Cristina, como si viviera en otro país
Por Joaquín Morales Solá
La Nación
El peronismo perdona hasta la traición, pero no la derrota. Néstor Kirchner se convirtió ayer, para el peronismo, en el cuerpo y el alma de una estrategia derrotada. Un ciclo político languidecía sin remedio y le dejaba a la Presidenta una sola puerta hacia la reconstrucción de su deteriorado liderazgo. Esa salida consistía en un cambio fundamental y profundo de ministros, de formas y de políticas.
Ya fue grave, de todos modos, el abrumador silencio del Gobierno sobre el fracaso parlamentario, que duró todo el día de ayer; pero más grave fue oír a una presidenta que, en la noche del Chaco, parecía vivir en otro país y en otro mundo.
Julio Cobos no volteó a Néstor Kirchner, pero desarticuló una arquitectura de poder que ya mucho antes hacía agua por todos lados. Kirchner fue el político de los tiempos fugaces de las asambleas barriales, de cierta épica nacionalista tras el colapso argentino y de políticas más propiciadoras de quebrantos que de uniones. Nunca fue un líder para la normalidad ni la República estuvo en su cabeza ni en su formación.
Luego, el ex presidente chocó frontalmente con una inmensa mayoría social cuando se hizo evidente que pone más énfasis en la ideología y en el asambleísmo que en la gestión y en la normalidad. El peor error de los cinco años del kirchnerismo es, precisamente, la mala gestión de las cosas más comunes de la administración. Kirchner perdió la sociedad antes que cualquier otra cosa. El campo fue la expresión genuina de un hastío ampliamente compartido.
Comparte con Cristina Kirchner un sistema de poder según el cual todo (reorganizar la economía, respetar las instituciones, construir una cultura política más sofisticada) se resuelve en un campo de batalla. Esa lógica los abatió.
Dos derrotas en apenas 24 horas es una carga demasiada abrumadora para cualquier político. Las dos fueron innecesarias. La primera ocurrió en Palermo, en el Monumento de los Españoles, cuando un gentío vasto y policromo duplicó por lejos la manifestación del aparato peronista en la plaza del Congreso. La segunda derrota no fue el desempate de Cobos, sino el empate previo al que había llegado un cuerpo parlamentario donde el kirchnerismo se ufanaba, hasta hace pocos días, de rozar los dos tercios propios de los votos.
El punto de inflexión fue una especie de rebelión del maltrato. En el Senado las cosas hubieran sido más amables para el oficialismo si el proyecto sobre las retenciones no hubiese llegado tan débil de la Cámara de Diputados. La primera puerta de la sublevación de los diputados la abrió Felipe Solá, el ex gobernador bonaerense que les hizo importantes favores políticos a los Kirchner y que los Kirchner olvidaron rápidamente. El tiro de gracia se lo dio en el Senado el vicepresidente Cobos, a quien el oficialismo destrató de tal manera en los últimos tiempos que hasta le negó públicamente el derecho a hablar y a opinar.
Cobos y Solá pertenecían al espacio político del kirchnerismo, pero fueron víctimas del maltrato habitual del matrimonio presidencial. Muchos senadores que se fueron del kirchnerismo a la hora de votar lo hicieron también en nombre de viejos desdenes recibidos. Otro hombre fundamental para provocar la sorpresiva derrota del Senado, Carlos Reutemann, arrastraba de igual modo varios desplantes del kirchnerismo.
Dos ex presidentes de la Nación (Carlos Menem, aquejado de una neumonía de espanto, y Adolfo Rodríguez Saá, con una oratoria capaz de desestabilizar a cualquier peronista) y cinco ex gobernadores (el santafecino Reutemann, el salteño Juan Carlos Romero, el pampeano Rubén Marín, el chaqueño Roy Nikisch y el rionegrino Pablo Verani) votaron en contra del proyecto oficial. La mayoría de ellos son peronistas, salvo Nikisch y Verani. La historia tiene un peso en la política más allá de las indiferencias y de las irreverencias de los actuales dirigentes.
El Gobierno careció de funcionarios y de legisladores para una defensa convincente de su posición. Es probable que la posibilidad de esa defensa no haya existido nunca. Sea como fuera, el Gobierno fue un modelo de dispersión. Legisladores oficialistas que no querían votar por el proyecto oficial. Ministros que visitaban carpas en lugar de gestionar el conflicto o facilitar la votación parlamentaria. Muchos de ellos actuaron como lo hacen siempre los cortesanos: no quieren hacer ni dejan hacer.
Un problema imprevisto de los Kirchner consistió en comprobar que Cobos es distinto del resto de los políticos, tal vez porque no viene de la política, sino de la universidad. En la tarde de anteayer, a eso de las 16, el vicepresidente hizo llamar a su familia a su despacho (su esposa y sus dos hijas) y reflexionó con ella su decisión final. "Sólo le faltaba un cura", calzó un peronista resentido, que argumentaba que "un hombre de Estado debe decidir con otros principios". No son los principios de Cobos.
A partir de ese momento, ninguna presión logró perforar a Cobos. Ni siquiera los senadores kirchneristas que le pidieron la renuncia pudieron conmoverlo. Algunos lo presionaron de modo amable, pidiéndole que dimitiera luego del desempate, y otros lo hicieron de mala manera, exigiéndole a Cobos que se fuera antes de votar. A las cuatro de la madrugada del jueves, poco antes de votar, apagó su celular y ya ni Alberto Fernández pudo seguir con sus intentos de convencerlo de que se volcara hacia el oficialismo. "Ahora habrá que cuidarlo y defenderlo", advirtió ayer el senador radical Ernesto Sanz, un viejo adversario de Cobos en Mendoza.
¿Por qué cuidarlo? ¿Qué riesgo corre el vicepresidente? La reconstrucción del estropeado liderazgo presidencial requiere, más que cualquier otra cosa, de una reconciliación entre Cristina Kirchner y Cobos. Se sabe que para los Kirchner la venganza es casi una adicción, pero esos placeres pertenecen a una época que concluyó.
Debe aparecer cuanto antes un gobierno de la Presidenta; el que tiene está demasiado manchado por la impronta perdidosa de su esposo. Casi todos los ministros y los secretarios más importantes han concluido políticamente en la madrugada de ayer. ¿Puede imaginarse un futuro gobierno de Cristina Kirchner con las presencias de Julio De Vido, de Guillermo Moreno y de Ricardo Jaime? ¿Podría liderar la restitución de la confianza social en la economía un ministro como Carlos Fernández, célebre por su grisura? Quizás ha llegado el momento de que Alberto Fernández cumpla su viejo plan de renunciar para desestabilizar al viejo y marchito gabinete.
La Presidenta debería demostrar que la continuidad no carece de cambios y retornar la saludable práctica de reunir de vez en cuando al gabinete. Debería, en fin, dejar atrás la era del atril y convocar a conferencias de prensa, en las que ella sabe moverse con experiencia. Para hacer todo eso tendría que poner en práctica una vieja lección de la política: un servidor de los hechos se somete a ellos. La otra alternativa que le queda es la insistencia en el fracaso y, por lo tanto, un insoportable tiempo de decadencias y ocasos.
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