Sicilia y la infamia que gobierna
Álvaro Delgado
Por la reacción cobarde de la autoridad ante el asesinato se siete personas en Morelos, entre ellas la del hijo del poeta Javier Sicilia y sus tres jóvenes amigos, es preciso no engañarse: En México gobierna la infamia y hay paso franco al crimen para su cotidiano festín de sangre.
Es lugar común, pero no por ello debe omitirse: Si no hay, como no ha habido, una firme y contundente reacción de la comunidad ante la incompetencia y/o colusión del Estado con los criminales, sobre todo de las potenciales víctimas, no hay modo de frenar el envilecimiento que padece la nación.
Efectivamente, como grita el poeta, estamos hasta la madre de la abulia de autoridades, políticos y criminales, pero también, agrego yo, de la indolencia de los magnates empresariales, los jerarcas religiosos y de la propia ciudadanía.
“(…) su violencia se ha vuelto infrahumana, no animal --los animales no hacen lo que ustedes hacen--, sino inhumana, demoníaca, imbécil”, les dice Sicilia a los criminales que “se han vuelto cobardes, como los miserables Sonderkommandos nazis que asesinaban sin ningún sentido de lo humano a niños, muchachos, muchachas, mujeres, hombres y ancianos, es decir, inocentes”.
Pero hay que insistir: Si los criminales actúan así no es porque hayan perdido la honorabilidad –los criminales jamás podrían poseer esa virtud, en todo caso acataban ciertas reglas--, sino por la impunidad que les brinda la autoridad --por incompetencia o complicidad-- y por la indiferencia social.
En México y en Morelos se ha instalado la “kakistocracia” --el gobierno de los peores--, y en vastas regiones de la República y de esa entidad el poder real lo poseen y lo ejercen los criminales que envenenan, hostigan, someten y matan ancianos, mujeres, jóvenes, niños, bebés...
Gobierna, pues, la infamia.
La infamia les quitó, no hace mucho, sus hijos a Alejandro Martí y a Isabel Miranda, y ahora fue a Javier y otras familias que se suman a una larga lista de víctimas que no pueden padecer otras muertes, las de la impunidad y el olvido.
¿Quiénes eran los muchachos asesinados por cobardes?
Dejo el testimonio de Adriana Mugica:
Julio César Romero Jaime, de 20 años, era estudiante del 4° semestre de arquitectura en la Uninter (Universidad Internacional). Jugaba básquet y fut. Antes había jugado americano. Se pasaba horas haciendo maquetas y planos, en las que muchas veces su novia le ayudaba. Era muy perfeccionista en sus trabajos. Hasta que no terminaba su tarea escolar no hacía ninguna otra cosa. Le gustaba montar a caballo y jugar squash. Era el más deportista de los cuatro. Jamás se había peleado en su vida.
Julio estaba ayudando a su papá (ingeniero) en la construcción de una casa en Burgos: era su primer proyecto real como “arquitecto”. Tocaba la batería y quería aprender a tocar el acordeón. Le iba al Chelsea en futbol europeo; en americano a los Chargers. Casi todos los días esperaba a que su novia saliera de la universidad o ella lo esperaba a él, para irse a comer juntos y hacer sus respectivas tareas en casa de uno de los dos. No sabía bailar, “todo lo bailaba igual”.
Luis Antonio Romero Jaime, de 24 años, egresado de Uninter. Estaba estudiando la maestría en diseño gráfico y había puesto una pequeña empresa, Ideas Design, en la que trabajaba este tipo de cuestiones. Era un coqueto y siempre estaba conociendo chicas y “jalándolas a la mesa en que él estaba”. Le gustaba mucho bailar. Le gustaba cocinar. Era muy protector, siempre defendía a quienes sentía más desprotegidos.
Julio y Luis le iban al América.
Gabriel (Gabo) Anejo Escalera este lunes iba a ser su primer día de trabajo.
