miércoles, agosto 17, 2011

Que siga el pleito


Pablo Hiriart

El PAN acusa al PRI de que sus gobernadores han subido de manera inmoral la deuda en los estados, y los priistas señalan que el gobierno federal despilfarra en exceso de burocracia.


La discusión es buena, aunque lamentablemente los dos tienen razón.


El debate vale la pena porque apunta al manejo del dinero público. Nos interesa y nos incumbe a los contribuyentes.


Ojalá que panistas y priistas vayan al fondo y se saquen todos los trapos al sol, porque servirá para evaluar y corregir.


Que nos digan, por ejemplo, por qué la Secretaría de Seguridad Pública federal pagó 118 millones de pesos por una serie de televisión.


Por qué la Secretaría de Educación le dio 150 millones de pesos al SNTE para que tuviera un programa de concursos en la tele.


Hay que saber qué han hecho los gobernadores con los incrementos de transferencias de dinero federal a sus entidades, que en 10 años ha crecido 90 por ciento.


El gobierno de Coahuila elevó su deuda casi dos mil por ciento en relación con su antecesor.


Y el gobierno panista de Guanajuato pagó el ISR de los maestros de la entidad con un costo para el erario de 185 millones de pesos.


Cuál es la razón por la cual los gobernadores piden más, no obstante que sus deudas crecen de manera exponencial y lo que le piden a la Federación se va a pagar con los intereses de esos préstamos.


Humberto Moreira dice que es necesario modificar la Ley de Coordinación Fiscal para “dejar (los gobernadores) de mendigar el presupuesto”.


¿Cómo que mendigar? El dinero asignado les tiene que llegar a tiempo. Y ellos deben rendir cuentas.


Si en el gobierno federal piensan que gobernadores estatales se roban el dinero o lo gastan en campañas políticas, que los acusen penalmente.


Demasiado grito y pocas cuentas.


El PRI acusa que el gobierno del PAN ha duplicado los puestos en la alta burocracia, al pasar de cuatro mil a ocho mil 217 plazas.


Si eso es verdad, estamos ante una locura mayúscula que nos prueba que a mayor gasto menor eficacia.


Mientras más obeso es el Estado en sus puestos directivos, más lento, pesado e inútil se vuelve el funcionamiento del gobierno.


Pero eso ya lo sabíamos desde la época de Luis Echeverría. ¿Volvimos a caer?


El gasto del gobierno federal y de los gobiernos estatales debe evaluarse de acuerdo con sus resultados.


El relativo a la educación se lleva casi la cuarta parte del presupuesto federal. ¿Son buenos los resultados? La respuesta es no. Es dinero mal gastado.


¿Se vive mejor en los estados con mayor deuda? La respuesta también es negativa.


El tema es de fondo. Vale la pena. Que siga el pleito.

¿México, en el camino de la degradación crediticia?


Enrique Campos Suárez

La calificación crediticia de México es baja dentro de los escalones del grado de inversión porque este país no ha tenido la capacidad política de sacar adelante cambios estructurales que le permitan algo más que mantener sus finanzas públicas sanas.


El debate sobre el papel de Standard and Poor’s (S&P) y la rebaja en la nota perfecta de la calificación crediticia de Estados Unidos ha puesto de relevancia el papel que tienen los tomadores de decisiones en las cuestiones económicas y de desarrollo.


Porque mientras Fitch Ratings deja intacta la “AAA” de la deuda estadounidense por considerar que los pilares que dan fortaleza a sus finanzas están inalterados, la polémica agencia calificadora que ahora es investigada por el gobierno de Washington considera que la actuación política sin duda influye.


Es posible que a estas alturas ya hayamos olvidado qué enojados andaban los políticos mexicanos en noviembre del 2009 cuando la calificadora Fitch Ratings bajó la nota mexicana de “BBB+” a simplemente “BBB” por la baja capacidad fiscal del gobierno.


Eran los tiempos de la gran recesión y quedaba claro que México era una economía fiscalmente dependiente del petróleo que, con el marco fiscal que tiene vigente, no tiene más que un escaso margen de maniobra ante contingencias.


Nadie debe vivir para agradar a las calificadoras, pero tiene que entenderse que son empresas lucrativas que simplemente son el mensajero de lo que a los mercados gusta y lo que no. Una buena calificación implica reputación y recursos. Una mala nota implica el castigo y el abandono de los dólares.


Lo que hoy se anticipa para México es ubicar al país en un riesgo de perder ese primer escalón en el grado de inversión. Porque lejos de estar tomando las decisiones prudentes para reformar las carencias fiscales, lo que parece buscarse es crear hoyos más grandes y más peligrosos que satisfagan las ambiciones políticas a cualquier costo.


