originalmente pagaron.

El resultado de este gran pacto sería la reducción de la deuda a una escala nunca vista antes. La confianza del mundo en la economía estadounidense aumentaría dramáticamente. Lo mejor de todo es que volveríamos a la vía a la solvencia nacional.

Puede hacerse. En cuestión de tres meses. En tres etapas.

Los temores sobre Europa hunden a Wall Street

Los temores sobre Europa hunden a Wall Street: el Dow Jones cae más del 3%

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La bolsa de Nueva York incrementa sus pérdidas a falta de una hora del cierre de la jornada y de la semana arrastrada por los temores de Europa sobre una posible suspensión de pagos de Grecia. Ante este panorama, el Dow Jones pierde más de un 3% y ha dejado atrás la cota psicológica de los 11.000 puntos.

Por su parte, el selectivo S&P 500 cede el 3%, frente al 2,8% que se deja el tecnológico Nasdaq.

Esta crisis es la consecuencia más duradera de los atentados del 11-S

Bill Emmott (The Times)

¿Recuerdan el vídeo en el que Osama bin Laden se veía a sí mismo en el televisor de su casa de Abbottabad, aquél que los americanos difundieron justo después de matarle? ¿Quién apuesta algo a que la mayor parte del tiempo, cuando sus amigos no le filmaban, veía Bloomberg, CNBC u otro canal de economía?

Digan lo que digan los analistas políticos, la consecuencia más importante y permanente de la destrucción de las Torres Gemelas y la muerte de casi 3.000 personas en aquel día chocante y calamitoso de hace diez años es el desbarajuste económico en el que se encuentran hoy Europa y EEUU.

Salvo que delirase de verdad, cuesta creer que Bin Laden pensara que él y sus seguidores podían derrotar a EEUU de manera permanente, ni mucho menos establecer el nuevo califato sobre el que escribió en alguno de sus manifiestos. Sin embargo, también detestaba el capitalismo occidental, y en eso ha tenido bastente más éxito (aunque esperamos que tampoco sea duradero).

Como todos los ¿y si?? de la historia, es imposible demostrar qué habría ocurrido si el atentado del 11-S no se hubiera producido. Pero recordemos la situación económica de Occidente en aquel comienzo de otoño. La burbuja bursátil de los noventa, liderada por las acciones de Internet y tecnológicas, había estallado un año antes. Empezaba una leve recesión que afectaba a ambos lados del Atlántico. La Junta de la Reserva Federal había respondido recortando los tipos de interés, revirtiendo así sus seis aumentos del año anterior.

El papel de la Fed

Washington no estaba realmente en recesión ese año (o por lo menos así lo concluyó el árbitro oficial de estos menesteres, la Oficina Nacional de Investigación Económica). No hubo dos trimestres negativos consecutivos. Lo que sí hubo, sin embargo, fue el 11-S, que congeló la actividad económica brevemente, sobre todo la más visible, representada por la aviación civil y el turismo. Aun así, la Fed, presidida por el entonces beatificado Alan Greenspan, dejó abiertos los grifos del dinero como si se hubiera producido una desaceleración.

Lo demás es historia, y tal vez histórico. Se creó la siguiente burbuja, esta vez de créditos de todo tipo, que se plasmó visiblemente en los precios de la vivienda a ambos lados del Atlántico e invisiblemente en el auge de la creación de derivados por el sector bancario en la sombra. Una burbuja que resultó ser mucho más grande que la de las puntocom de los noventa porque englobaba mucho más que la economía. El estallido lo confirmó la quiebra de Lehman en septiembre de 2008.

Tal vez opinen que habría pasado de todos modos, independientemente del atentado de siete años antes. A Greenspan ya se le conocía por su argumento de que las empresas financieras no se autodestruirían porque, según él, se darían cuenta de que no les interesaba hacerlo. Él y otros podían haber seguido ignorando el absurdo auge de las hipotecas basura.