Juan Francisco Sicilia era conocido por su frase: “Pechito, acá, no sé qué y bien bajado ese balón”, que significaba que cuando alguien la regaba otro entraba al rescate para sacarlo de la situación. Juan estaba trabajando. Traía unos lentes con bastante aumento y se lo cotorreaban por “cieguito”.
A Julio, Juan y Luis les gustaba jugar fut y muchas veces organizaban equipo y se metían a torneos. Luis, Gabo y Juan eran de la misma edad. A Luis, Gabo y Juan, les encantaba jugar cartas y “FIFA” (X box) y se la pasaban horas de sus tiempos libres jugando en casa de Gabo.
Gabo era el más reciente en ese fraccionamiento (Primavera) al cual llegó hace unos 8 años. Los demás habían vivido allí todas sus vidas. Los cuatro eran vecinos en la misma calle --sus casas estaban pegadas una a la otra--. Eran cheleros y pachangueros. A los 4 les encantaba comer mariscos. Los 4 eran mucho de estar entre amigos. Para ellos eran muy importantes sus familias por lo que eran mucho de actividades familiares.
Álvaro Delgado
Por la reacción cobarde de la autoridad ante el asesinato se siete personas en Morelos, entre ellas la del hijo del poeta Javier Sicilia y sus tres jóvenes amigos, es preciso no engañarse: En México gobierna la infamia y hay paso franco al crimen para su cotidiano festín de sangre.
Es lugar común, pero no por ello debe omitirse: Si no hay, como no ha habido, una firme y contundente reacción de la comunidad ante la incompetencia y/o colusión del Estado con los criminales, sobre todo de las potenciales víctimas, no hay modo de frenar el envilecimiento que padece la nación.
Efectivamente, como grita el poeta, estamos hasta la madre de la abulia de autoridades, políticos y criminales, pero también, agrego yo, de la indolencia de los magnates empresariales, los jerarcas religiosos y de la propia ciudadanía.
“(…) su violencia se ha vuelto infrahumana, no animal --los animales no hacen lo que ustedes hacen--, sino inhumana, demoníaca, imbécil”, les dice Sicilia a los criminales que “se han vuelto cobardes, como los miserables Sonderkommandos nazis que asesinaban sin ningún sentido de lo humano a niños, muchachos, muchachas, mujeres, hombres y ancianos, es decir, inocentes”.
Pero hay que insistir: Si los criminales actúan así no es porque hayan perdido la honorabilidad –los criminales jamás podrían poseer esa virtud, en todo caso acataban ciertas reglas--, sino por la impunidad que les brinda la autoridad --por incompetencia o complicidad-- y por la indiferencia social.
En México y en Morelos se ha instalado la “kakistocracia” --el gobierno de los peores--, y en vastas regiones de la República y de esa entidad el poder real lo poseen y lo ejercen los criminales que envenenan, hostigan, someten y matan ancianos, mujeres, jóvenes, niños, bebés...
Gobierna, pues, la infamia.
La infamia les quitó, no hace mucho, sus hijos a Alejandro Martí y a Isabel Miranda, y ahora fue a Javier y otras familias que se suman a una larga lista de víctimas que no pueden padecer otras muertes, las de la impunidad y el olvido.
¿Quiénes eran los muchachos asesinados por cobardes?
Dejo el testimonio de Adriana Mugica:
Julio César Romero Jaime, de 20 años, era estudiante del 4° semestre de arquitectura en la Uninter (Universidad Internacional). Jugaba básquet y fut. Antes había jugado americano. Se pasaba horas haciendo maquetas y planos, en las que muchas veces su novia le ayudaba. Era muy perfeccionista en sus trabajos. Hasta que no terminaba su tarea escolar no hacía ninguna otra cosa. Le gustaba montar a caballo y jugar squash. Era el más deportista de los cuatro. Jamás se había peleado en su vida.
