lunes, febrero 28, 2011

La violencia contra activistas en Chihuahua está desbordada, destaca la ONU

La Oficina del Alto Comisionado condenó 'enérgicamente' el asesinato de tres integrantes de la familia Reyes en Ciudad Juárez

Notimex
CIUDAD DE MÉXICO, 28 de febrero de 2011.- La Oficina en México del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas condenó enérgicamente el asesinato de Malena Reyes Salazar, su hermano Elías y su cuñada, Luisa Ornelas Soto.

En un comunicado, la referida oficina advirtió que la violencia contra los defensores de derechos humanos en Chihuahua se ha desbordado.

Indicó que se trata de un tipo de violencia que rebasa a los propios defensores de derechos humanos y alcanza a las personas próximas a quienes deciden defender las garantías individuales de los demás.

Consideró enérgicamente condenable el hecho, al señalar que la violencia en el estado de Chihuahua ha sobrepasado ya demasiados límites.

Recordó que las tres personas asesinadas eran hermanos y cuñada de Josefina Reyes Salazar, asesinada en enero de 2010.

Los tres fallecidos fueron secuestrados por personas armadas cuando viajaban por el poblado de Guadalupe, Ciudad Juárez, dentro de una camioneta.

Una nueva muerte en la guerra.....

Una nueva muerte en la guerra contra las drogas

por Mary Anastasia O'Grady

Mary Anastasia O’Grady es editora de la columna de las Américas del Wall Street Journal.

La muerte del agente del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EE.UU, Jaime Zapata, en el estado de San Luis Potosí el 15 de febrero, sacudió e indignó a la comunidad de los agentes del orden en este país. Para los mexicanos esto es algo que experimentan a diario.

Los primeros indicios apuntan a que Zapata fue asesinado por miembros de un cartel de la droga mexicano conocido como "Los Zetas". De ser así, su muerte se sumaría a una estadística estremecedora. Los últimos datos disponibles del gobierno mexicano muestran que 87 militares mexicanos y 867 agentes de la ley fueron asesinados a manos de bandas de narcotraficantes entre 2006, cuando Felipe Calderón asumió la presidencia y marzo de 2009. No cabe duda de que las cifras han aumentado desde entonces.

Alrededor de 35.000 mexicanos han perdido la vida como consecuencia de la violencia vinculada al narcotráfico desde diciembre de 2006, 15.273 de ellos el año pasado. Para entender la magnitud de esta violencia, hay que tomar en cuenta que el equivalente per cápita en EE.UU. bordearía los 98.000 muertos.

Si bien los 18 asesinatos en México por cada 100.000 habitantes de 2009 se ubican muy por debajo de la tasa de Colombia (35) y de Guatemala (52), superan con holgura a la cifra de 2007 (8) y la tasa es mucho más alta que la de EE.UU. (5). El número también revierte bruscamente la mejoría registrada a partir de 1999. Mientras tanto, la demanda estadounidense por narcóticos ilegales, la fuente de esta creciente violencia, no muestra señales de disminuir.

No es irracional sugerir que si EE.UU. tuviera que hacer frente a niveles similares de muertes violentas, Washington se vería forzado a reconsiderar la conveniencia de una estrategia basada en la interdicción para combatir el narcotráfico. Pero el sufrimiento es al sur de la frontera, lejos de los ojos y las mentes de los estadounidenses y, por lo tanto, lejos de las preocupaciones de sus políticos. Mientras tanto, una burocracia estadounidense, que demanda miles de millones de dólares, dedicada a combatir esta guerra tiene escasos incentivos para ganarla o para cambiar de rumbo.

Las posibilidades de una "victoria" parecen cada vez menores. El problema es que el estado de derecho en cualquier sociedad libre emana de las normas y los valores de su cultura. Cuando se trata de transacciones voluntarias entre dos partes, el gobierno puede decir una cosa pero si la población no comparte ese punto de vista, no cumplirá con la ley.

El ejemplo más claro es la robusta cultura de la droga recreacional en EE.UU., fácilmente observable en la televisión, las películas y las artes. La edición de julio de 2008 de "Science Daily" informó sobre un estudio de la universidad de Nueva Gales del Sur, en Australia, que, utilizando cifras de la Organización Mundial de la Salud, informó que EE.UU. tenía los mayores niveles de uso de cocaína y cannabis entre los 17 países estudiados. Los autores dijeron que alrededor de 16,2% de los estadounidenses han utilizado cocaína alguna vez en su vida, un nivel mucho más alto que el de cualquier otro país estudiado (el segundo nivel de uso de cocaína correspondió a Nueva Zelanda, donde 4,3% de los encuestados dijo haber probado cocaína). En EE.UU. el uso de cannabis superó el 42%.