Las amenazas del PRI a condicionar la Ley de Seguridad Nacional y hasta la retrasada nominación de los consejeros del IFE a que obtengan más recursos para gastarlos sin control es un paso más hacia ese camino de la degradación.


Ninguna de las tres firmas calificadoras más importantes pondrán atención a la falta de un marco legal que regule la actuación de las Fuerzas Armadas en la lucha contra el crimen, ni tampoco tendrán atención al incompleto árbitro electoral tan cerca de las elecciones federales.


Tampoco les importará si los políticos se insultan y si usan radio, tele o periódicos para hcerlo. Pero sí estarán atentos al resultado de la negociación del paquete económico para el próximo año.


El mejor escenario -a estas alturas en que no es posible pensar en cambios estructurales aunque urjan- es mantener un esquema de gasto ingreso que se parezca mucho al vigente.


Si en esa embriaguez que produce el año electoral los partidos políticos buscan alterar la estabilidad financiera para gastar con fines de lucro político, las calificadoras podrían resolver algo similar a lo que S&P hizo con Estados Unidos: la política estorba a la economía.


Y sobran las formas de hacerlo. Desde aumentar por mayoría irreflexiva de votos el monto destinado a los estados hasta disminuir los ingresos vía el regalo electoral de una baja de impuestos.


Lo que han demostrado en estos días los partidos políticos es que no les importan las consecuencias de sus actos. Y que están dispuestos a aumentar sus beneficios presupuestales cueste lo que cueste.


Un deterioro financiero de Estados Unidos, combinado con esa irresponsabilidad política en el Congreso, puede acabar por comprometer la estabilidad económica de México. Lo malo es que no lo creen.

Crisis


Carlos Ramírez

En la primera campaña presidencial de Bill Clinton, su asesor James Carville detectó que el malestar de la gente estaba en la pérdida de bienestar social derivada de la crisis económica. Por tanto, dicen que mandó colgar en su despacho un letrero con tres consignas:


1. Cambio versus más de lo mismo.
2. La economía, estúpido.
3. No olvidar el sistema de salud.


Desde entonces, la frase redactada en términos imperativos ?¡es la economía, estúpido!? pasó a formar parte del análisis político de la realidad. A excepción, claro, de los estrategas económicos del presidente Barack Obama.


Desde la campaña, el equipo de asesores de Obama no operó en la lógica de la economía sino de los derechos. La idea no era mala: convertir las demandas de la gente en derechos y luego obligar al Estado a cumplir con esos derechos. Lo malo fue que la estrategia de Obama eludió irracionalmente desde el principio el peso de la crisis económica.


La crisis le estalló a George W. Bush y le creció a Obama, pero en realidad la paternidad de los problemas no ha sido de ninguno de los dos, aunque cada uno contribuyó a agrandarla.


La crisis de 2008 fue la crisis de la esencia misma del sistema capitalista: la codicia. Si Bush carecía de enfoques de fondo para atender ese problema, Obama llegó al poder con el apoyo social para resolver la crisis desde enfoques sociales. Pero Obama operó en otra lógica, igualmente capitalista: salvar a las corporaciones para que de ahí viniera la recuperación.


El resultado está a la vista: Obama aumentó sin control el gasto público para inyectarle liquidez a la economía a la espera de una buena y rápida reactivación; pero la economía empresarial se tragó la liquidez y no reactivó la economía.


Obama tapó los hoyos con más deuda y emisión de bonos y llegó al tope oficial de 14 billones de dólares, cuando lo recibió de Bush en nueve billones. Ahí fue donde estalló la crisis: mayor deuda sin reorganización de los ingresos o recortes disparó el déficit presupuestal y este se hizo adicto a mayor emisión de bonos.


El debate


De ahí que la esencia de la crisis sea el mal manejo de la economía por Obama pero, en descargo, también del agotamiento del capitalismo como sistema económico basado principalmente en la estructura de las corporaciones. El desafío, en consecuencia, ha radicado en transformar el capitalismo en una economía más racional, comenzando con mayores regulaciones a bancos, corporaciones y gobiernos.


Ahí es donde los países de economías en desarrollo ?como México? pudieran jugar un papel de pivote de los cambios, pero resulta que aquí se ha seguido desde 1982 la lógica del capitalismo neoliberal del ritmo pare-siga, de crecer hasta donde los desequilibrios lo permitan y luego aceptar desaceleraciones del crecimiento económico.