Julio estaba ayudando a su papá (ingeniero) en la construcción de una casa en Burgos: era su primer proyecto real como “arquitecto”. Tocaba la batería y quería aprender a tocar el acordeón. Le iba al Chelsea en futbol europeo; en americano a los Chargers. Casi todos los días esperaba a que su novia saliera de la universidad o ella lo esperaba a él, para irse a comer juntos y hacer sus respectivas tareas en casa de uno de los dos. No sabía bailar, “todo lo bailaba igual”.
Luis Antonio Romero Jaime, de 24 años, egresado de Uninter. Estaba estudiando la maestría en diseño gráfico y había puesto una pequeña empresa, Ideas Design, en la que trabajaba este tipo de cuestiones. Era un coqueto y siempre estaba conociendo chicas y “jalándolas a la mesa en que él estaba”. Le gustaba mucho bailar. Le gustaba cocinar. Era muy protector, siempre defendía a quienes sentía más desprotegidos.
Julio y Luis le iban al América.
Gabriel (Gabo) Anejo Escalera este lunes iba a ser su primer día de trabajo.
Juan Francisco Sicilia era conocido por su frase: “Pechito, acá, no sé qué y bien bajado ese balón”, que significaba que cuando alguien la regaba otro entraba al rescate para sacarlo de la situación. Juan estaba trabajando. Traía unos lentes con bastante aumento y se lo cotorreaban por “cieguito”.
A Julio, Juan y Luis les gustaba jugar fut y muchas veces organizaban equipo y se metían a torneos. Luis, Gabo y Juan eran de la misma edad. A Luis, Gabo y Juan, les encantaba jugar cartas y “FIFA” (X box) y se la pasaban horas de sus tiempos libres jugando en casa de Gabo.
Gabo era el más reciente en ese fraccionamiento (Primavera) al cual llegó hace unos 8 años. Los demás habían vivido allí todas sus vidas. Los cuatro eran vecinos en la misma calle --sus casas estaban pegadas una a la otra--. Eran cheleros y pachangueros. A los 4 les encantaba comer mariscos. Los 4 eran mucho de estar entre amigos. Para ellos eran muy importantes sus familias por lo que eran mucho de actividades familiares.
MUJERES: MEJORES
Denise Dresser
Yo pienso que las mujeres son mejores que los hombres. Quizás es controvertido afirmarlo, pero realmente lo creo. Y no es que me desagraden los hombres. Al contrario, algunos me gustan mucho. Estoy casada con un hombre y sé que algún día cuando crezcan nuestros dos hijos se convertirán en hombres. Mi padre fue hombre. Algunos de mis mejores amigos son hombres. En México hay algunos muy distinguidos. Pero sencillamente creo que las mujeres son superiores a los hombres.
Como escribió alguna vez la periodista Anna Quindlen y con razón: “¿Te has dado cuenta de que lo que es clasificado como un hombre fantástico sería sólo una mujer adecuada?”. Y como dice el dicho: “Me cayó el veinte”. Lo que espero de mis amigos hombres es que sean limpios, tengan buenos modales y sean capaces de articular una oración con sujeto, verbo y predicado. Lo que espero de mis amigas mujeres es el amor incondicional, la habilidad para entender cuándo estoy desconsolada, la total voluntad para acompañarme en cualquier batalla a cualquier hora y la capacidad para decirme qué estilista en México sabe cortar el pelo chino.
La inherente superioridad de las mujeres me viene a la mente al pensar en las mujeres que han contribuido a esta edición de nexos. La historia con frecuencia se escribe en términos de invenciones y eventos e ideas revolucionarias. Pero es esencialmente la historia de personas. De individuos. De mujeres que, como diría Rosario Castellanos, “se separaron del rebaño e invadieron un terreno prohibido”. Pienso en ellas y las que andan ya por el camino que sus predecesoras feministas contribuyeron a ensanchar. Esas mujeres jóvenes que cargan consigo la promesa de ser extraordinarias. Son sencillamente mucho mejores de lo que yo lo era a su edad. Más interesantes, más seguras, mejor educadas, más creativas. Como mi hija, quien dice que sí quiere casarse y tener hijos, pero después de que termine su segundo doctorado.