México tiene la mala suerte de situarse al lado de este lucrativo mercado. Tampoco ayuda que una vez que las drogas cruzan la frontera parecen llegar a los consumidores con facilidad. Como me dijo el entonces alcalde electo de Ciudad Juárez, Héctor Murguía, en una entrevista realizada en su casa el año pasado: "Necesitamos preguntarle a EE.UU. cómo son un país en calma a pesar del alto nivel de consumo". O, para decirlo con menos delicadeza, quizás los jefes de los carteles lo arriesgan todo en la frontera porque saben que desde Mc Allen, en Texas, hasta Seattle, tienen el camino despejado. No es de extrañar, por ende, que los operativos de los agentes federales para atrapar a los asesinos de Zapata hayan capturado a 676 sospechosos de integrar los carteles mexicanos en EE.UU.

México ha tratado de explicar la cantidad de víctimas argumentando que 85% de los muertos eran integrantes de bandas de narcotraficantes asesinados por bandas rivales. Pero cuando más del 90% de los asesinatos en Ciudad Juárez (donde el año pasado fueron asesinadas más de 3.100 personas) siguen sin resolver, cuesta ver cómo se puede afirmar algo así. Lo que es más, decenas de miles de niños vulnerables han sido reclutados para trabajar en el narcotráfico, y algunos de ellos también son asesinados. Sus muertes no pueden ser ignoradas tan fácilmente, aunque hayan sido miembros de los carteles. Finalmente, incluso si las cifras del gobierno son correctas, nos quedan 5.250 víctimas inocentes, una cifra demasiado grande como para ser descartada como daño colateral.

¿Porqué debería pedírsele a los mexicanos que den sus vidas porque los estadounidenses tienen un apetito voraz por estas sustancias? Calderón ha hecho poco para plantear esta pregunta. En cambio, dice que la guerra se justifica porque ahora el consumo es un asunto a considerar en México. Pero los datos mexicanos no respaldan tal afirmación, como el ex ministro de Relaciones Exteriores de México, Jorge Castañeda, escribió en un trabajo publicado el 6 de marzo por el Instituto Cato. "Los usuarios de drogas se han incrementado de 307.000 a 464.000 en los últimos siete años (entre 2002 y 2008), lo que en un país de 110 millones de habitantes no equivale a un enorme problema de droga", escribió Castañeda.

El problema está al otro lado de la frontera y mientras haya enormes ganancias de por medio, no desaparecerá, sin importar cuántos Jaime Zapatas, estadounidenses o mexicanos, sean sacrificados.

Sobre las buenas relaciones con los gobiernos malos

Sobre las buenas relaciones con los gobiernos malos

por Stanley Kober

Stanley Kober es un académico asociado del Cato Institute qeu colabora con el los estudios de política exterior.

El movimiento revolucionario que está esparciéndose en Oriente Medio ha planteado la pregunta de si EE.UU. ha favorecido a la estabilidad antes que a la democracia. Es una acusación fácil de hacer en vista del respaldo que, en el pasado, EE.UU. le ha dado a presidentes que se mantienen en el poder por décadas y a reyes que gobiernan perpetuamente. Pero eso es algo demasiado sencillo.

EE.UU. reconoce otros países no como un acto de aprobación, sino simplemente para mantener contacto con sus gobiernos.

Seguramente, algunos gobiernos son tan odiosos que EE.UU. no mantiene relaciones diplomáticas con ellos —Irán y Corea del Norte, por ejemplo.

Pero esa política tiene sus desventajas. La ausencia de una embajada estadounidense en esos países significa que renunciamos a las observaciones por parte de diplomáticos que reportan acerca de eventos políticos, económicos y de otra índole. Muchos aliados de EE.UU. mantienen relaciones diplomáticas con Irán y Corea del Norte por esa razón.

Estos aliados están buscando el reconocimiento diplomático no para recompensar a esos regímenes, sino simplemente para reconocer que estos están en el poder. Si un determinado grupo de personas controla un territorio, entonces son esas personas con las que usted tiene que tratar, incluso si le parecen reprobables.