El pasmo de Obama ante la crisis, la parálisis de los gobiernos socialdemócratas y la protesta social callejera incapaz de diseñar una estrategia coherente vislumbran un largo periodo de crisis económica.


Obama ya no fue el líder de la transformación del capitalismo en un sistema más justo, a pesar del consenso mundial que tuvo a su llegada.


Por eso el debate no debe ser el ajuste para enfriar los desequilibrios sino reconocer que llegó a su fin el modelo económico fundado en los Acuerdos de Bretton Woods y en el Consenso de Washington.

Calderón y Obama. "Buenas intenciones"

Más, más, más
Denise Dresser
Calderón y Obama. "Buenas intenciones"


“Más, más, más”, cantaba en los años 70 el grupo musical Andrea True Connection. “Más, más, más”, es lo que le pide el gobierno de Felipe Calderón al gobierno de Barack Obama. Más agentes de la CIA en México, más personal militar, más contratistas de seguridad privados –de los que pululan en Irak y Afganistán–.


Aunque en público el presidente denuesta a los estadunidenses por las drogas que consumen y las armas que proveen, en privado ansía su presencia. Su cooperación. Su entrenamiento. Su involucramiento cada vez mayor en una guerra que Calderón va perdiendo día tras día, operativo tras operativo, estado tras estado.


El presidente mexicano no sólo contradice su postura pública con respecto al enemigo; ahora duerme a escondidas con él.


Como reporta Ginger Thompson en un explosivo artículo publicado recientemente en The New York Times, operadores de la CIA y empleados militares estadunidenses se encuentran ya trabajando en una base militar mexicana.


Allí, por primera vez, encargados de la seguridad nacional de ambos países recolectan información. Planean operativos. Colaboran en una unidad especial antinarcóticos. Usan tecnología avanzada de espionaje que intentan mantener al margen de la corrupción que caracteriza a las agencias de seguridad en México.


Y de forma encubierta tratan de evadir las leyes mexicanas que prohíben a fuerzas policiacas y militares extranjeras operar en suelo mexicano.


Las razones de esta colaboración sin precedentes son tanto políticas como de seguridad. Barack Obama enfrenta una reelección en la cual se le preguntará por qué la violencia en la frontera con México aumenta; Felipe Calderón enfrenta una contienda en la que se le cuestionará por qué las muertes no disminuyen.


Ambos necesitan mostrar señales de éxito: más narcotraficantes aprehendidos, más drogas confiscadas, más bandas criminales desmanteladas, más armas retenidas. México es cada vez más importante en la guerra global contra las drogas que Estados Unidos insiste en pelear, y la asistencia antinarcóticos en nuestro país ha aumentado más que en Afganistán o Colombia.


Con policías federales estadunidenses entrenados para intervenir conversaciones telefónicas e interrogar sospechosos. Con la provisión por parte del Pentágono de helicópteros Black Hawk y “drones” –pequeños aparatos de espionaje– que sobrevuelan el territorio nacional.


Y todos los involucrados en la estrategia de “Más, más, más” piensan que es la correcta. Creen que el número de muertos es evidencia de éxito y señal de progreso. Argumentan que la guerra apenas lleva cinco años y aún es demasiado temprano para hacer juicios finales. Sugieren que, como en Colombia, las cosas se pondrán peor antes de que se pongan mejor.


Desestiman el incremento de las violaciones a los derechos humanos, la incapacidad del sistema judicial mexicano para procesar a los inculpados, la debilidad del andamiaje institucional mexicano, la precariedad de la reforma policial. México es el nuevo escenario de esfuerzos estadunidenses en otras latitudes, encaminados a demostrar que la guerra contra las drogas debe ser librada y puede ser ganada.


Resulta difícil creerlo en un contexto en el cual –como lo describe Ginger Thompson– muchos policías mexicanos ni siquiera cuentan con armas, o no se les ha entrenado para usarlas. Donde miembros de las fuerzas policiacas tienen que pagar por sus propios cascos y chalecos antibalas. Donde, en medio de batallas intensas, se comunican entre sí a través de sus celulares porque no cuentan con radios policiales.


México apenas está aprendiendo a pelear, en medio de una batalla feroz.


Y de allí que Estados Unidos –a petición expresa del gobierno mexicano– haya establecido una presencia importante en una base militar en el norte del país. De allí que Washington vaya más allá del papel tradicional de compartir inteligencia y ahora se aboque a obtenerla también. De allí que se hable de “centros de fusión de inteligencia”, similares a los que operan en Irak y Afganistán.


Cuestionados ante estos operativos sin precedentes, oficiales militares estadunidenses responden que sólo están proveyendo “apoyo técnico”. E insisten en que México todavía define las reglas del juego y hasta dónde Estados Unidos puede llegar.