Nosotras, las que escribimos aquí, podemos decir con una pizca de orgullo que este es el México que hemos contribuido a crear. Un país más abierto, más libre. Donde las mujeres han crecido viendo y entendiendo que las mujeres son tan capaces como los hombres sentados a su lado. Donde saben que sus opciones no son sólo ser secretarias o mamás o monjas. Donde entienden que su vida puede estar definida por su talento y no por su género. Donde se ha vuelto más difícil decir —como lo sugirió mi primer jefe en el Grupo de Economistas y Asociados— que mi éxito está asociado con la altura de mi falda. Y todo esto es bueno no sólo porque satisface demandas milenarias de justicia, sino porque también despierta el reto de la generosidad con aquellas que no han sido beneficiarias del cambio. Exige el compromiso de las hijas de la pluralidad y el feminismo con quienes aún no gozan de sus frutos.
Y, por eso, este texto constituye un llamado a abrir los ojos ante el país en el cual vivimos. A ese país habitado por millones de mujeres mexicanas que se levantan al alba a prender la estufa, a preparar el desayuno, a remojar el arroz, a planchar los pantalones, a terminar la trenza, a correr detrás del camión, a trabajar donde puedan y donde les paguen por hacerlo.
Para acompañarlas les pido que piensen por un momento en las siguientes preguntas. ¿Y si ustedes vivieran y mantuvieran a sus familias con tres mil 500 pesos al mes? ¿Y si les tomara más de dos horas y tres formas diferentes de transporte público llegar a su trabajo? ¿Y si al regresar a casa, después de un largo día, su esposo las golpeara? ¿Y si, aunque ustedes contaran su caso cientos de veces, prevaleciera el silencio? ¿Y si su hija o su madre o su hermana fuera violada en la calle o cerca de un cuartel del ejército? ¿Y si en el Ministerio Público le dijeran que ella se lo buscó o que lo ocurrido no es un crimen? ¿Y si resultara embarazada y la despidieran por ello? ¿Y si tuviera un aborto y la encarcelaran por ello?
Para muchas mujeres en México esas preguntas no son hipotéticas sino reales. No representan lo que podría ocurrir sino lo que ocurre. En México ser mujer entraña tener sólo siete años de escolaridad promedio. En México ser mujer y trabajar en una maquiladora significa estar en peligro de muerte. En México ser mujer implica el 30% de probabilidad de tener un hijo antes de los 20 años. En México todavía entraña luchar por el derecho a serlo.
De ahí la necesidad de empoderarlas, y no hablo aquí de darles el poder que antes pertenecía a sus esposos. Hablo de darles más oportunidades, hablo de darles más recursos, hablo de educarlas más de siete años, hablo de empujar para que lleguen a posiciones de mando en el país. En pocas palabras, se trata de reconocer a las mujeres como ciudadanas completas: con cerebro y útero, con manos y pies, con capacidad para cambiar el destino del país y la responsabilidad de reinventarlo. Porque la causa de cualquier mujer es una causa nuestra.
La evolución de la democracia mexicana tiene que ver con las expectativas que los padres mexicanos tienen de sus hijas. Tiene que ver con la manera en la cual los ciudadanos del país se tratan unos a otros, independientemente de su género. Tiene que ver con una forma de pensar. De denunciar el acoso sexual y exigir su penalización. De fustigar la violencia contra las mujeres y demandar su erradicación. De decir que un golpe a una es un golpe a todas. De educar a una niña para que sepa que puede ser presidente de México, aunque ojalá aspire a algo mejor. De pensar que las mujeres son ciudadanas y deben ser tratadas como tales. De construir una verdadera República donde los hombres tienen sus derechos y nada más. Donde las mujeres tienen sus derechos y nada menos.
Denise Dresser. Profesora de ciencia política en el ITAM. Es columnista de la revista Proceso y editorialista del periódico Reforma.
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