Gordon Brown podía haber continuado insistiendo en una regulación ligera de la City, que dejara a las empresas financieras tranquilas con sus vehículos de propósito especial y demás trabalenguas. Los bancos y las aseguradoras europeas podrían haber seguido apuntándose a la compra de derivados, y la evasión de las normas sobre deuda soberana que está destrozando al euro también podría haberse producido.

Tal vez. Pero mírenlo desde un punto de vista psicológico. Si Greenspan estaba tan decidido ideológicamente a no meter la mano en los mercados, ¿por qué subió los tipos seis veces para explotar la burbuja puntocom en 1999? ¿Por qué después de 2001 siguió bombeando créditos al sector inmobiliario y a los bancos, mientras se formaba otra burbuja? ¿Por qué la política fiscal de George W. Bush, supuestamente conservador (compasivo o no), también se volvió expansionista, subieron los gastos y se recortaron los impuestos? ¿Por qué antes de las elecciones de 2005 Tony Blair y Brown continuaron con su ostentación del gasto en sanidad y educación?

La respuesta: la guerra

La respuesta es simple: había una guerra, o mejor dicho dos, y eso sin contar la difusa lucha contra el terrorismo. En momentos así, la inclinación a arriesgarse a que haya una ralentización económica o a una nueva recesión disminuye. Después del 11-S, el presidente Bush dijo que los americanos deberían ser patrióticos y salir a gastar.

Según lo que contabilicemos, cerca de 1,5 billones de dólares de los 14 billones de deuda pública americana, cuyo techo de gasto ha causado tanto revuelo hace poco en el Congreso, pueden atribuirse al coste de Afganistán e Irak, a lo que cabría añadir todo lo invertido en el programa Homeland Security (o de seguridad nacional). Si no hubiera sido por Irak, Blair no habría estado tan asustado en 2005 e inclinado a la laxitud fiscal.

Se habrían cometido errores, sobre todo en materia de regulación financiera. Tal vez se hubiera producido algún tipo de crisis. La suavidad de la recesión post puntocom podría haber causado complacencia, y se decía que unos fabricantes chinos más baratos mantendrían la inflación baja para siempre. Sin embargo, se dejó que la burbuja de los créditos se inflara hasta unos niveles y durante un tiempo que, aún hoy, supera la capacidad de comprensión. Sin el 11-S, a los historiadores les costaría explicar este hecho.

En su éxito de 1987, Auge y caída de las grandes potencias, el historiador británico Paul Kennedy, de Yale, advirtió de que EEUU sufría lo que él llamaba "una sobrecarga imperialista". El fin de la Guerra Fría había traído los dividendos de paz e hizo que su argumento pasara de moda, sobre todo cuando Japón, la amenaza tan aparente en aquel entonces, voló tan cerca del sol que se estrelló contra el suelo.

Ahora, sus argumentos parecen premonitorios, incluso si el tiempo era incorrecto. Al fin y al cabo, Kennedy es un historiador, no un gurú. Hablaba de las grandes olas de la historia y no de una década u otra. Las grandes tendencias que habían comenzado en los ochenta y noventa (el auge de Asia, la incapacidad de las superpotencias para ganar guerras de guerrilla, las presiones del cambio tecnológico, la capacidad de los terroristas para hacer tanto daño como un Estado) no las creó el 11-S, aunque algunas se vieran aceleradas por él o, cuando menos, salieran a la luz.

Los políticos estadounidenses nunca creyeron de verdad que pudieran ejercer un poder hegemónico y aprovechar ese momento unipolar identificado por primera vez en 1991. Bill Clinton se pasó gran parte de la década tratando de evitar el envío de militares americanos al extranjero. Bush defendió en la campaña electoral del 2000 que el país debía ser "humilde pero fuerte". El 11-S convenció a los americanos de que tenían que actuar unilateralmente en una escala mucho mayor que cualquiera de las realizadas desde Vietnam, sin importar el gasto o las consecuencias económicas.

Las consecuencias, ay, se vieron primero en el desastre financiero de 2008, y ahora en las cifras anémicas de creación de empleo. El jeque terrorista tal vez nunca usó la expresión double-dip (caída doble), aunque es muy probable que la oyera en Bloomberg.

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