Pero el reconocimiento también significa que uno debería guardar ciertos parámetros de comportamiento. Los límites de esos parámetros fueron identificados en la Declaración de la Independencia, la cual afirma que los estadounidenses consideraban a los ingleses “como consideramos al resto de la humanidad, Enemigos en la Guerra, Amigos en la Paz”.

Si ese es el estándar, los estadounidenses tienen un problema. En pocas palabras, uno no subvierte a un amigo. Incluso si no consideramos a un gobierno como un amigo —incluso si nos tapamos la nariz mientras trabajamos con este— la subversión causa problemas de conducta internacional, porque el Estado de Derecho está basado en la aplicación equitativa de la ley. De manera que si nosotros podemos subvertirlos, ellos tienen permiso de subvertirnos a nosotros.

Por esta razón es que el principio de la no-intervención en asuntos internos de otros países es tan ampliamente defendido. Si los países interfirieran frecuentemente en los asuntos de otros países con la intención de subvertir sus gobiernos, el Estado de Derecho internacional no tendría sentido; ni siquiera sería una aspiración. Esto aumentaría la tensión y el riesgo de conflictos.

¿Acaso el reconocimiento diplomático significa, entonces, que simplemente debemos vivir con gobiernos tiránicos? ¿Están nuestras manos completamente atadas una vez que reconocemos estos regímenes?

Winston Churchill contestó esto en su famoso discurso de la “cortina de hierro”, en 1946: “No es nuestro deber en este momento, cuando las dificultades son tan numerosas, interferir a la fuerza en los asuntos internos de países que no hemos conquistado en guerra. Pero nunca debemos dejar de proclamar en tonos audaces los grandes principios de la libertad y de los derechos del hombre…”.

Para hacer eso de con eficacia, no obstante, la conducta propia de una nación debe reflejar esos valores. Desafortunadamente, la conducta reciente de EE.UU. ha socavado su credibilidad en ese aspecto.

La guerra en Irak ha sido particularmente dañina. “Incluso mientras EE.UU. estaba librando una guerra parcialmente en nombre de la democracia, una gran mayoría del público árabe se opuso apasionadamente a esta, e incluso muchos gobiernos aconsejaron no hacerlo —en gran parte, por miedo a la oposición pública”, dice Shibley Telhami, quien realiza encuestas de opinión en países árabes.

Los analistas árabes también están expresando una creciente preocupación acerca del comportamiento anti-democrático del actual gobierno iraquí. El resultado de la guerra en Irak, simbolizado por la fuga en terror de los habitantes cristianos, genera una pregunta incómoda acerca del poder estadounidense.

Esa pregunta está reesforzada por los sucesos en Líbano. En 2006, cuando Israel y Hezbollah combatieron, la entonces Secretaria de Estado Condoleezza Rice dijo que el conflicto representaba “los dolores de parto de un nuevo Oriente Medio”. Ahora que Hezbollah ha surgido triunfante de una pugna por poder con el Primer Ministro Saad Hariri —respaldado por EE.UU.— las palabras de Rice toman un significado que, sin duda, ella nunca pretendió.

Si hay alguna razón para ser precavidos acerca de los movimientos revolucionarios que ahora afectan a Oriente Medio, es que Irán los ve de manera favorable (con la excepción del movimiento dentro de Irán, por supuesto). En un sermón el mes pasado, Ayatollah Ahmad Khatami alabó las manifestaciones en otros países, afirmando que estas seguían el ejemplo de la revolución iraní de 1979. La agencia iraní de noticias Fars News ha reportado la creación de una organización de Hezbollah en Túnez que sigue el modelo de la que hay en Líbano.

Los dilemas de la diplomacia son inevitables, pero se agravan si EE.UU. no cumple con sus principios, dilapidando su autoridad moral y su poder. Desafortunadamente, EE.UU. no está en la posición de superioridad moral que poseía cuando la democracia llegó al bloque comunista hace 20 años.

Entre toda la preocupación y los consejos que ahora consumen a Washington, la cruda realidad podría ser que, al menos por ahora, la capacidad de EE.UU. de influir en los acontecimientos es más limitada de lo que nos imaginamos. Tal vez solamente podemos ver y esperar, y rezar que las personas que buscan libertad consigan realizar sus sueños.

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