Pero queda mucho todavía por saber, mucho por entender, mucho por conocer. El gobierno de México no ha informado con honestidad y veracidad el grado al cual Estados Unidos está presente en el país y en qué condiciones.


Aunque hay quienes argumenten que ese apoyo es indispensable, la población tiene derecho a saber cómo, cuándo y de qué manera se da. Y la información provista hasta el momento está lejos de ser completa o veraz.


El secretario técnico del Consejo de Seguridad Nacional, Alejandro Poiré, trata de escabullirse con comunicados plagados de lugares comunes, como “el respeto a la soberanía”, y afirmaciones cuestionables como “el personal extranjero no lleva a cabo ninguna labor operativa ni porta armas”.


Y rehúye la responsabilidad de rendición de cuentas que le corresponde como funcionario público cuando afirma que “por cuestiones de seguridad nacional, el gobierno federal no se pronunciará sobre la veracidad o el contexto de la información publicada sobre estos esfuerzos”.


A Alejandro Poiré habría que preguntarle exactamente cuántos agentes de la DEA hay en México, en qué lugares y con cuántas atribuciones. Habría que preguntarle exactamente cuántos contratistas privados operan en territorio nacional y a qué se dedican. Habría que preguntarle quién está recabando información e inteligencia en materia de seguridad y con qué métodos.


Porque el fin de “debilitar sistemáticamente a las organizaciones criminales que atentan contra la seguridad” no justifica cualquier medio, y menos a espaldas de la ciudadanía. “Más, más, más” colaboración por parte de los estadunidenses no debe significar menos explicaciones para los mexicanos.

¿Seremos los indicados para dar lecciones en materia de reformas estructurales?

Dejemos de jugar al “maistro” y asumamos con modestia, honradez intelectual y autocrítica, nuestras limitaciones.

Ángel Verdugo

Una de las conductas favoritas de nuestros políticos y gobernantes en los años —que hoy parecen estar de regreso con lo peor de su quehacer político— del dorado autoritarismo, era esa propensión a “darles lecciones” a todos, de todo.

Hoy, la complejidad de la situación mundial es tal, que hace que las mezquindades y pequeñeces —a las cuales nos hemos acostumbrado y aceptado como algo natural— de buena parte de quienes se mueven en la política, se conviertan en pesadas lápidas que nos impiden avanzar y entender, que ese vicio de querer darles clases a todos —de todo— es simple muestra de nuestro aldeanismo sempiterno.

Además, dada la realidad estructural de nuestra mediocre economía y la debilidad —ya peligrosa— de nuestras finanzas públicas, todo ello bien conocido por “los alumnos” a los que pretendemos instruir en materia de reformas, lo único que logramos es que se rían de nosotros.

Ese vicio, dar lecciones a todos de todo —del que nadie parece hoy ser capaz de sustraerse—, cuenta con un nuevo adicto: el secretario de Hacienda. Éste, que empezaba a dar muestras de objetividad y mesura con un discurso realista y visión de futuro, cedió la voz al candidato que lleva dentro y pretendió dar clases de “reformas” hace días en su “mensaje”: “La crisis financiera reciente y su manejo por México”.

Tomo el párrafo donde el maestro Cordero se convierte en el “maestro” de los gobernantes de Estados Unidos y de los de no pocos países europeos; les dijo, y dada la atención que por allá genera la palabra de nuestro aspirante, todos escucharon atentos:

“Para hacer frente a esta situación, tanto en el caso de los Estados Unidos como de Europa, se necesita un conjunto de acciones suficientes y contundentes para restablecer la confianza de los mercados financieros y, de forma más importante, en los hogares y en las empresas.”

El hilo negro y el agua tibia descubiertos por un mexicano; sin embargo, ¿por qué eso no lo hacemos primero aquí, y después les exigimos a los demás que lo hagan?

En el resto del “Mensaje”, el triunfalismo de siempre: Estamos muy bien, hemos aprendido de los errores cometidos en el pasado y así sucesivamente; los irresponsables son aquéllos, nosotros sí hacemos esto y lo otro, nos ponemos de acuerdo y los integrantes del gabinete están preparando un conjunto de medidas que “nos protegerán aún más de lo que ya estamos”, etcétera, etcétera.

La realidad es otra; lo único que medio atinamos a hacer —desde tiempo inmemorial—, es dilapidar los escasos recursos fiscales que captamos porque, aún creemos en la utilidad de esa idea perversa que yace en el basurero de la historia: el gasto público todo lo resuelve y de todo protege. En materia de gasto —a pesar de tantos fracasos y crisis—, nada hemos aprendido; al utilizarlo como hoy lo hacemos, nada resuelve salvo enriquecer a unos cuantos.

