Los tratados comerciales deben beneficiar al consumidor, no proteger a ineficientes
Los tratados posibilitan que el consumidor disfrute de una mejor oferta y decida qué compra y de quién.
Ángel VerdugoSi bien debimos abrir la economía en 1987 —consecuencia inevitable de la quiebra del modelo de desarrollo que mantuvimos por decenios— como única salida a la debacle total, es con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y su entrada en vigor en 1994 cuando se da nuestra incorporación plena y más dinámica a la globalidad.
Hoy, después de casi un cuarto de siglo, es posible afirmar que en términos económicos somos una economía abierta pero, en lo que se refiere a la mentalidad de nuestra clase política, buena parte de los funcionarios y prácticamente la totalidad de nuestros “intelectuales”, somos un país igual o más cerrado que antes de 1987.
Es cierto, participamos en la globalidad pero, lo hacemos porque no tenemos otra alternativa; somos “aperturos económicos” por sobrevivencia mas no porque estuviéramos —o estemos— convencidos de las bondades de la economía abierta, de la economía de mercado.
Aún persisten entre nosotros ideas que si bien ya nos avergonzaban hace un cuarto de siglo, hoy, además de vergüenza nos ponen en ridículo en el concierto internacional.
No sólo me refiero a las ideas de nuestro secretario de Hacienda que ve en las plazas de nuestros pueblos a “una legión de vendedores de chácharas y cosas inútiles” que buscan, a toda costa, venderlas a una indefensa señora —doña Imelda— que seguramente no sabe lo que le conviene y por ello, ¿debe ser defendida por quienes sí lo saben como el actuario Cordero?
Otra de las ideas —que además de oler a viejo, son viejas— es nuestra errónea concepción de los Tratados de Libre Comercio. Este instrumento —utilizado desde hace muchos años en las relaciones de intercambio de bienes y servicios así como de capitales entre los países— fue concebido para favorecer a los consumidores, no a los ineficientes de las economías de los países signatarios.
Ante la necesidad de elevar la productividad en algunas actividades económicas en éste o aquel país dada la actitud cerrada y anquilosada de los principales actores en ellas la cual —como siempre sucede en las economías cerradas o en las áreas protegidas de las abiertas— la paga el consumidor, los tratados de libre comercio son instrumento más que eficaz para obligar a los ineficientes “a ponerse al día” si quieren permanecer como oferentes en el mercado.
Los tratados posibilitan que el consumidor disfrute de una mejor oferta y en el pleno ejercicio de su libertad, decida qué compra y de quién. Así, la competencia beneficia directa e inmediatamente a los consumidores y también a los ineficientes que cambian, que defienden con su puesta al día el mercado que por años usufructuaron con productos malos y caros.
Hoy, cuando deberíamos haber ya aprobado en el Senado el Tratado de Libre Comercio con Perú, los medios nos informan que si el texto en la parte agropecuaria no satisface a los senadores de un partido, el Tratado no pasará.
Esta defensa de los ineficientes —que como dijo el secretario de Economía con gran objetividad, piden y piden y no cambian—, es muestra clara de nuestra cerrada mentalidad a pesar de haber abierto la economía hace un cuarto de siglo.
Aferrarse al pasado no ha llevado a país alguno a construir un mejor futuro, mas sí a la debacle total; lo sufrimos en 1982, y no aprendimos.
Ojalá que quienes hoy defienden a los ineficientes, recuerden que si bien estos votan, también lo hacen los consumidores y son más que aquéllos.
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