Nos convertimos en dependientes de la dádiva y el subsidio; el gasto a manos llenas, dilapidado en limosnas a los pobres, nos ha convertido —para decirlo en palabras vulgares pero ilustrativas— en un país de “flojones”.

Dejémonos de andarle jugando al “maistro” y asumamos con modestia, honradez intelectual y autocrítica, nuestras limitaciones; éstas no son otra cosa que consecuencia natural de la irresponsabilidad y la corrupción que como cáncer en metástasis, nos devora.

Si de dar clases se trata, empecemos por darlas a nuestra clase política; aquello, simple búsqueda de votos.

Sobre la foto de un decapitado

Esta discusión de qué publicar y qué no sigue hasta el día de hoy en los medios. No es un tema fácil...

Leo Zuckermann

Sé que no es elegante ni caballeroso criticar a un periódico desde otro. Sin embargo, voy a hacerlo porque creo que la ocasión lo amerita. A título personal, quiero expresar mi disgusto por la decisión de Reforma de publicar la foto de un decapitado en su edición de ayer.

Ciertamente la escondieron en la última página de la sección “Ciudad”, a la que no llegan muchos lectores. Pero ahí está. Al alcance, por ejemplo, de cualquier hijo curioso de un lector de este diario. Por mi parte tuve que tirar el periódico a la basura para que mis hijos no pudieran encontrarla. Pero, cuando salimos a la calle, la encontramos en varios camellones. Estaba en la portada del tabloide Metro que publica el mismo grupo editorial. Esa foto ya no había manera de esconderla a niños que venían en los coches.

Sólo queda especular qué efectos pueda tener en un infante. Si a uno, como adulto, lo perturban, pues imagine usted a un niño. Yo, por más que trato, no puedo quitarme la fotografía de la cabeza. Y eso me produce mucho coraje porque precisamente era lo que querían los criminales que colgaron el cuerpo decapitado en un puente en Interlomas. Se salieron con la suya al crear terror de esta manera. Resulta increíble que un periódico serio como Reforma les haga el juego a estos terroristas. ¿Qué ganan? ¿Vender más periódicos?

Lo digo con la misma convicción como cuando critiqué a mi propio periódico, Excélsior, hace unos años. Nuestro diario había publicado un calcinado de Tijuana en su primera plana. Otra imagen de terror. Tan perturbadora y aterradora como la del decapitado de Interlomas. Al ver aquella foto, recordé que el 11 de septiembre de 2001 las cadenas de televisión de Estados Unidos se habían abstenido de presentar ciertas imágenes de lo que estaba sucediendo en el World Trade Center de Nueva York. De gente tirándose al vacío, por ejemplo. La razón: no hacerles el caldo más gordo a los terroristas.

En aquel entonces, llamé al director editorial de Excélsior para que me explicara la decisión de publicar la foto del calcinado. Con la apertura, generosidad y paciencia que lo caracteriza, Pascal Beltrán del Río me dijo que no había un “impulso o deseo de recurrir al sensacionalismo”. La imagen había sido considerada periodística para mantener informados a los lectores de una realidad cruel: “Para que puedan conocer en todo su contexto una nueva modalidad dentro de la guerra desatada por el narco, la de calcinar cadáveres”.

Esta discusión de qué publicar y qué no sigue hasta el día de hoy en los medios. Sobre todo en la medida en que se ha acrecentado el número de muertos y la violencia con la que se mata. No es un tema fácil. Todo medio tiene que equilibrar el valor de informar a su público de una realidad, por más cruda que sea, pero también desincentivar que los criminales decapiten para enviar mensajes que cualquiera de nosotros, si quisiéramos comprar un espacio en el periódico, tendríamos que pagar.

Por eso celebro que Excélsior, a diferencia de Reforma, haya firmado el “Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia”. México está viviendo una situación extraordinaria. La violencia se ha incrementado cuantitativa y cualitativamente. Este Acuerdo es un ejercicio voluntario de autorregulación de los medios ante lo extraordinario de la situación. Los firmantes nos hemos comprometido, entre otras cosas, a evitar convertirnos “en voceros involuntarios de la delincuencia organizada” lo cual implica “omitir y desechar información que provenga de los grupos criminales con propósitos propagandísticos”. En este sentido, creo que Reforma se equivocó al publicar la foto del decapitado de Interlomas. También pienso que este grupo editorial debería firmar el Acuerdo mencionado. Muchos de sus lectores se lo agradeceríamos.

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